Quizás lo mejor (o más terrible e imborrable) de Los vivos y los muertos, la última novela del boliviano Edmundo Paz Soldán (1967), sea el viento helado de muerte que recorre sus páginas. Paz Soldán, profesor de literatura en la Universidad de Cornell, hasta ahora se había vuelto un experto en trazar las relaciones de la cultura global con la precariedad sudamericana. Los momentos más memorables de novelas como Palacio Quemado, El delirio de Turing y La materia del deseo tenían que ver con eso: la extraña vida de personajes con el corazón dividido entre la literatura y la tecnología, el poder y la memoria, el mundo nerd y el autoritarismo. Se trataba así de relatos tan extraños como perplejos, donde se volvía imborrable la soledad de sus héroes (profesores de literatura, programadores computacionales, redactores de discursos presidenciales), todos perdidos en un mundo que se derrumba a cada minuto y en que la nostalgia y la moralidad son espejismos o un lujo.
Los vivos y los muertos (Alfaguara, 2008, que llega a las librerías locales la próxima semana, aprovechando la participación del autor en "Fisuras en el fin del mundo", el simposio de narrativa weird que se realizará en la Universidad Católica el 12 y 13 de mayo) lleva esa sensación de abandono al extremo, aunque no sucede en Bolivia, ni habla en modo alguno de Latinoamérica, ni se refiere en ningún caso a la globalización. Al contrario, como en Elephant, de Gus Van Sant, y Black Hole, de Charles Burns, se interna en el mundo teenager como si fuera un paseo por el abismo.
El libro tiene lo necesario para eso: asesinatos, choques, suicidios, serial killers, automutilación, música emo y cheerleaders aparecen como los materiales que describen una epidemia de violencia y muerte que afecta a un pequeño pueblo yanqui. Y aquí no hay salida. No hay esperanza. No hay perdón. Ni futuro. En Los vivos y los muertos (que originalmente partió como un ejercicio de crónica sobre unos crímenes en el poblado de Dryden, para mutar luego a novela), Paz Soldán escribe sobre los adolescentes norteamericanos como si una serie como Buffy, la cazavampiros, de Joss Whedon, fuera un documental. Literalmente: el high school como una forma del infierno. Por supuesto, no se trata de un paseo por el parque. El libro se interna sin remedio en un terreno tan terrible como cercano, tan íntimo como inevitable. Como Nabokov (otro inmigrante que también dictó clases de literatura en Cornell), que hizo de la pederastia una comedia sobre las diferencias culturales entre América y Europa, Paz Soldán convierte al pop (en el libro desfila desde el desolado remake de Battlestar Galactica hasta los singles de las bandas emo de moda) en una colección de vidas desesperadas, en una forma inevitable de la tragedia.
-De toda la música tipo My Chemical Romance y Blink 182 que aparece en el libro, ¿cuál conservas en tu iPod?
-De Blink 182, "I Miss You" y "All Of This". De My Chemical Romance, "Welcome To The Black Parade".
"Todos tenemos algo de monstruos. Ocurre que con los años aprendemos a disimular, a ocultar nuestras zonas más oscuras. En los niños y en los adolescentes todavía no hay ese refinamiento y los monstruos nadan en la superficie".
-¿Es el disco duro de la cultura pop nuestra nueva conciencia moral? Lo digo por las citas recurrentes en el libro a Battlestar Galactica y a las bandas emo, por ese paisaje de ruina adolescente que no salva a nadie, que no alcanza a redimir casi nada.
-Como decía David Foster Wallace: en la cultura pop hay mucha basura, pero también momentos sublimes. No sé si es nuestra nueva conciencia moral, en todo caso es una suerte de lingua franca que permite que a veces se entienda gente de países desconocidos entre sí.
-En el fondo, ¿de qué trata Los vivos y los muertos? ¿Es sobre la soledad? ¿Sobre el paisaje de una ciudad gringa en invierno? ¿Sobre la violencia?
-Supongo que un poco sobre todo eso. Aunque yo suelo decir que es sobre la pérdida.
-¿Cuánto demoró su escritura y cuánto investigaste? Te lo digo por la precisión a la hora de captar los referentes de ese mundo que describes.
-Dos años. Hubo una versión que no iba a ninguna parte, tenía el formato de una novela policíaca tradicional. Di con la clave cuando descubrí que no era necesario ocultar el nombre del asesino, que "Los vivos..." tenía elementos del policial, pero luego se metía en otros territorios. El detonante fue un artículo en Spin sobre este caso ocurrido en Dryden, un pueblito a veinte minutos de donde vivo. El artículo era del 96, pero mi ex mujer conocía a la madre de una de las chicas que fallecieron, y fue ella la que nos pasó el dossier. Si hay precisión es porque traté de respetar lo más que pude los puntos claves de la historia original. Aunque la cambié al 2006, para meterme más con las redes sociales en internet, etc. En principio quería hacer un non-fiction, ir al pueblo y hablar con la gente, investigar de verdad, pero luego, un día, comencé a escuchar en mi cabeza las voces de los adolescentes contando su historia, y me dije que ahí tenía una novela.
