Por Alberto Fuguet, escritor y cineasta Febrero 18, 2011

Ésta es la semana de Natalie Portman. Rectifico: el mes. Qué va: el año. Su rostro está en todas partes, en afiches y paraderos y medios de transporte. Ahí está, quisquillosa y sonriente, exfoliada y encantadora, en "Amigos con derechos", la comedia romántica para San Valentín junto a Ashton Kutcher. La típica cinta que vuela y se potencia como tráiler, pero que se hunde a la hora de la verdad. No importa: va a arrasar acá, tal como lo ha hecho en todas partes, entre otras cosas porque ver a dos personas bellas y perfectas besarse es mejor que cuando sólo una parte del dúo tiene la ventaja genética.

Pero "Amigos con derechos" no es la cinta por la cual Natalie dejará de ser la chica a la que uno jamás se imagina no perfumada y con osos de peluche sobre su cama, para convertirse en algo más: la Portman. Una actriz de armas tomar, que merece nuestro respeto, que está dispuesta a todo con tal de no ser la de siempre ("miren cómo sufro, ahora soy mayor"). La cinta por cierto es la sobrevalorada pero hipnótica, controversial pero seductora cinta-de-arte-para-debate "Cisne negro", donde nuestra chica aparece con los ojos cubiertos de maquillaje negro, como un mapache aterrado, y una cicatriz que intenta remarcar lo que muchos han sospechado hace tiempo: Natalie Portman es una muñeca y está hecha de porcelana.

No lo es.

O no quiere seguir siéndolo. Una lástima, porque lo mejor que hace Natalie Portman es tener una simpatía/vulnerabilidad/clase que nadie en el mundo tiene y que es lo que la hace ser, digamos, Natalie Portman. Algo que muchos productores y directores exigen y que pocas actrices pueden cumplir. Cuando el rol requiere "una chica tipo Natalie Portman", nadie es capaz de llenar mejor esa descripción que la verdadera. Entre otras cosas, porque o se nace Portman o no lo eres. Hay algo de realeza e injusticia en este tipo de actrices que terminan representando no sólo belleza física sino belleza moral, y eso tan difícil de definir pero tan fácil de detectar que es la distinción.

El trauma de Natalie Portman acaso es que, haga lo que haga, incluso si hace las cosas que hace en "Cisne negro", no puede dejar de ser fina. Dije. Encantadora. Aun así, porque trató y porque hizo después "Amigos con derechos" -para calmar a los que temieron perderla en los brazos pegajosos del lado oscuro-, se ganará el Oscar a fin de mes. Esta apuesta, esa actuación sobre la bailarina bipolar (¿o es la cinta la bipolar?, ¿el director?) será premiada pero eventualmente olvidada. "Cisne negro" -en papel- parecía una cinta perfecta para ella: ballet, un Nueva York culto y refinado y cosmopolita y una historia que de alguna forma resume su propia vida: el deseo de querer mostrar que es algo más, que tiene un lado oscuro, que se la puede jugar.

Incluso cuando se involucra en cintas más "audaces" o "adultas", el recuerdo que queda de ella no es como striptisera o sus escenas de cama con Mila Kunis, sino que uno la recuerda llorando o mirando por ventanas o caminando con abrigos y bufandas sintiéndose sola, desamparada, vulnerable.

Pero el filme, dirigido de forma gruesa y casi pornográfica por el sádico de Darren Aronofsky, termina usando a Natalie más que dándole el rol de su vida, tal como ocurrió hace unos años con Mickey Rourke. Natalie Portman es una chica y no puede -no debe- ser torturada y abusada por un tipo como Aronofsky. No todo el mundo tiene o necesita tener un lado oscuro. El arte no es necesariamente una navaja para cortarse las venas. No es necesario intentar tanto para ser algo más cuando ya se es mucho. Portman trata mucho de ser otra cuando ya es grande siendo ella misma. Por eso, lo peor y lo más dañino del filme, lo que realmente la hiere, es la aparición de Mila Kunis que es, en efecto, pura carnalidad y voluptuosidad, pura carne y seguridad, y al juntarlas, Portman pierde. Termina siendo vencida -aplastada- por el tipo de chica que quizás desprecia, por el tipo de mujer que nada tiene que ver con todo lo que ella simboliza. Lástima, además, que su supuesta mejor actuación es donde más se nota que está actuando. Tratando. Sufriendo. Porque si hay una ley casi divina, lógica, incuestionable, es que chicas como Natalie Portman no sufren y no deberían sufrir y tampoco deben padecer las cosas que padece su personaje en "Cisne negro".

Natalie Portman es un cisne blanco.

Pero claro, también es humana, y quizás quiere ser más que un símbolo, una quimera, una portada o un maniquí. Incluso desea dirigir. Ha realizado un corto y el episodio más  "girly", más "Sofia Coppola" de "New York, I Love You", el único momento en esta cinta-tributo en que uno capta de inmediato que está viendo algo que ha salido de la mente de Natalie Portman: una encantadora chica de unos cinco años con impermeable plástico que pasea con su padre, una bailarín multirracial. Por eso su afán de no ser Portman, cuando todo lo que hace es tan absolutamente portmaniano, termina encallando. Portman no parece una madre de clase media-baja casada con un soldado (la lamentable "Hermanos", de Jim Sheridan) y, por mucho que nació en Israel, no parece una semita sudada que se la juega por un palestino ("Zona libre", de Amos Gitai).

Portman es otra cosa.

Portman nació para vivir dentro de películas independientes, hechas por jóvenes que desean tener novias como ella. Su territorio natural es la comedia romántica donde un beso es el final  de una escena y no el comienzo de una secuencia de alto voltaje erótico.

