Por Nicolás Alonso // Ilustración: Fabián Rivas Enero 27, 2017

cienciasLa memoria le devuelve a su hermano menor, que duerme a su lado, y a su madre sentada adelante. Le devuelve la vastedad del desierto, como una presencia que crece y va envolviendo todo, mientras atardece y el manto de estrellas se despliega en el cielo.

Le devuelve el asiento vacío de su padre, que hace horas se bajó del auto. Ella tiene ocho años, y no sabe —no lo sabrá hasta mucho después— que su padre, Jorge Valenzuela, pertenece a un partido que ha sido prohibido por una dictadura, y que lo que busca en esos viajes que duran semanas por el desierto son amigos que han desaparecido.

La niña, Millarca Valenzuela, lo ha visto colocar marcas en el camino, lo ha visto hablar con su madre afuera del auto. Le ha preguntado a ella qué hacen allí, solos en el desierto.

—Tu padre está buscando piedras —le responde.
La memoria le devuelve la idea, oída en alguno de esos viajes, de que desde el cielo del desierto caían piedras, que contaban historias sobre nosotros mismos.
Y que su padre era el hombre que las buscaba.

***

Si los meteoritos no llovieran sobre nosotros, tal vez ni siquiera existiríamos. Los astrobiólogos dicen que muchas moléculas precursoras de la vida pudieron viajar en ellos, y algunos creen que también trajeron las bacterias de las que evolucionamos. Hace 65 millones de años, un meteorito de al menos 15 kilómetros de diámetro se estrelló frente al pueblo mexicano de Chicxulub con la fuerza de mil bombas atómicas, extinguió a la mitad de las especies del planeta y marcó el inicio del reino de los mamíferos, que derivó en el hombre. No ha existido un solo día en la Tierra en que no caigan toneladas de ellos, la mayor parte —luego de chocar con la atmósfera— como un fino polvo de estrellas, o como trozos que caen al océano y se pierden para siempre. Pero una centésima parte de esa lluvia cae sobre la tierra, y el desierto de Atacama hace con ellos lo que hace con todas las cosas que quedan sobre su enorme páramo: los conserva ajenos al tiempo, durante millones de años, mejor que ningún otro lugar en el planeta.

¿Qué es realmente un meteorito? Es lo que une el cielo con la tierra. Es un puente. Es astronomía, pero también geología. Es una de las claves de nuestra historia”.

Muchos cazadores de meteoritos lo saben, y se internan a buscar material extraterrestre. En el mercado negro, un kilo de meteorito común puede valer cien dólares, pero un gramo de meteorito lunar se vende en hasta cien mil dólares. También los extraen joyeros, y equipos científicos y museos de todo el mundo para sus colecciones. En Chile, el único museo que tiene una colección es el Museo del Meteorito de San Pedro de Atacama, un emprendimiento en el que los hermanos Rodrigo y Edmundo Martínez —uno biólogo marino, el otro geólogo— tienen una exposición privada de los 3.200 fragmentos de meteoritos que han acumulado durante tres décadas de búsqueda por el desierto. Al principio sólo los vendían, pero luego decidieron conservarlos ya que nadie lo hacía.
Para el Estado chileno son lo mismo que piedras.

***

La geóloga Millarca Valenzuela, de 40 años, abre un pequeño estante y de él va sacando trozos del pasado. Los coloca con cuidado sobre un mesón blanco, en una sala pequeña del Centro de Astro-Ingeniería de la Universidad Católica. Al lado suyo, un astrónomo anciano hace mediciones de radiación. Los meteoritos son llanos y oscuros, consumidos por el fuego espacial, o blancos y terrosos, como corales milenarios de un planeta en donde se hubiera secado el mar. Unos pertenecen a Vaca Muerta y otros a Imilac, dos de los meteoritos más grandes que han caído en el desierto, descubiertos en el siglo XIX por indígenas y pirquineros que pensaban que eran yacimientos de plata. Otro fragmento, la mitad de una piedra gris y brillante, es una aleación de hierro con níquel que muy difícilmente podría generarse en el planeta Tierra.

—Estas piedras son una llave, una piedra de Rosetta para entender cómo se formó el sistema solar —dice la geóloga—. Traen nanodiamantes, cosas que no pertenecen a nuestro sistema sino a las estrellas que arrojaron el polvo del que nos formamos. También trazas de compuestos orgánicos que entraron a la Tierra y generaron atmósfera, océanos, vida. En ellos la tierra está contando una historia, un puzle que te lleva hacia atrás.

De un estante saca una caja de cartón, en la que guarda una roca oscura, del tamaño de un puño. Por afuera parece fundida por fuego, y es mucho más pesada que una roca de este planeta. Se siente como si fuera metal y en realidad lo es: está llena de hierro extraterrestre. Es parte de Los Vientos 014, un meteorito de gran tamaño que se fragmentó como una lluvia de piedras sobre el norte de Chile.