Nadie sale vivo de aquí
-Hasta esta novela te habías dedicado a la realidad boliviana, a sus cruces con la modernidad global, pero aquí cambias el foco y te metes de cabeza en el infierno: un relato sobre adolescentes norteamericanos y el lenguaje de su violencia. ¿Sentiste que estabas yendo a un lugar desconocido, que estabas cambiando de piel?
-Hace veinte años que vivo en los Estados Unidos. Hacía rato que quería ambientar algo aquí, de hecho así comenzó La materia del deseo, aunque luego el material terminó desplazándose a Bolivia. El hecho de que los incidentes principales de la novela hubieran ocurrido en un pueblo tan cercano a donde yo vivo (Ithaca), me hizo sentir que ésta era una suerte de historia de mi barrio, y eso hizo que me animara a meterme a este mundo. El lugar desconocido no era tanto el territorio sino la geografía emocional del adolescente norteamericano, y del psicópata (el señor Webb). Eso fue lo que costó más. Y sí, hubo un momento en que descubrí que estaba trabajando en registros poco familiares para mí. Eso me entusiasmó. Parte del desafío era no repetirse, volar un poco a ciegas.
-¿Te diste cuenta de que en realidad estabas escribiendo una novela de horror?
-Eso es lo más raro de todo. El proyecto era originalmente un non-fiction, así que yo creía estar escribiendo una novela hiperrealista. Pero hubo un momento, en los últimos meses de la escritura, en que algo cambió, y de pronto el libro comenzó a admitir una lectura casi opuesta. Creo que puedes leer "Los vivos…" como una novela realista, pero también como un cuento de fantasmas.
Una sesión de espiritismo
-¿Ser un adulto es ser un sobreviviente? Parece que ésa es una de las moralejas del libro.
-Como me decía un amigo, a partir de cierta edad todo comienza a ser cómo controlar el daño, el duelo, la pérdida, nuestros traumas, nuestros fantasmas. Lo dijo en inglés y ahí la cosa es más compacta: After thirty five, everything is damage control.
-¿Ser un adolescente es ser un monstruo? Te lo digo porque me acordé en Los vivos y los muertos de las imágenes de anuario que encabezan y cierran cada número del Black Hole, de Charles Burns: fotos de escolares que luego aparecen como fotos de mutantes terriblemente deformadas, pero sin perder la idea de que son retratos.
-Todos tenemos algo de monstruos. Ocurre que con los años aprendemos a disimular, a ocultar nuestras zonas más oscuras. En los niños y en los adolescentes todavía no hay ese refinamiento y los monstruos nadan en la superficie.
-" 'Estamos viviendo en una novela de Stephen King'. No, las muertes en las novelas de Stephen King, incluso las más macabras, forman parte de una trama con sentido". Para mí ese fragmento representa ciertas cosas fundamentales de tu relato. ¿Podrías explayarte un poco sobre él?
-Mis lecturas más impactantes de la adolescencia temprana fueron de literatura policial. Me formé creyendo en Dupin y Holmes: la razón podía ser capaz de dar coherencia al caos, resolver los crímenes, hacer que la verdad triunfe. Ése era un posible modelo para "Los vivos…", un policial en que el detective soluciona el caso y el asesino termina en la cárcel. Pero esa versión no me funcionó porque al escribir descubrí que no creía en la infalibilidad de la razón. Se me ocurrió que parte de la desesperación de los personajes consistía en su búsqueda fracasada por entender lo que ocurría, en darle orden al desorden. Así que la forma de la novela es su mismo fondo: hay trama, pero no una explicación coherente que permita entender todo lo sucedido.
-Nabokov hizo clases en Cornell, al igual que tú. ¿Qué diablos tiene esa universidad? ¿Hay una puerta al infierno como la que había en el pueblo en que vivía Buffy? El viejo tío Vladimir armó ahí Lolita y en ese mismo lugar tú escribes algo como Los vivos y los muertos. La verdad es que no son miradas muy halagadoras sobre la realidad norteamericana.
-Ithaca tiene unos inviernos muy largos y deprimentes, inviernos de cinco meses, en los que oscurece a las cuatro de la tarde. Uno siente a veces que la nieve lo entierra a uno, que uno está siendo enterrado en vida. Digamos que la metáfora central de la novela debe entenderse de manera muy literal. Más allá de la historia, yo quería captar esa sensación que uno tiene a veces en Ithaca, eso de no saber quiénes son los que están de veras vivos y quiénes los verdaderos muertos. Quería que eso se sintiera emocionalmente, de manera visceral. Parte de la novela es una sesión de espiritismo. El diálogo continuo entre los vivos y los muertos, la forma que tenemos de lidiar con los que ya no están con nosotros y que puede que estén más vivos que muchos que parecen vivos a nuestro alrededor. Ithaca es un lugar ideal para esas sesiones de espiritismo.
* Escritor y profesor de literatura.