Stephen Hawking se hizo mundialmente conocido por el enorme impacto de su libro Breve historia del tiempo, y por haber sabido transformarse en un ícono de la ciencia pop. Es sorprendente ver el legado que generó en la teoría científica, pero no más que el trabajo que realizó para alcanzar a la humanidad en su conjunto, llevando la ciencia a un nivel mediático masivo con una energía y una motivación sobrehumanas. Viajes por el mundo, entrevistas constantes y charlas multitudinarias: de eso se trataba el día a día de Stephen Hawking, un hombre enfermo de ELA. El mal que lo afectó desde que era un veinteañero no le impidió maravillarnos con todos los secretos del universo.
Ver a Hawking siempre fue chocante, un hombre enfermo y retorcido en una silla de ruedas aparatosa, que luchaba por comunicarse lentamente a través de un computador. Pero siempre era cosa de tiempo: a medida que aparecían las palabras se abría un mundo nuevo, en donde era posible revelar de forma simple y bella la compleja historia del universo, el secreto origen de los agujeros negros, la teoría de la relatividad o las bases de la teoría cuántica. Hawking también generó muchas polémicas mediáticas, como las emanadas de su libro El gran diseño. Por citar un ejemplo, se atrevió a postular que la física moderna ya había descartado a Dios como creador, y que el Big Bang era la consecuencia natural de las leyes de la física. “Dado que existe una ley como la gravedad, el universo pudo y se creó de la nada”, le dictó entonces a su computador.
Más allá de su larga supervivencia, muchos científicos se han preguntado cómo logró no ser consumido por el peso psicológico de vivir así. Cómo tuvo fuerzas para casarse dos veces y tener tres hijos. “Mantener la mente activa y el sentido del humor”, respondía él.
La agresiva enfermedad que consumía su cerebro, la ELA, afecta en el mundo a una a dos personas por cada cien mil habitantes. Pese a que quienes la padecen rara vez sobreviven más de cinco años, las investigaciones del tema no suelen tener mucho financiamiento ni ser foco de políticas públicas: hay enfermedades mucho más masivas. De cierta forma, el mundo, que vio año a año a Hawking ir perdiendo la movilidad y quedar encerrado cada vez más en su cuerpo, se enteró de que este mal existía gracias a él. Pero su aporte para los enfermos de ELA no quedó ahí: también se transformó en un ejemplo para todos de que era posible sobrellevar la enfermedad, soportando esa cruel carga por más de cincuenta años. Más allá de su inusual y larga supervivencia, muchos científicos se han preguntado cómo logró no ser consumido por el peso psicológico de vivir así. Cómo tuvo fuerzas para casarse dos veces y hasta tener tres hijos. Cinco años atrás, en uno de los tantos documentales sobre su vida, dio parte de su receta: “Mantener la mente activa y el sentido del humor ha sido clave para sobrevivir”. Desde los veintiún años su expectativa de vida había sido igual a cero.
En mi caso, llevo más de una década dedicado mi tiempo a combatir la ELA y a generar terapias experimentales, utilizando modelos animales de estudio. Pero solo hace muy poco que adquirí verdadera conciencia de las dimensiones que esta enfermedad abarca. La mayoría de las personas ven a un paciente con ELA como un enfermo terminal, postrado en una cama, casi en coma. Sin embargo, hay algo que hace distinta esta enfermedad a otras: las mentes permanecen intactas, pues la patología no afecta las capacidades del cerebro. Por lo tanto, no daña nuestra identidad ni lo que somos, como en el caso del alzheimer.
El año pasado, a raíz de la creación de la Corporación ELA Chile, que asiste a pacientes con tratamiento integral, el empresario Jorge Machicao me pidió una reunión para que conversáramos sobre la iniciativa. Jorge tenía una ELA poco avanzada y acepté reunirme en mi laboratorio con él. Cuando llegó lo hizo en una camilla acoplada a un respirador y a un computador, acompañado de dos enfermeras. La idea de enfrentar a un paciente desesperado, en busca de una esperanza a la que aferrarse, me provocó no solo incomodidad, sino miedo. Además, tenía cierta experiencia en eso: cada mes recibo decenas de correos y llamadas de enfermos que se ofrecen como conejillo de indias para probar tratamientos que aún están en etapa de testeo en animales. Superada la incomodidad inicial, comenzamos a conversar a través del computador y en segundos la enfermedad se desvaneció por completo. Fue como una aparición: Jorge surgió con su fuerza, humor e inteligencia, llenando la sala con la convicción aplastante de que podemos ganarle a la ELA y hacer algo por cambiar el curso de las cosas. Ese encuentro fue un cable a tierra que cambió radicalmente mi percepción de la enfermedad. Por primera vez tuve conciencia de que el paciente no está enfermo, simplemente está encerrado en un cuerpo que no responde, pero en el que, a diferencia de un discapacitado que sufre de parálisis luego de un accidente, hay un reloj que corre con una sentencia de muerte inequívoca. Hawking siempre se refirió a su condición con una imagen muy clara. “Estoy atrapado en mi cuerpo, pero soy libre en mi mente”, decía.
El legado de Hawking como divulgador y paciente empoderado seguirá inspirando a muchos. A veces pienso que ambos aspectos de su vida tenían el mismo origen en él, en una especie de filosofía de vida que buscaba romper barreras, salir del micromundo de la física teórica y entregar conocimientos complejos a una sociedad diversa. Ese mismo impulso, me gusta creer, lo llevó a no dejarse morir, ni encerrarse en una habitación, cuando se hizo consciente del peso inevitable con el que tendría que cargar toda su vida. En Chile, más de 600 personas viven con ELA en el más completo desamparo, sin la suerte ni fuerza de Hawking, desprovistos de los cuidados multidisciplinarios que requiere la enfermedad. Hawking nos enseñó que podemos ayudar a los pacientes a vivir con dignidad, pese al duro destino con el que cargan.