El código Portman

Natalie Portman ya es parte de la cultura popular mundial y cuando uno la recuerde, en veinte años más, será por la manera como caminaba con un abrigo corto y pelo rojo por las calles de Nueva York al son de The Blower´s Daughter en "Closer" o por la sabiduría-y-coquetería ilegal en "Chicas lindas". Es posible aventurarse y establecer que el código genético de Natalie Portman viene directamente de Audrey Hepburn y, digamos, "Desayuno en Tiffany´s". Portman no es la primera chica delgada-fina que termina fascinando más a las mujeres que a los hombres. Es deseada, pero no de una manera carnal, vulgar, calentona. Los chicos no se masturban pensando en ella sino, más bien, piensan en casarse con alguien como ella. Natalie Portman es -qué duda cabe ya- una princesa.

Portman no aparece en la portada de Maxim; es más de Vogue. Estudia psicología en Harvard; no se droga en las piscinas de los hoteles de moda. Lo suyo es más the city que the sex y todo lo que huela a vulgaridad y mal gusto es algo de lo cual Natalie Portman huye como si se tratara de plaga (hasta, claro, "Cisne negro"). Sus verdaderos fans son las mujeres de su generación que proyectan en ella tantos aspectos positivos que terminan por blindarla de todo ataque. Porque una de las cosas admirables de Natalie Portman es que casi nadie la odia. O no se atreven a expresar una cierta duda o rechazo a su persona. Es una marca, es un ejemplo de un cierto tipo de femineidad donde lo que importa no son la curvas ni lo horny ni el Botox ni la ropa interior con encaje, sino lo natural, lo orgánico, la piel perfecta, los ojos enormes, sus huesos. "Prefiero ser inteligente a ser una estrella de cine".  El problema es que acaso es las dos cosas y no puede escapar del adjetivo "fino" que se le pega a su cuerpo como imanes a un refrigerador.

Natalie Portman es el tipo de mujer, dice la leyenda, el mito, el rumor digital, que no cometería el mal gusto de ponerse a dieta porque no lo necesitaría y le parecería poco digno. Natalie Portman, embarazada como está, es más delgada que muchas modelos adictas a yogures especializados "en ayudar al tránsito". Portman jamás haría un comercial de esos: le parecería vulgar, innecesario, de mal gusto. Hace una década, este rol de la chica delgada y cool, intelectual y algo lejana y rara, la símbolo no-sexual de los chicos con anteojos, fue Winona Ryder, quien también está en "Cisne negro" en un rol que explicita el cambio de guardia y la decadencia de la ex musa de Tim Burton.

Tal como ocurrió con Doris Day, que antes de ser virgen era una chica que le gustaba pasarlo bien, los primeros filmes de Natalie Portman la mostraron como un objeto del deseo antes de tiempo. En efecto, su debut en "El profesional" fue controvertido. Y la atracción fue rayana en la pedofilia que generó en los espectadores esa aparición en calzones y una delgada polera sin mangas, en la cinta donde Luc Besson la filmó como si fuera una Betty Blue prepúber. Luego apareció al otro lado de la reja, con la misión clara de enredarle la cabeza a un treintón Timothy Hutton y a todo el público en "Chicas lindas", donde ella era la más chica y la más linda y parecía un personaje arrancado de Salinger.

Pero algo raro ocurrió con Natalie Portman una vez que fue mayor de edad: se transformó en un símbolo no necesariamente sexual, sino moral. Incluso cuando se involucra en cintas más "audaces" o "adultas", el recuerdo que queda de ella no es como stripper o sus escenas de cama con la gran Mila Kunis, sino que uno la recuerda llorando o mirando por ventanas o caminando con abrigos y bufandas sintiéndose sola, desamparada, vulnerable. Porque eso es Natalie Portman: el ícono de la fragilidad. Cómo una chica tan, tan guapa (no, guapa no; tan linda, tan bonita, tan de-otro-mundo) puede estar sola o cómo es posible que sufra. Y la razón es simple: porque es un poco rara, está algo tocada, nadie puede ser tan perfecta y bella sin tener algún castigo.

Es raro que en cortos de Wes Anderson ella cruce el Atlántico para aceptar ser rechazada por Jason Schwartzman, quien, lo más probable, nunca ha pateado a una chica desnuda en su cuarto de hotel como Natalie Portman (el clásico corto "Hotel Chevalier"). Por eso quizás su rol más icónico, el que quizás la transformó justamente de ser una actriz joven a ser "Natalie Portman" es en "Garden State", la cinta donde inauguró la moral llamada shuper (quirky en otras partes), e hizo algo no menor: articular y darle carne y cuerpo y femineidad a la ultra-masculina y muy nerd sensibilidad indie. En esa cinta fue capaz de usar jardineras de jeans y verse mejor que con un vestido de alfombra roja; capaz de recomendar bandas que el tonto del protagonista no conocía; capaz de tener como mascota a un hámster y no a un gatito… Y el hecho de que sufra de esquizofrenia es más un afrodisíaco que una enfermedad que lamentar. Como Sam, Portman transformó en un paradigma de la chica rara-pero-cool-y-linda ("manic pixie dream girl") que miente en forma compulsiva, pero está dispuesta a hacer todo para que un hombre-niño-tristón "resucite, ame, sienta y haga locuras" como gritar bajo la lluvia y besarse en aeropuertos.

Natalie Portman puede seguir insistiendo en hacernos creer que puede sufrir o tener un lado oscuro profundo, pero el afiche de "Cisne negro" no miente, lo explicita todo en forma clara:  puede estar trizada, pero sigue siendo de porcelana.

¿Alguna vez cupo alguna duda?


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