Por Sergio Vilela* Diciembre 17, 2010

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Mario Vargas Llosa entra a su hotel después de recibir el Nobel. Ha dejado atrás el banquete oficial y toda la pompa de una cena con la familia real y 1.300 invitados. En el Grand Hotel de Estocolmo lo esperan algunos amigos y familiares. El Nobel camina por el hall y pregunta con sinceridad aplastante: "Salió simpático todo, ¿no?".

Mientras recibe apretones de mano, aplausos, abrazos y una lluvia de respuestas, el hombre saca su pañuelo y se suena la nariz. Es premio Nobel pero sigue siendo Él mismo. Eso piensan quienes lo tocan y saludan. Vargas Llosa tiene la voz ronca, ganas de dormir y de quitarse el frac. Así que dura tres minutos en el lobby y se despide. Se va a dormir entre aplausos.  Días atrás, la noche del discurso, había sido emocionante. Fue la primera vez que un Nobel tuvo que hacer esfuerzos para que no se le quebrara la voz. Ese día estaba nervioso. En Nueva York había escrito las doce páginas que leería y que eran su autobiografía afectiva e ideológica. Sin decirlo, era el momento de ficción con que todo escritor sueña en silencio.

"Fui yo quien lo envíó por correo electrónico a la Academia, porque Mario sólo sabe usar la computadora para escribir", diría Patricia, su mujer. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas cuando escuchó que Vargas Llosa empezó a leer unas líneas en las que le rinde tributo por esos 45 años de convivencia. Unas líneas que empezaban diciendo: "El Perú es Patricia". Lloraron sus hijos y nietos, amigos y periodistas, y hasta los académicos suecos.

Toda esa semana estaría llena de instantes sorprendentes. En la inauguración de una muestra sobre su vida y obra, en el Instituto Cervantes, unos niños del colegio hispano-sueco de Estocolmo le escribieron una carta. Fue grabada en un audio para que él la escuchara en esa ceremonia. En perfecto español, los niños le preguntaban cosas como: "¿cuántos idiomas sabes?, ¿es muy difícil ganar el Nobel?". Vargas Llosa mantuvo una sonrisa durante la lectura de la carta. En la sala estaba una de sus nietas menores, hermosa y  pequeñita, pero que parecía cansada de la fama de su abuelo. Mientras el Nobel agradecía los halagos, la chica le dijo a su madre en voz alta: "Mamá, que se calle el abuelo, que tanto habla". La sacaron en brazos del lugar. Vargas Llosa, que de verdad hablaba con ganas, se enteraría recién al final.

*Editor de Planeta en Perú. Acompañó a Vargas Llosa en Estocolmo.

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