Hace 27 años que siempre hace lo mismo. Todas las mañanas y apenas sale el sol, Haruki Murakami (61) se pone una polera, elonga durante un par de minutos, enciende su Minidisc y comienza a trotar.
Es que Murakami, el best seller japonés y seguramente el más occidental de todos los escritores de Oriente, es un corredor en serio. O al menos a él le gusta presentarse así. Sin ir más lejos, y siendo estricto con las definiciones, Murakami es tan deportista como escritor, y a él le encanta recalcar eso. De hecho, en De qué hablo cuando hablo de correr -un ensayo publicado a fines de marzo en España por Tusquets y que en las próximas semanas llega a Chile-, relata la curiosa y fulminante historia de amor entre el autor de Kafka en la orilla y sus zapatillas.
Escrito en clave de diario y mientras entrenaba para correr por cuarta vez la maratón de Nueva York, el libro son las memorias y reflexiones de más de un cuarto de siglo dedicado a levantarse temprano y correr. Una mochila de años, por cierto, que coincide exactamente con el tiempo que lleva convertido en escritor profesional. Porque las dos ocupaciones, como se encargará de contar dilatadamente el japonés, aparecieron de la mano y, si se quiere, como un insospechado complemento.
La historia es ésta: Murakami, en 1982, acababa de cumplir 33 años y tenía que tomar una decisión. Por esos días era el dueño de Peter Cat, un bar de Tokio relativamente exitoso, y llevaba publicadas dos novelas que lentamente ganaban popularidad. El problema es que el bar era muy demandante y él sólo podía escribir después de las tres de la mañana y cuando había terminado de barrer el local. Llegado un momento, por cierto, su cuerpo no aguantó más y tuvo que optar. Y como se podrá dar cuenta cualquier occidental que en los últimos años haya puesto un pie en una librería, Haruki Murakami no se quedó precisamente detrás de la barra del bar.
El problema vino después. Pasaron sólo un par de meses y, de tan sentado que estaba escribiendo en su estudio, Murakami empezó a engordar. Entonces, no se le ocurrió otra cosa que trotar. Pudo jugar tenis, fútbol o béisbol -él es un fanático de este deporte-, pero no. Según él, nunca tuvo opciones y sólo le quedó aceptar el llamado interno que lo obligaba a correr. Así, como la suerte ya estaba echada, un día cualquiera fue a una tienda y compró un par de zapatillas, un cronómetro y un manual para los que recién parten trotando.
Intentando explicar lo que a él le parece inexplicable, Murakami cuenta que tal vez corre porque nunca le ha interesado competir ni ganarle a alguien. Según cuenta en el libro, nunca ha terminado de entender la idea de competir contra otro. Por eso, dice, escribe y corre. Porque ahí la competencia es contra uno mismo, contra lo que marca el cronómetro. Es un convencido de que prácticamente ningún maratonista corre para ganarle al del lado, sino para mejorar sus propias marcas. Lo mismo sucede con los novelistas, asegura el japonés, mientras relata cómo deja que los jóvenes lo adelanten con una sonrisa condescendiente cada vez que pasan trotando rápido frente a él.
Escribiendo en su estudio, Murakami empezó a engordar. Entonces, según él, sólo le quedó aceptar el llamado interno que lo obligaba a correr. Así, un día cualquiera fue a una tienda y se compró un par de zapatillas, un cronómetro y un manual para los que recién parten trotando.
Llegado a este punto, cualquier lector prudente se preguntará si De qué hablo cuando hablo de correr no será una trampa evangelizadora de Murakami, destinada a convencer al mundo de las bondades de levantarse temprano y salir a trotar. Pero no. Murakami es claro y tiene una tesis al respecto: si alguien está destinado a correr, correrá. Si no, las ganas le durarán un par de meses y hasta ahí llegará todo. Punto final. Lo interesante, en cualquier caso, es que pudiendo dar paso a un clásico libro de autoayuda deportiva, Murakami opta por la estrategia contraria. Escribe un libro para entenderse o explicarse él mismo. Es decir, el lector paga el libro de Murakami para que el japonés se autoexplique sus miedos, sus rutinas y su definición de la vida. Para ser más claro: en vez de pagarle a un psicoanalista, él espera que los lectores le paguen a él.
Griegamente heroico
Hay un número importante. Fundamental. Un número que todo maratonista lleva imaginariamente tatuado en la frente: 42,195. Ésos son los kilómetros que se deben correr en las maratones modernas para llegar a la meta. Murakami, por lo mismo, inicia el ensayo contando cómo entrena en Hawái para llegar en forma a la maratón de Nueva York, sin dudas la más grande y masiva del planeta. Ésa sería la cuarta vez que correría en las calles de la Gran Manzana y, como un veterano que siente que cada año la pista se le vuelve más pesada, lleva un conteo preciso de cuántos kilómetros ha corrido para no llegar fuera de forma.
