Por Patricio Jara, periodista y escritor Enero 16, 2010

No soy tan fanático de Metallica. De igual a igual, prefiero a Slayer, más directo y al hueso, con letras más frontales, más velocidad, más hereje y con un vocalista como nuestro chilenísimo Tom Araya. De hecho, habría querido que vinieran ellos, con su espléndido nuevo disco, World painted blood. Sin embargo, y pese a que en que el mundo del rock o estás con Slayer o con Metallica -desconfía de cualquiera que los ame 50/50-, soy de los que irán al concierto porque, después de mucho tiempo, uno termina aprendiendo a valorar la trayectoria, a reconocer, lejos de esa intransigencia adolescente que nos hace dividir el mundo por colores, que en aquellos álbumes que uno alguna vez encontró suaves hay música bien hecha.

Es más, nunca tuve un disco de Metallica sino hasta hace tres años, cuando de pronto, como quien un día mira a la vecina con otros ojos, quise volver a escuchar dos de las canciones que todo hombre debe oír al menos una vez en su vida: "Master of puppets" y "Creeping death"; un par de temas que logran lo mismo que un bidón de bebida energética. Quiero pensar que el "Chino" Ríos, fan declarado de Metallica, en su juventud entrenaba con estas canciones de fondo, pues si hubiera escuchando a Oasis no habría llegado a ninguna parte.

Convengamos, sí, que Metallica ya no es la misma banda de Kill 'em all, su álbum debut de 1983, con el que definió el thrash metal, ese sonido con que para muchos el rock se hizo insoportable. A través de los años, la velocidad implacable derivó en estructuras más amistosas, con el consiguiente interés de un público menos radical.

Metallica ha forjado su sello gracias a una estética reconocible, lo que no es un detalle si se considera la importancia que para el género tiene la explotación de una imaginería apocalíptica bastante infantil: mucha calavera, mucho diablo y mucha penumbra. Pero los californianos nunca la han necesitado. Por lo mismo, no extraña que en su primera visita al país, en 1993, congregaran a 15 mil personas; luego, en la segunda, en 1999, pasarían las 20 mil y ahora, a más de diez días de su próximo concierto, llevan 40 mil tickets vendidos.

De allí, entonces, que el pánico de las autoridades por la seguridad del Club Hípico haya sido un poco exagerado. Metallica no es una banda peligrosa, ya no. Quizás nunca lo fue, pues sus máximos conflictos siempre estuvieron entre ellos mismos o con quienes descargaban su música sin pagar a través de Napster. Metallica no ha dado las peleas de, por ejemplo, Rage Against the Machine, Ministry o Marilyn Manson: contra el sistema neoliberal, contra Bush padre e hijo y contra la gente bonita.

El diablo es magnífico

Pero lo mejor es el tipo de polémica que levantó el show del próximo 26 de enero, pues se discutió por un asunto objetivo: la seguridad y no por los delirios medievales de algún párroco llamado a encabezar la batalla contra el mal. En eso, al menos, hemos progresado: hoy no se especula si las canciones tienen o no letras diabólicas, como se hizo con Iron Maiden en 1992, cuando Chile protagonizó un ridículo planetario luego de que las autoridades y la Iglesia Católica sabotearan su concierto en la Estación Mapocho.

Aquélla fue la prueba más fehaciente de que a ninguna forma de poder, por más democrática que se anuncie, le hace gracia el rock extremo. Ni siquiera a los paladines del medioambiente como Al Gore y Tipper, su mujer, quienes en los 80 llevaron a los tribunales al mismísimo Dee Snider, vocalista de Twisted Sister por ser mala influencia para la juventud. Sí, el de We're Not Gonna Take It y I Wanna Rock fue tratado como en una corte de Hamburgo en 1535.

Después de Brasil, Chile es la mejor plaza sudamericana para el rock duro; y para uno bastante más duro que Metallica. Cada año nos visitan al menos una decena de bandas de renombre dentro del underground mundial. Es decir, grupos que no aparecerán jamás en los diarios ni los tocarán en las radios, pero que son capaces de llenar el Caupolicán, el Víctor Jara o el teatro Novedades.

Las comunidades demuestran cuánto han evolucionado a medida que pierden el miedo a manifestaciones culturales marginales. Por eso, lo único que se consiguió con el sabotaje a Iron Maiden fue generar las condiciones para que, 16 años después, en 2008, los ingleses llevaran 30 mil personas a la pista atlética del Nacional y, al año siguiente, más de 55 mil al Club Hípico. Además, la misma prensa que en 1992 azuzó el escándalo ahora se sumaba como patrocinadora del show.

