Por Patricio Jara, periodista y escritor Enero 9, 2010

Sandro sobre el escenario vestido con un casco de soldado. Una secuencia de sonidos pregrabados recrea un feroz campo de batalla. El cantante se pasea por el escenario hasta que dice: "…y un día llegó el final y entonces el retorno. Con la amarga alegría de volver derrotados pero vivos. Lo mejor hubiera sido no volver nunca, porque volvieron siendo la mitad de los que eran cuando se fueron. Y hay otros que no regresaron jamás. Pero cuidado, que esos chicos no están muertos, eh. No, no. Están vivos como vos, como vos y como yo".

Es junio de 1987. Han pasado cinco años del fin de la guerra de las Malvinas. Terminado el espectáculo, la prensa quiere saber por qué el cantante ha hecho lo que hizo. Sandro, o más bien Roberto Sánchez, contesta que la música también sirve para decir cosas como ésta, cosas que a veces molestan, como pasa con el rock. Porque si a Sandro hemos de llamarlo rockero no sólo es por su premeditado sentido de lo estrambótico y del exceso; no únicamente por las contorsiones cargadas de megavatios sobre el escenario, también por decir "no nos tiren flores a nosotros los artistas ni a los deportistas, llévenselas a ese monumento que acaban de inaugurar para los chicos".

Sandro no está, a diferencia de Camilo Sesto, para comprender a la mujer. Sandro vino a sacar la fusta. El macho latino que prefiere pedir perdón antes que pedir permiso.

Sandro, el cantante que escuchaban los papás; del que había discos en la casa que ya no teníamos dónde tocar porque ahora se usaban casetes; el que se parecía a algún tío (por las patillas, por los lentes, por los zapatos con taco). El rock de "Los de Fuego", su banda originaria, y la capacidad de su música para entenderse con las generaciones más jóvenes; el diálogo a través de homenajes, de los llamados discos de covers, dentro de los cuales Tributo a Sandro. Un disco de rock es, sin temor a exageraciones, el encuentro entre dos mundos.

A Sandro me lo pegó mi mujer. Un día dijo "escucha" y comenzó a sonar la versión que Divididos hizo de "Tengo". Fue un puñetazo en el pecho. Luego vino "Dame el fuego de tu amor", de Attaque 77, y remató con "Mi amigo el Puma", según Molotov: un cover delirante, potente, cómico hasta lo ridículo, pero que lograba lo que toda canción se propone: resistir el paso de los años y que los demás se apropien de ella. Lo mismo podría pasar hoy con la discografía de Raphael, aquel otro monstruo con quien Sandro nunca compitió, salvo en la oportunidad de aspirar a una nueva vida a través de los trasplantes.

Sandro

Hoy quieren convencernos de que rock y pop son lo mismo. Con algunos podrá resultar, pero no con Sandro de América. El rock va de frente hasta chocar, salpica, se agita y hace perder la compostura de la manera que él la perdía en el escenario, cuando saltaba como endemoniado en la época en que los micrófonos tenían cable y muchos pensaban que podía estrangularse si no lo detenían. Y después fue que por ese mismo cable iba un ventarrón de oxígeno para mantenerlo de pie, tal como les ha ocurrido a Lemmy Kilmister, de Motörhead, y a Ozzy Osbourne.

Y ahí estaba Sandro, el cabrón de voz ronca enfundado en su bata de seda tras el concierto, el causante del alboroto de aquella turba que lo perseguía con la misma lealtad con que hoy otros acompañan a La Renga, a Chancho en Piedra, o incluso a Slayer. Porque si con el pop el público baila moviendo los hombros, haciendo un vaivén con las manos, con el rock nos vamos hacia delante sin importar caer al suelo o, en su caso, ponerse en riesgo trabajando con músicos más jóvenes, como Charly García y Pedro Aznar, con quienes colaboró en el disco Tango 4. Sandro fue invitado a grabar una versión del grupo uruguayo Los Shakers y él aceptó gustoso. El tema se llamaba "Rompan todo". Literalmente.

Sombra de Sandro

Sandro y su reflejo en el incomparable Enrique Bunbury en la época de los Héroes del Silencio, la banda de hard rock más grande que ha dado España. Sandro en las carátulas de sus vinilos, diciendo tal como lo hizo a Cecilia Rovaretti hace unos años: "El rock soy yo". Sandro espectacular (CBS, 1971): vestido en cuero negro, de brazos cruzados y de fondo un rojo inflamable, como si saliera del infierno. Podría haber sido el nuevo integrante de Judas Priest.

En una escena musical saturada de chicos dóciles cantando con guitarras de palo y muchachitas con pianola, la música del Gitano se siente como un huracán. Porque lo que Sandro representa -y quizás eso explique la existencia de su legión de "nenas"- es la virilidad en estado puro, lo más lejano del hombre-niño-sensible. Sandro no está, a diferencia de Camilo Sesto, para comprender a la mujer. Sandro vino a sacar la fusta. El macho latino que prefiere pedir perdón antes que pedir permiso. No por nada en el disco tributo no hay gente como Gustavo Cerati o Beto Cuevas.

Hoy quieren convencernos de que rock y pop son lo mismo. Con algunos podrá resultar, pero no con Sandro de América. El rock va de frente hasta hacer perder la compostura de la manera que él la perdía en el escenario.

Así va Sandro por la historia, con sus discos sonando a pesar de su ausencia, cuando en 1998 se recluyera en su casa, tal como los libros de Salinger se siguen leyendo luego de que el escritor decidió alejarse de todo y de todos a comienzos de la década del 60.

Lo que hoy para cualquier músico o escritor sería, en términos artísticos y comerciales, un suicidio, para ellos, sin embargo, constituyó su primer desafío a la muerte, su primera temporada en el abismo; y ambos lograron volver ilesos, acaso fortalecidos en su leyenda.

Sandro

"Tal vez ver a Sandro sea como estar frente a un hermoso paisaje que durante años permanece expuesto al desgaste del tiempo, al rigor de los fríos, las lluvias, a la erosión de los vientos", apunta su biógrafo Darío Suárez en el epílogo de Sandro. El ídolo. "Vendrán veranos que derretirán las nieves y dejarán paso al otoño. Las cumbres se volverán a cubrir. Pese a todo, el paisaje seguirá estando allí, inamovible ocupando su lugar".

Así va Sandro por la historia, con sus discos sonando a pesar de su ausencia, cuando en 1998 se recluyera en su casa, tal como los libros de Salinger se siguen leyendo luego de que el escritor decidió alejarse de todo y de todos a comienzos de la década del 60.

En su medio centenar de discos, en los homenajes que vendrán, en las películas que Chilevisión dio los domingos a la hora en que se hace la cama, en el esfuerzo de los imitadores callejeros que poblarán las calles de Buenos Aires, en los circuitos turísticos de este verano, en el llanto destemplado de sus fans, la figura de Sandro seguirá creciendo como parte del decorado, como fondo del escenario donde el destello de su histrionismo borra la frontera entre lo que fue verdad y lo que fue parte del show. Aunque ahora, con su imagen transformada en una sombra interminable, poco importa averiguarlo.

* Periodista y escritor, autor de Quemar un pueblo

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