En los minutos finales, cuando está a punto de terminar Capitalism: A love story, la última película de Michael Moore, el mismo rechoncho director de cine que jamás se quita la gorra de beisball corre envolviendo un par de bancos de Wall Street con una de esas cintas amarillas que dicen "Crime Scene Do Not Cross". Moore, quien hace ya varios años consagró el género del documental-performance con la película Fahrenheit 9/11, acaba de volver a los cines gringos para contar, esta vez, la historia de Estados Unidos y de su viejo y endémico romance con el capitalismo.
Un romance, como ya sospecharán, que termina con la cinematográfica cinta amarilla.
De entrada y cuando se cumplen veinte años de la caída del Muro de Berlín, venir a encender alarmas -o hacer alharacas- sobre el capitalismo tiene el riesgo de sonar añejo y oler a naftalina. En cualquier caso, durante los 127 minutos de la película serán pocos los dogmas económicos que entrarán en escena. Estrictamente el documental de Moore se trata de tipos de traje y corbata que, hace poco más de un año, dejaban sus oficinas llevando grandes cajas de cartón entre las manos y dando por inaugurada la temporada de pánico financiero. Escenas, por cierto, que los noticieros del mundo repitieron hasta el cansancio y que seguramente pasarán a la historia de la cultura pop y del alarmismo global. Así que el capitalismo de Moore, bien visto, será un capitalismo con iPhone.
Entonces, como siuera un descubrimiento de la era Bush, el espectador no puede dejar de imaginarse a Moore, a la hora de las noticias, frotándose las manos frente a la tele y encontrándose de golpe con este extraño bicho económico.
Porque Michael Moore, el católico de Michigan que ha hecho de apuntar con el dedo un deporte muy rentable, mientras veía cómo temblaba Wall Street seguramente ya sabía que tenía frente a sus ojos una nueva película.
Hasta el momento, el prontuario de Moore era relativamente homogéneo. En sus historias los villanos solían tener una cara, una dirección postal y muy mal humor. Eran tipos, digamos, con un rostro reconocible, que uno podía recortar de los diarios para jugar a los dardos. Roger Smith, el gerente de General Motors, en Roger & Me; Charlton Heston y los fans del rifle en Bowling for Columbine; George W. Bush en Fahrenheit 9/11; y en menor medida los laboratorios farmacéuticos y las compañías aseguradoras en Sicko. Pues bien, ahora a no ser que Adam Smith y su "mano invisible" pongan la cara -cosa que no hicieron-, el enemigo de Moore pasa a ser tan transparente como la misma idea del libre intercambio de bienes.
El asunto es que la falta de rostro, la presencia prácticamente infinita -ubicua- de las lógicas del capitalismo, a Moore le pasa la cuenta.
Esta vez, el ganador de una Palma de Oro en Cannes no sabe hacia dónde filmar. O a quién poner frente a su cámara y dar por iniciado el circo romano.
De hecho, a ratos pareciera como si Moore olvidara que el capitalismo más que un sistema financiero también es una forma de pensar. Un chip de compra y venta que los estadounidenses tienen incorporado desde hace generaciones y que ni él mismo, la última estrella de la contracultura de exportación, puede obviar.
Paradójicamente el argumento de Moore para dejar atrás el capitalismo en su versión estadounidense es que es un mal negocio. Que puede ser mejor de otra forma. Pero eso da igual porque lo que finalmente queda cuando termina la película -a estas alturas ya sospecharán que es la peor del autor de la genial serie The Awful Truth- es la extraña sensación de un conjunto vacío. Es decir, no hubo argumentos ni ideas sino un bombardeo de casos horrendos -policías desalojando a las víctimas directas de la crisis subprime y abandonándolas en la calle, sindicatos tomándose heroicamente una empresa en quiebra para exigir que les paguen los sueldos-, pero poco más allá de eso.
La revista británica The Economist, por cierto, hace unas semanas se dio un festín capitalista burlándose abiertamente de la película y acusándola de retratar un mundo en blanco y negro en donde sólo existen los yuppies de Wall Street y los obreros de Detroit sin hacer, por supuesto, algún tipo de matiz. De hecho, y para dejar las cosas claras de entrada, ya el título de la publicación inglesa se refiere a Moore como "el falso profeta".
Pero el problema -y acá no vamos a defender a nadie y mucho menos a Wall Street- es que Capitalism: A love story grita escandalosamente cuando no es necesario. O respecto a temas que hacen dudar de si Moore no será demasiado gringo para entender el asunto. En castellano: casi en la mitad de la cinta, por ejemplo, Moore entrevista a un par de sacerdotes católicos que dicen que la lógica del capitalismo, a ojos de la Iglesia, es malvada. Y a Moore, el estadounidense con más pinta de canadiense del planeta, se le abren los ojos y descubre, ahí, en una iglesia, lo que para él parece una mina de oro. O un pozo petrolero sobre el que Benedicto XVI -y una larga fila de curas- ya ha hablado bastante.
Aunque, viendo el asunto en retrospectiva, uno a Moore no le debiera pedir rigor ni seriedad, sino valentía, ideas efectivas -acaso efectistas- y puntudas. Pero después de pasar dos horas frente a la pantalla, sólo queda una gran sensación de déjà vu y de un tipo que, como todos, puede ser tremendamente entretenido o aburrido.