No olvido ese momento: viajé 1.300 kilómetros para un concierto que no se hizo; junté cada chaucha para ese pasaje y para la entrada; falté a clases en la universidad, dormí en un terminal de buses y regresé derrotado, seco, como los cientos de lápices Bic que cuando niño gasté intentando dibujar en los cuadernos las carátulas de sus discos.

Somos muchos los que siempre recordaremos lo que pasó esa vez. Tantos como los que de pronto nos encontramos dando explicaciones de por qué nos gusta el metal. Amigos, vecinos, alumnos, editores y hasta conserjes de pronto deciden que, si eres profesor o escritor, la música que tú debes escuchar es, por ejemplo, el jazz. O al revés: vas a una de las infernales disquerías del Eurocentro y el dueño de la tienda de pronto dice: "Oye, ¿tú eres el que escribió un libro sobre Prat? ¿Por qué?".

(Por la épica, Prat habría sido fan de Iron Maiden. "The trooper", "Rime of the ancient mariner"... eso es Prat).

Pese a todo, después de Brasil, Chile es la mejor plaza sudamericana para el rock duro; y para uno bastante más duro que Metallica. Cada año nos visita al menos una decena de bandas de renombre dentro del underground mundial. Es decir, grupos que no aparecerán jamás en los diarios ni los tocarán en las radios, pero que son capaces de llenar el Caupolicán, el Víctor Jara o el teatro Novedades. Mil o dos mil personas que son la muestra de que hay otras aguas pasando bajo el mismo puente. Además, hay muchos, quizás cientos, que no irán al show de Metallica no porque la entrada sea pornográficamente cara, sino porque ya no es la misma banda de antes.

Otros, en cambio, harán el esfuerzo y van no precisamente por ellos, sino por sus hijos que se lo han pedido. Y habrá decenas, pues el gusto por el rock se hereda, es inevitable que así sea; es, en más de un caso, un gusto familiar, un ejemplo y un modo de educarse.

Metallica

En Chile existe una tradición de casi treinta años. Hay al menos tres generaciones y una memoria colectiva formada en los últimos años de la dictadura, cuando en 1987 se organizaron los primeros conciertos masivos. (Masivo = mil personas). Además, hubo pocos movimientos urbanos o culturales que recibieron tan fuerte la mano de la represión callejera y la estigmatización de los medios como el metal. El punto de inflexión llegó el día en que Necrosis, entonces una de las bandas más populares del país, se presentó en vivo en Sábados Gigantes. Como era de esperar, Don Francisco se dio un festín haciendo toda clase de mofas tan propias de su intolerancia furtiva.

De aquella tarde de 1988 sólo quedaron las muecas del animador y los músicos nacionales pagando por su ingenuidad. Poco y nada se dijo de esos chicos que serían la primera banda chilena en su género en publicar un álbum -con un prestigioso sello brasileño- y la primera en tocar fuera del país.

A diferencia de Argentina, donde hay mayor sensibilidad por el rock and roll más clásico, a los chilenos nos viene bien el fuerte sentido de la estructura y la disciplina que hay en el metal; y aunque haya muchos que no se atrevan a decir públicamente que cuando jóvenes escuchaban a Kiss o que tuvieron camisetas de Ozzy, hay un enorme grupo de ciudadanos que no necesita anunciar con vestimentas ni con el largo del pelo que lo suyo son los sonidos más duros. Ésos también irán al Club Hípico.

Hoy escuchar a Metallica o, por el contrario, ir a un concierto de los suecos Entombed que, como mucho, llevan 500 personas al bar Rock & Guitarras, es cualquier cosa menos un signo de disfuncionalidad. Lo disfuncional es que escuches música, que te guste toda la música y no pase nada, que no sientas nada.

Conozco a varios médicos, ingenieros y arquitectos para quienes esto de ir a un megaconcierto de rock es un asunto familiar, de fidelidad inquebrantable. Porque si la música no es nada más ni nada menos que una señal de identidad, bien por esos adolescentes que alguna vez necesitaron un poco de metal como quien usó crema para las espinillas, pero mejor por los que lo eligieron y lo han conservado para toda su vida. Ellos saben que ver en la calle a una chiquilla con una camiseta de Slayer o de Metallica es tener la seguridad de que no aceptará dulces de extraños.

* Periodista y escritor, autor de Quemar un pueblo

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