Se llamaba Edie Sedgwick e inventó la forma más contemporánea de la fama. Mal que mal, tenía a Andy Warhol al lado. Él la filmó, la fotografió, le tomó el brazo cuando el destello de un millón de flashes cayeron sobre ella con la velocidad de un blitzkrieg. Porque Edie no tenía demasiado talento, salvo ser ella misma: un objeto bello que había escapado de su hogar en California para caer como un meteorito por la Factory de Warhol, aparecer en sus películas y pasearse por los eventos de socialité de dos continentes. Así, Edie no supo ser más que Edie. Tenía algo de modelo, algo de actriz, algo de niña perdida, de pirata con patente de corso en el hotel Chelsea. Murió en 1971. Cinco años antes, Warhol la había reemplazado por Nico, ex de Delon, ex figurante de Fellini.
Y es imposible no pensar en que ella es el origen de todo. La madrina perdida de Arenita (que estalló histérica ante el reflejo que le devolvía el espejo de un baño en Valparaíso y después se lanzó en caída libre), Edmundo Varas (que insultó a un juez de garantía y trató de matarse con pastillas a los pies de la Virgen del San Cristóbal) o Maite Orsini (que fue actriz infantil y que ahora escaló varios pisos para perseguir a su ex -no dejo de pensar que Half a person de los Smiths debió haber sonado en alguna parte- y terminó golpeada o golpeando a una policía). Porque es innegable: sus vidas son los dramas más intensos de nuestro presente televisivo. Son la verdadera nueva comedia chilena, a pesar de que ninguno de ellos (Orsini, Arenita, Varas y todos los que vienen detrás suyo) esté haciendo algo que no sea ser ellos mismos. Famosos de la noche a la mañana, dejaron de vivir para sólo figurar mientras dan vueltas por un extraño limbo -o infierno- que incluye programas de farándula, estacionamientos de los canales de televisión, salones vip de discotecas y calabozos policiales.
Así son las cosas: mientras las teleseries vespertinas de los canales nacionales (Lobo, Martín Rivas, Manuel Rodríguez) rasguñan las migajas de un rating cada vez más esquivo, ellos imponen su penúltima verdad en noticieros de farándula como Primer Plano, Intrusos o SQP, basados en la suposición de que las cámaras nunca dejan de grabarlos, de que son el centro de su propia escena y que no basta nada más que eso para sobrevivir adentro y afuera de la pantalla. Porque su vida es la telenovela más exitosa del día. Esforzados en mantener la intensidad de su mayor minuto de gloria, navegan en el escándalo como la única narrativa que les queda. Así, la televisión los muestra desnudos y maltratados, borrachos y golpeados, con el corazón en pedacitos en la mano abierta, chocando con el resto del mundo, estrellándose con ellos mismos, tratando de abrazar la luz que perdieron cuando estuvieron cerca del cielo, cuando eran los favoritos de Quesille, Nakasone o Hernández, los productores estrella de esta década, genios en eso de machacar lo que tuvieran a mano para mantener andando sus respectivos shows.
Metáforas improvisadas de nuestra nueva cultura chilena, Arenita, Orsini o Varas son los hijos que devora y sacrifica la televisión para mantenerse en pie, la cuota de locura que requiere para mantener aceitada su maquinaria. Hay una lección ahí: la tele es en realidad una maratón, una carrera de resistencia antes que una colección de destellos fulgurantes. Sobreviven los más aptos, los menos tontos, los que no se toman en serio a sí mismos. Sobreviven los que aprenden a no creerse estrellas, los que saben tomarse todo como un trabajo, los que agradecen a quien los sacó del agujero de donde venían. Los que se caen, en cambio, son los que no resisten y no guardan para sí ninguna porción de intimidad. Los que se caen son lo que no entienden que las cámaras se apagan en algún momento. Los que fracasan son los que hacen de la vida de los otros el decorado de su propio programa, mientras se felicitan a sí mismos porque en apenas un par de meses los saludan en la calle, les abren las puertas de las discos y los adoran los fans club de provincia.
Nosotros, el público, los vemos por el rabillo del ojo como si fueran el alargue de una teleserie que nadie sabe cómo terminar. Algunas veces son una noticia menor en un programa de farándula; otras, una nota simpática de policiales. Los shows en que se hicieron famosos prescindieron de ellos hace rato. Todos saben las reglas del juego: nadie es más grande que el show; nadie es esencial aquí; el que crea otra cosa está perdido; hay una multitud golpeando las puertas de los canales.
Para cerrar, vuelvo a la pobre Edie Sedgwick, tan sola y tan preciosa. Like a rolling stone de Dylan quizás trata sobre ella, sobre una estrella que cae y se vuelve invisible y vaga desolada por las ruinas de su propia fantasía. Esa canción parece estar sonando como la musiquilla de las pobres esferas de Arenita, Orsini, Varas y el resto de los jóvenes que alguna vez fueron y vinieron en Yingo, Calle 7 o realities de moda. Las imágenes de su ocaso (la de Arenita grabándose para YouTube en pleno terremoto, la de Orsini con el ojo morado saliendo de una comisaría, la de Varas intentando controlar su furia asesina cualquier día) son las de una soledad que se vive a la intemperie, helada hasta los huesos.
Consumidos por la ira, el deseo y el resentimiento, ellos dan vueltas como almas en pena por nuestros televisores. Fantasmas que no saben que son tales, su drama cada día pierde espesor, se desliza hacia la catástrofe o la risa, hacia el olvido o el clímax sanguinolento. Como Edie, como la silueta que esboza la canción de Dylan, ellos intentan atrapar lo poco que les queda de fama para acomodarlo a su escuálido presente. Mientras, sueñan con volver a tener un momento de gloria que ya no les fue concedido: animar, cantar, jugar al fútbol, envejecer haciendo notas para algún matinal. Vacíos de sí mismos, ya no tienen nada que mostrar salvo la cámara lenta de su caída libre.
* Escritor y profesor de literatura.