—Esta roca es más vieja que la Tierra. Tiene unos 4.500 millones de años —dice.
Sobre el mesón, la decena de rocas forman un resumen de la historia ignorada de los meteoritos chilenos. Millarca Valenzuela, la única científica que los estudia en el país, los ha ido recopilando durante una década junto al geólogo francés Jérôme Gattacceca, de la Université Aix-Marseille. Excepto estos, los cerca de 800 que han encontrado están en Francia, porque en Chile no existe un repositorio nacional donde guardarlos. Los astrónomos, que en otros países los estudian para interrogar al cielo, en Chile están ocupados con los mejores telescopios del planeta, y los geólogos se enfocan en la minería, el volcanismo y los terremotos.

A mitad de camino entre los dos grupos, la geóloga nacida en Antofagasta es una excepción. Acostumbrada a acompañar a su padre en largas travesías por el desierto, un dentista y militante socialista que pasó su vida atendiendo a los pueblos aimaras de la zona e intentando encontrar a sus amigos desaparecidos, desde niña tuvo una conexión con el cielo del desierto. Incluso hoy, dice, nunca retira una piedra de su lugar sin pedirle permiso a la tierra, según las costumbres aimaras.

–Yo pasé muchas noches en el desierto. Y recuerdo la vastedad, el infinito que se sentía por todos lados. Miraba el cielo y sentía una conexión que se fue haciendo una estructura interna mía. Parábamos en medio de la nada, y esperábamos horas a mi papá que andaba buscando piedras. Yo no sé qué hacía, no sé si cavaba, pero sé que buscaba a sus amigos en el desierto. De alguna forma para mí se fue haciendo natural estar ahí.

***

A veces, un evento extraordinario puede hacer que una persona se dé cuenta de que lo que busca ha estado frente a ella. En la vida de Millarca Valenzuela, ese evento ocurrió la mañana en que tocó la puerta de su oficina en el Sernageomin un inesperado enviado del Vaticano: el astrónomo de la Universidad Católica Alejandro Clocchiatti, que venía llegando al país desde el Observatorio Vaticano, un centro astronómico ubicado en el Palacio de Castel Gandolfo, el refugio veraniego de los Papas. Preocupados desde siempre por lo que Dios pudiera enviar a la Tierra, en él los astrónomos-curas tienen la colección de meteoritos más antigua del planeta. El curador, el sacerdote Guy Consolmagno, le había pedido a Clocchiatti que se pusiera en contacto con la única investigadora chilena en el tema porque le preocupaba la conservación de los meteoritos que caían en el desierto.

Los 800 meteoritos que ha encontrado están en Francia, porque en Chile no existe un repositorio nacional donde guardarlos. Ella está intentando crear uno en la Universidad Católica.

Era el año 2013, y la antofagastina había hecho para su tesis de doctorado el primer estudio de meteoritos chilenos, pero luego había dejado el tema y había buscado trabajo haciendo mapas para el Sernageomin, acobardada ante la idea de crear una área de investigación que ni siquiera existía en el país. Pero ese enviado del Vaticano la hizo cambiar de dirección. Susceptible a los simbolismos, quizás por haber pasado su infancia entre aimaras, lo tomó como una señal: como si los meteoritos la estuvieran llamando para que los protegiera.

—Clocchiatti me dijo: “No puede ser que estés haciendo mapas, si eres la única experta del país en meteoritos” –cuenta Millarca Valenzuela—. Me dijo que encontraban muy importante que Chile se posicionara en el estudio, que hiciera una colección. Con el tiempo me fui transformando en una custodia de los meteoritos.

Antes ya había tenido otras señales. A los 15 años escribió un ensayo sobre el cielo del desierto y ganó un concurso de la Agencia Espacial Europea que la llevó a Alemania y la devolvió aterrada con la idea de estar llamada a ser científica. Era la primera vez que salía del país. Luego ingresó a estudiar Ingeniería en la Universidad de Chile, pero el primer año entró en crisis por la separación de sus padres y por el shock de pasar de una casa cuyo patio era el desierto a una pensión en Santiago, una ciudad, dice, “sin cielo ni infinito”. Decidió congelar. Entonces llegó la señal que la convenció de estudiar Geología y de dedicarse a lo que ella pensaba que hacía su padre: buscar piedras en el desierto. Llevaba una temporada trabajando de guardia junto a los aimaras en la laguna Chaxa, en el salar de Atacama, cuando le pidieron que acompañara a una expedición de astrónomos y geólogos que iban a buscar meteoritos en la zona. Esa primera vez no encontró ninguno, pero entendió, dice, cuál era la llave que conectaba el cielo con el desierto.

