Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Abril 9, 2010

Era Marx el que decía: "La historia se repite, la primera vez como tragedia; la segunda como farsa". Por supuesto, la frase da para más. La historia también vuelve de otros modos.  A veces como lección escolar; o se disfraza de literatura; o se hace culebrón. En medio de eso, cualquier épica se trastorna, la memoria se licua y los héroes y las efemérides se convierten en lugares comunes, en clichés narrativos, en caricaturas interpretadas -si hay suerte- por actores de moda.

Por supuesto, anoto todo esto después de ver Martín Rivas y Manuel Rodríguez, las flamantes teleseries históricas y vespertinas de TVN y Chilevisión. No es que haya mucho que decir: ambas confirman que, desde hace un rato, las telenovelas de la tarde vienen flaqueando, no brillan, ni convencen a nadie. Esta vez no es la excepción. Si hay que juzgar los esfuerzos de nuestros canales para estar a la altura del Bicentenario con sus ficciones diarias, parece que quedan en deuda.

Ambas se parecen demasiado; mal que mal, tienen la sombra del viejo Alberto Blest Gana tras de sí y el espíritu de Vicente Sabatini en la producción, ya sea directamente o como un trauma. Las dos hacen suyo el esfuerzo extenuante de recrear el pasado con los decorados precarios del presente. Por supuesto, hay algunas diferencias.

Manuel Rodríguez, envuelta como está en ese halo luminoso -que bien parece sacado de una vieja edición de Penthouse, como me dijo alguien-, es más torcida y veloz. Eso permite que se interne en la intriga con mayor eficacia al inventarse una vida colonial que tiene algo de perversión ilustrada y de idiotez barroca.

Martín Rivas, en cambio, luce demasiado despojada para ser creíble, como si la cara inocentona de Diego Muñoz -que alguna vez fue el candidato a ser nuestro Lebowski, por los primeros minutos de comedia marihuanera de "Malta con huevo"- no pudiera dar con el matiz acomodaticio, silencioso, hambriento o mediocre que el héroe de Blest Gana tenía en la novela.

En ambos casos, cualquier ambigüedad está ausente. No hay rabia, ni misterios, ni secretos. Ni riesgo o densidad. Mal que mal, no bastaba con colocar -de nuevo y hasta cuándo- a Delfina Guzmán de matrona aristocrática y filmar el conato de una revolución fracasada. Faltó tener como textos de cabecera, a la hora del guión, a Siútico de Óscar Contardo y al gran Vicente Pérez Rosales, cuyos Recuerdos del pasado sí que merecen ser filmados. No se pudo. O no se nota: en su intención documental, ambas fracasan. En Martín Rivas todo está demasiado lejos de cámara, del mismo modo que en Manuel Rodríguez todo luce demasiado cerca. O vemos la pobreza del set o los lunares falsos de Alfredo Castro. O nos morimos de frío o nos asfixiamos. Entremedio, el pasado sigue ahí, infilmable, y el peso de la noche del que hablaba Portales (que debió prefigurarse en Manuel Rodríguez y ser una fuerza de gravedad en Martín Rivas) aparece casi como una brisa, como una forma de la resaca, una manera de la pereza.

Por supuesto, la culpa de todo la tiene Vicente Sabatini: las dos teleseries llegan demasiado tarde y su épica histórica aparece revenida y agotada. Las dos tienen la moral de la década del 90, donde Sabatini, obligado por el signo de los tiempos, creó una estética de la que aún no podemos salir. Ahí -desde Iorana hasta Los Capo, pasando por Pampa ilusión, su obra maestra- filmó como comedia costumbrista el drama, para convertir en etnografía la ficción. Así, supimos que Chile era un país de rincones pero, como dijo alguna vez David Lean en un mal día de rodaje, nos perdimos el espectáculo principal: la aventura que es capaz de contener cualquier rostro humano.

Tal vez eso necesitamos estos días. En este Bicentenario roto, las telenovelas de TVN y Chilevisión son incapaces de penetrar en la densidad de los matices de su molde original. Eso, hace un siglo y medio, el viejo Blest Gana (que murió en París en 1920) supo hacerlo bien: se esforzó en la segunda mitad del siglo XIX en cubrir la complejidad de nuestro origen nacional, describió la intimidad de nuestras casas familiares y narró los detalles idiotas de nuestra política. Demasiado viejo para ser un romántico puro, a Blest Gana le pasó lo de Flaubert. Llegó tarde a la celebración del pasado heroico del país como para creer con fe ciega en él. Aun así, se empeñó en reconstruirlo y hacer de él un mito a la altura de la República. "Martín Rivas" fue su obra más famosa precisamente por aquello que la teleserie de TVN evita a toda costa: narrar la sustancia viscosa de la intimidad chilena.

Nada de aquello aparece en nuestras teleseries vespertinas, que quizás son el deja vú o el cumplimiento tardío de la deuda de esa teleserie histórica que Sabatini no alcanzó -quizás por qué razones- a filmar en TVN. Por lo mismo y gracias a esa deuda, habría que volver a chequear Conde Vrolok, la nocturna de TVN, como nuestra ficción perfecta para el Bicentenario. Después del terremoto, cuando la violencia de la naturaleza y los saqueos en Concepción pusieron en tela de juicio los frágiles lazos de nuestra comunidad, sus imágenes llenas de vampiros de provincia, sumergidos entre el terror y el deseo, perdidos en un pueblo de escombros, a la deriva de cualquier modernidad, parecen casi reales. Quizás ahí está la épica que las vespertinas dilapidan todas las tardes, esa tragedia íntima que se les esfuma en el aire, la cristalización de la memoria para cualquier efeméride.

Sin querer queriendo, Conde Vrolok tiene eso que le falta a Manuel Rodríguez y Martín Rivas: una historia sobre ciudadanos a la deriva del horror, vagando entre símbolos sin sentido mientras suenan a lo lejos los ecos de una guerra; todos aferrados con garras y dientes a sí mismos, chocando unos contra otros como única manera de resistir a los embates del tiempo.

* Escritor y profesor de literatura.

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