Durante agosto de 2005 -el libro comienza en esa fecha y termina en octubre del año siguiente-, había recorrido 349 kilómetros, y en septiembre otros 299. Es decir, un promedio de 10,6 kilómetros diarios. Y eso es lo que le importa. Según él, esos 10 kilómetros diarios son los que lo transforman en un corredor serio y no en un mero amateur. Dependiendo del mes o la semana puede correr más o menos, pero al siguiente turno siempre repone lo que falta. La suma final inevitablemente debe llegar a los 10 kilómetros diarios. Si no es así -y esto lo descubrió en carne propia- ocurren cosas malas.
De qué habla Murakami cuando habla de correr
Fue en Chiba, en la costa oeste de Japón. Murakami ya llevaba varios años corriendo cuando se inscribió para la maratón de ese lugar y, como jamás había tenido problemas para pasar la meta con los brazos en alto, se enfocó más en sus libros y no en el entrenamiento. Mala idea. El resultado fue que antes del kilómetro 25 ya no pudo más y las piernas dejaron de hacerle caso. Ahí, en medio de una maratón y agobiado por el calor, se enteró de que para correr en serio no podía dejar de entrenar.
Aunque en su relato Murakami deja en claro que en la pista lo suyo es el logro humilde pero honrado, hay un episodio heroico. Griegamente heroico. En 1983, Murakami recién había comenzado a correr cuando una revista japonesa en la que colaboraba habitualmente le preguntó si se animaba a viajar a Grecia. El viaje, por cierto, estaba pagado por el gobierno griego y pensado para promocionar algunas playas mediterráneas, pero a Murakami se le ocurrió algo mejor. Correría entre Atenas y Maratón, el viejo pueblo del que hereda el nombre de la actual disciplina olímpica. Una vez allá y acompañado por un fotógrafo que iba sobre una camioneta, Murakami se lanzó a correr. Dice que lo hizo antes del amanecer -estrictamente debió correr desde Maratón hacia Atenas, ya que el tiempo no le alcanzaba para hacer un viaje extra-, aunque ni aun así imaginó el agobiante calor que haría. Después de 3 horas y 51 minutos llegó a Maratón completamente exhausto pero feliz. Los maratonianos, por cierto, lo miraban con un poco de incredulidad y otro poco de lástima.
¡100 kilómetros!
La ética del trote murakamiano poco tiene que ver con lo que piense el otro. Ni con cuánto corra el vecino. Él corre, dice, para ser mejor, para exigirse al máximo, para estar en forma y, a fin de cuentas, seguir escribiendo. Tal vez por eso hace un par de años contrató a un profesor de natación. Su lógica de samurái aparentemente lo llevó a concluir que si podía con una maratón, seguramente también podría con un triatlón. Y a estas alturas ya ha participado en varios -sobre todo en Hawái-, así que además de correr ya ha comenzado a nadar un kilómetro y medio y a correr en bicicleta durante otros 40 kilómetros.
La ética del trote murakamiano no tiene que ver con lo que piense el otro. Ni cuánto corra el vecino. Él corre para ser mejor, para exigirse, para estar en forma y seguir escribiendo. Su lógica de samurai concluyó que si podía con una maratón también podría con una triatlón.
Pero aunque ésta parezca una historia de nunca acabar, Murakami no sólo se entregó a los triatlones pasados los 50 años ni se conformó con el mínimo de una maratón anual sino que, cuando eso ya se había transformado en una rutina, se animó a dar un paso más: la ultramaratón. Lo que viene cansa de sólo leerlo: 100 kilómetros. Y corriendo. En castellano: 2 maratones y media sin quejas ni malas caras, pero con varias detenciones para descansar. De hecho, el escritor japonés cuenta que para este curioso haraquiri deportivo compró varios pares de zapatillas -unas New Balance especialmente diseñadas para estos desvaríos-, pero con números distintos. Un 42 para comenzar y un 42.5 para seguir, porque los pies, tal como las ganas de llegar a la meta, comienzan a crecer y a crecer. Y Murakami, que entregado a la no ficción suena cercano y afable, lo hizo: fue hasta Saroma, en la isla norte de Japón, y se demoró dos días. De paso, eso sí, se prometió no hacerlo nunca más.
Después de trotar durante un cuarto de siglo, de aplanar los senderos del Central Park junto al escritor estadounidense John Irving o de correr casi de igual a igual con Yuko Arimori, un medallista olímpico japonés, Murakami, a petición de su editor, se demoró casi una década en escribir las que para él son una de sus crónicas más esforzadas y personales. Por eso, si son fanáticos del escritor japonés o si salen todas las mañanas a aplanar calles, acá hay un libro ideal, breve y ameno. Aunque como dijo el mismo Murakami, no le cambiará la vida a nadie. Sólo a él, que al final del texto ensaya una futura lápida suya que dirá algo así como: "Haruki Murakami, escritor y corredor: Al menos nunca caminó".