Por Alberto Fuguet* Octubre 3, 2009

1. Sucedió así, de casualidad, sin planearlo. No estaba al tanto. O lo estaba, pero este dato -este conocimiento, como diría Dan Brown- estaba muy, muy escondido en mi inconsciente. Cuando el 15 de septiembre, transpirado por la humedad de la zona semiurbana de Raleigh-Durham-Chapel Hill, North Carolina, ingresé al frío acondicionado de una inmensa librería Barnes and Noble, no sabía que ese 15 de septiembre era el día que Dan Brown contraatacaba.

¿En qué mundo vivo? Y eso que me siento parte del mundo literario. ¿O es que Dan Brown no es del mundillo? ¿Lo soy yo acaso?

Mi misión era clara y nada tenía que ver con El símbolo perdido (como se llamará el libro en español y que llegará sospechosamente rápido y traducido vía Planeta, que desembolsó no poco para tenerlo, entre otras partes, en la próxima Feria del Libro de Santiago, donde seguro arrasará o intentará hacerlo). Tenía sólo 45 minutos para dar con los libros que buscaba. Andaba con sus nombres anotados en una libretita. Dan Brown no figuraba en ella. De un tiempo a esta parte, quizás de esnob, de arrogante, de elitista, no leo ni premios Nobel ni novelas que siempre debutan en el número uno ni autores que arman sagas o cuyos nombres siempre están escritos con el mismo font o cuya cara fotoshopeada es la base de la campaña de marketing.

El local parecía estación de metro post Transantiago a las 19 horas. ¿Qué hacía yo ahí? Por un momento, me sentí un espía. Esta era la fiesta Brown y yo ni había visto las dos películas de Tom Hanks. Estaba ahí de paso, de regreso de la Universidad de Duke donde estaba dando una charla acerca de losers y perdidos. Era una parada rápida rumbo al aeropuerto para tomar un avión a Miami donde conectaría a Santiago.

Me fui directo a ficción. Casi todo lo que realmente quería no estaba. Amables, como siempre, unos jubilados con poleras-con-cuello verde me ofrecieron encargarme los libros: la biografía de Richard Yates, la autobiografía del hijo de Kurt Vonnegut, un par de novelas negras de Jim Thompson.

Lo que sí había era Dan Brown.

The new Dan Brown.

Hoy era el día que tantos millones de lectores (menos yo) estaban esperando. Afiches, displays y miles y miles de ladrillos color dorado, con el Capitolio de los Estados Unidos como ícono en la portada, la misma tipografía y estética de esa novela/novelilla/pasquín/monstruo/blockbuster/thriller llamado El Código Da Vinci. Para los que ingresaban a la librería, el descuento del 30% no era menor. Para los que tenían una tarjeta de socios de la megalibrería, el ahorro era más de 47%, llegando a US$ 16.07 por la voluminosa y nada liviana novela. ¿O quizás es mejor tildarla de libro no más?

La fila es larga, me quedan pocos minutos, debo llegar al aeropuerto. En esta fila casi todos son hombres y parecen ser los inspiradores de los dibujos de Family Guy. Buena parte, además, son blancos y algo fofos y tienen esa cara de "nada/buena persona" que posee el propio hombre  responsable de esta verdadera locura controlada que es la librería en este 15 de septiembre, el día que Dan Brown lanza al mercado anglo The Lost Symbol, la novela que intentará -dudo que lo ogre- superar el ya célebre e infame, adorado y despreciado Código Da Vinci. Todos en la fila tienen un ejemplar, algunos dos. Yo tengo un par de Philip Roth antiguos que tapo con un ejemplar de The New Yorker.

Por algún motivo me siento mal.

Observado.

Mirado en menos.

Y, de pronto, me siento ansioso, acaso triste, confundido. ¿Por qué todos fueron invitados a la fiesta y yo no? Saco un ejemplar. Pesa más de lo que creo.

-Otro más- me dice la dependiente, sonriendo, con frenillos.

-¿Ha vendido bien?- le pregunto.

-No ha parado de vender. Creo que vamos a vender un millón hoy en todo el país. Eso pronostica USA Today. Yo ya voy en la página 40. Le leí durante el break. El Código Da Vinci es un clásico.

-Nunca lo he leído.

-¿De verdad?

-De verdad.

Dan Brown para principiantes

2.En el avión rumbo a Miami empiezo a leer el libro. Pesa. Pero parte rápido y se lee rápido. Es, como dicen, un page-turner. No puedes parar de leer. A veces quieres saltarte algunas páginas. Yo pronto capté que me gustaban más los capítulos de dos páginas; aquellos que tenían más de cinco, me parecen un exceso. Cada capítulo termina en alto, como un mal programa de televisión antes de ir a comerciales (de hecho, me llamó la atención que el libro no tuviera placements o avisos; es más, para ser tan popular sorprende una suerte de ascetismo casi bressoniano. A lo más, Brown deja que sus personajes usen iPhones, BlackBerries y muelan, en casa, café de Sumatra, pero eso es más o menos todo el brand-dropping o citas de marcas o cosas a-la-moda).