—Esos viajes me recordaron los viajes con mi papá, que me enseñaba a sobrevivir poniéndome piedras en la boca para salivar, y otras cosas así —dice—. De pronto yo pensaba: “¿qué es realmente un meteorito?”. Es lo que une el cielo con la tierra. Es un puente. Es astronomía, pero también geología. Es una de las claves de nuestra historia.

Finalmente, la recomendación de los astrónomos del Vaticano la convencería de dedicarse por completo al estudio de los meteoritos. Era el momento de mirar qué se veía desde arriba de ese puente.

***

Uno de los resultados más importantes de su cruzada por los meteoritos ha sido determinar la edad del cráter de Monturaqui, un forado del tamaño del Estadio Nacional generado por el impacto de un meteorito en la precordillera de San Pedro de Atacama que, pese a ser el mejor conservado del continente, apenas es conocido en Chile. Antes se pensaba que podía tener cien mil años, pero su estudio de la radiación sobre el cráter —junto al grupo de la Université Aix-Marseille— demostró que tenía más de 560 mil años, y lo colocó entre los más antiguos de todo el planeta. También demostraron que en el desierto chileno hay más de 150 meteoritos por kilómetro cuadrado, muchos más que en los otros desiertos.

Aunque ha recopilado 800 meteoritos en doce expediciones, sólo ha podido estudiar una fracción de ellos. Sin presupuesto estatal ni colegas que se dediquen al área, buena parte del tiempo ha tenido que destinarlo a hacer charlas a comunidades e intentar formar una cultura que proteja un tema que en el país no tiene ninguna regulación. En los últimos años, otros países que alimentaban el mercado negro de meteoritos han tomado medidas para protegerlos: Argentina los declaró en 2007 bienes de la República y prohibió su comercio, Australia los declaró patrimonio cultural nacional, y Canadá los mantuvo como propiedad de los dueños del terreno en donde caigan, pero prohibió su exportación sin autorización del gobierno. De Chile salen tan fácil como entran.

A ella misma se los han robado luego de alguna de sus expediciones, y ha tenido que ofrecer recompensas y reunirse con los ladrones por su cuenta, porque la policía no los considera objetos de valor. Para intentar torcer el desinterés, el año pasado creó el Grupo de Meteoritos y Ciencias Planetarias, en donde hace clases por su cuenta a veinte estudiantes de Geología de distintas universidades. Su idea es que en el futuro engrosen las filas de un área en la que está sola. También está formando un repositorio nacional en la Universidad Católica, donde hace su posdoctorado en el Instituto Milenio de Astrofísica, pero el futuro del proyecto depende de que le ofrezcan un contrato fijo. Por mientras, junto al astrónomo Andrés Jordán, uno de los más reconocidos del país, están diseñando un proyecto para instalar cámaras cada cien kilómetros por todo el desierto. La idea es que las cámaras triangulen lo que ven y arrojen las coordenadas exactas de cada roca que impacte en el desierto.

Mientras ordena sus meteoritos, y los coloca en cajas que irán a estantes que nadie ve, la geóloga dice que a veces le gustaría poder escapar de esa misión más patrimonial, para dedicarse a lo que más le gusta: estudiar las piedras que caen del cielo, buscar en sus trazas orgánicas alguna señal que diga de dónde caímos nosotros mismos.
—Estos meteoritos pueden aportar información vital, pero no los he podido estudiar, porque he tenido que dedicarme a construir la vía de protección. Me he ido dando cuenta de que un meteorito no es algo valioso por sí mismo, sino porque a alguien le importa. Mi tarea ahora es entregar información para que a la gente le importen y quiera cuidarlos. La mejor forma de proteger algo es cuando sientes que es parte de tu historia.

***

En junio del año pasado, Millarca Valenzuela venía con una maleta llena de meteoritos hacia Chile cuando recibió la noticia de que su padre había muerto en Montevideo. Tuvo que dejar los meteoritos en Francia, y viajar a despedirse del hombre que, antes que ella, también caminaba por el desierto buscando los pedazos de un pasado roto. Dos semanas después, viajó hasta la localidad aimara de Peine, cerca del cráter de Monturaqui, adonde sus padres la llevaban de niña mientras atendían a los indígenas de la zona.

Esa mañana reunió a todo el pueblo en torno al cráter y les explicó que ese forado gigante lo había hecho el cielo. Los aimaras le dijeron que siempre lo habían visto y no sabían lo que era. Entonces los chamanes de la comunidad hicieron un acto simbólico de apropiación y se comprometieron a protegerlo. Ella, que se crió con aimaras y comparte muchas de sus creencias, quiso entrar al cráter y rezar con el resto de la comunidad. Esa mañana pidió por la memoria de su padre.

Relacionados