Al toparme con un capítulo largo (ya llevo cien páginas y estoy empezando a no creer todo esto que me hacen querer que crea, o quizás él tampoco se la crea, pero no sé… tampoco hay humor aquí), decido ir al baño y de pronto siento que estoy en el epítome del no-lugar: todos (bueno, muchos) en el avión están leyendo el mismo libro.

Siento que estoy en un libro de Dan Brown. Hay algo raro, extraño, de conspiración. Me alegro de ser uno de ellos y no estar leyendo a Richard Yates.

3. Un café en Santiago. Frío y mucho humo. Lugar de encuentro de gente de mi editorial. Les cuento que estoy leyendo a Dan Brown. Les pregunto si lo han leído. Me dicen que no. Ninguno de los tres libros (ninguno de los cinco, en rigor, porque Brown tiene dos más que no tienen de protagonista a Langdon, quizás uno de los peores y más aburridos e insulsos héroes-de-no-acción, aunque siempre está en el lugar justo en el momento justo).

Me preguntan: ¿tú lo habías leído?

-Claro que no.

Hago más averiguaciones entre la gente que conozco. Gente que lee o que, incluso, tiende a estar al día con las novedades.

Un amigo es brutal:

-Ni cagando.

Otro amigo, meses antes, me había dicho si me parecía mal que él quisiera leer el nuevo de Dan Brown.

Está claro que el mundo literario-cultural no considera que Brown es parte de "ese mundo" y miran para el lado mientras premian y estudian aquellos libros que no son leídos y que no se entienden. Ambas son posiciones extremas. Y Brown es extremo. Y es Dios. Quizás porque no te pide nada y algo te da a cambio. Brown es la Isabel Allende masculino y, mientras lo leía, pensé que este libro le podría gustar, no sé, a Sebastián Piñera: no hay riesgo de sentir emoción, de reconocerse en sus falencias, y está la posibilidad de viajar y de ir más allá de lo que dejan los guías en los museos (catacumbas, pasillos secretos y mal iluminados). Son libros históricos (gran tema para el escaso público lector masculino), pero también son contemporáneos. Y, en una era en que lo porno es chic, es sorprendentemente casto (la erudición es el nuevo erotismo).

Siempre me había llamado la atención eso de que tildaran a ciertos autores como "escritores de aeropuerto". En ese avión entendí el verdadero sentido del concepto. El avión avanza recto. El libro también.

Y cuando aterrizas, sigues siendo el mismo: sólo estás más cansado  y te duele un poco la espalda.

4. Bajé y vi las dos películas ensambladas por Ron Howard, con Tom Hanks como Langdon. Me gustó más Ángeles y demonios. Pienso: Hanks es un genio o un pelmazo. Su no-interpretación y su no-nada es, quizás, la única manera de captar un no-personaje de manera brillante. Langdon se dedica a correr y resuelve cosas claves, importantes, trascendentales pero nada más: no ha resuelto nada de sí mismo porque en rigor no existe, por lo tanto ¿qué puede resolver?

Langdon es el hijo de todos los columnistas de autoayuda: alguien que se encontró y no encontró nada. Quizás por eso es un héroe. Más allá de una fobia entendible (cayó a un pozo ciego de niño), ha superado todos sus miedos, ansias, deseos. Ahora existe no más y cumple. Está para servir a los demás. Langdon es un solterón cuyas únicas pulsaciones son académicas y que vive en el ahora, pero que está más interesado en el pasado y en el futuro. Es una suerte de Indiana Jones sin látigo y afeitado, un niño-mateo símbolo del tipo que no vive-no siente-no vive, pero que sabe.  Sabe mucho, demasiado. Sabe todo aquello que no hay que saber.

Dan Brown para principiantes

5. Circulo por algunas librerías de Providencia. Algunas ya venden el libro, en inglés, por cerca de US$ 50. No han parado de vender. Todos esperan octubre. Un pirata en una vereda me promete que dos días después del lanzamiento oficial "lo tendré, caserito".

Leo atrasado una columna de Álvaro Matus en La Tercera que me ilumina. Básicamente resume por qué los bestsellers (ya todos sabemos lo que es uno, y nada tiene que ver con algo que vende bien) son tratados y criticados de otra manera. De hecho, The Lost Symbol no ha sido destrozado como quizás debería serlo. Pero claro: ¿qué se puede destrozar cuando el villano principal es un musculoso eunuco depilado y tatuado de pies a cabeza que le gusta enviar manos decapitadas como regalo?

En una cinta de porno-terror, eso quizás podría funcionar. El buen cine de género tiene puesta en escena, atmósfera, montaje; es más, hay gran cine de terror porque, entre otras cosas, el cine exige -antes que todo- movimiento, narrar con imágenes, ser capaz de observar lo que sea. Brown tiene ideas (Dios, demasiadas), muchas son sacadas de Wikipedia y su paseo por Washington D.C. (¿por qué siempre todo ocurre en una noche?) tiene algo de un ser que se obsesionó con Google Maps. Al no tener prosa, al no tener mundo interior, el libro es como un mal guión de una mediocre película que, quizás, arriba de un avión puede funcionar. Porque The Lost Symbol no es asesinable, sólo dan ganas a veces de asesinar a Dan Brown por salirse con la suya.

El libro cansa, fatiga y tiene momentos intolerables, por lo que Brown debería ir a juicio. Una escena en que sucede algo tremendo y que hizo que me levantara del sofá se resolvió, páginas más tarde, en una resolución tipo Scooby-Doo que me pareció una falta de respeto y que, por cierto, sonó a una decisión comercial, porque matar a alguien clave es una decisión poco afortunada si se desea seguir estrujando la fórmula.

Buena parte de la crítica norteamericana siguió el juego y celebró, como siempre, más el fenómeno que el hecho. Algunos señalaron que no todo calza, pero que a la larga cumple. Cuenta una historia y sorprende (sí, diría que sí, pero eso también lo hacen las teleseries). El libro no merece análisis (códigos, secuestros, ciencia ficción, masones, pirámides, tanques de agua con aire oxigenado, un final kitsch con salida de sol), pero el hecho que tanta gente enganche, sí lo merece.

Dan Brown tiene ideas (Dios, demasiadas), muchas son sacadas de Wikipedia y su paseo por Washington D.C. muestra una obsesión con Google Maps. The Lost Symbol no es asesinable, sólo dan ganas a veces de asesinar a Brown por salirse con la suya.

Y aquí estoy escribiendo esto. Leí todo. Una novela y dos películas de más de dos horas cada una. De la novela (libro) no subrayé nada, excepto rayar signos de exclamación (¡basta!). Se lee relativamente rápido (son 509 páginas) y a pesar de que se aprende algo (algo que debe, a su vez, verificarse en la web, lo que hace que el libro sea algo así como interactivamente-geek), lo terminé con una sensación de estafa. No de enojo. Brown no intenta hacer arte y, más allá de que quizás tenga un fetichismo por la carne, la sangre y los cuchillos (mutilaciones, automutilaciones, cuerpos intervenidos y azotados), no creo que quiera hacernos creer del todo que esto es verdad. Agota su obsesión por el misticismo y cierta moral new-age (religión para dummies) y esa cosa adolescente de clubes cerrados y creer que detrás de todo hay una conspiración. Su grave error en The Lost Symbol es creer que Washington D.C. es una ciudad mística, cuando no es más que un nido de ratas donde nadie cree ni en sí mismo.

Quizás por todo eso, todas sus novelas ocurren en una noche (¿en una de desvelo?). Quizás ahí está el secreto que Dan Brown nos envía: no me crean, sólo disfruten y luego viajen, vayan a Roma, a París, a Washington. Investiguen: sean ustedes su propio Robert Langdon. ¿De verdad creen que soy tan mal escritor? ¿Creen que soy tonto? No, sé lo que hago: thrillers para que ustedes los terminen. En ese sentido soy-casi-un artista. Chanta, pero artista. Si el verdadero arte es aquel que el receptor completa, Brown capaz que sea uno. Y después de leer alguna literatura regional de moda hay que reconocerle su lado zen: casi nunca se equivoca al tratar de adjetivar de más o al internarse en la mente de sus protagonistas de cartón.

¿Para qué pintar y decorar una casa si vamos a estar tan poco en ella?

No tengo claro lo que es literatura. Pero una cosa sí tengo clara: The Lost Symbol no lo es. Lo que no implica que sea basura. Quizás sea gran basura. O un gran producto. Pero por algo será. Algo capta. Algo que, confieso, es misterioso, tan misterioso como que Dan Brown sea el hombre que mejor ha captado, a nivel popular, nuestro inconsciente colectivo. Ochenta y dos y quizás ochenta y tres millones de lectores quizás tengan la razón. Una cosa es cierta y no hay que ser Robert Langdon para resolverla: aún hay muchos misterios en el mundo, pero éstos no pasan por si los masones poderosos toman sangre sino por qué Dan Brown fue capaz de ver y darle al resto lo que estaban esperando.

*Escritor, periodista y cineasta.

Relacionados