Hasta hace poco, el evento más esperado de la temporada de conciertos de rock duro local era el Chile Metal Fest. Cada edición incluía a tres prestigiosas bandas internacionales (del circuito underground, claro está, pero internacionales y prestigiosas al fin). Se llenaba el Teatro Caupolicán. Un show de cuatro horas de tarro intenso. La entrada bordeaba los 20 mil pesos. Así, los organizadores cubrían la inversión de casi $25 millones y salvaban el pescuezo. Extratours, la productora, no tenía oficina y funcionaba más bien como una cooperativa de amigos.
Hoy el Chile Metal Fest es historia. Lo reemplazaron otros de similar factura y ambición, pero su espíritu persiste en el cada vez más cargado calendario de conciertos de este género que hay durante estos meses. Una incesante cadena de presentaciones, que junto con estar en las antípodas de la socialité Lollapalooza, se abren a otros gustos musicales y, de paso, premian la fidelidad de los fans chilenos, reconocidos como de los más fervorosos del planeta.
Durante años fue tan fácil hacer caricaturas sobre "el metalero del curso", sobre "el chascón de la cuadra", que debió llenarse el Club Hípico o la pista atlética del Estadio Nacional para que la atención fuese más en serio que, por ejemplo, en 1988, cuando la banda chilena Necrosis tocó en Sábados Gigantes y recibió la más grande burla hecha a un invitado en un programa de televisión. Véanla en YouTube. Dos décadas después, Necrosis todavía existe y graba discos. Levante la mano quien sepa a qué hora transmiten Sábados Gigantes.
Ahora las cosas están mejor. En más de un sentido. Los viejos y mañosos reporteros de espectáculos, los mismos que en el Festival de Viña de 1991, en vez de preguntar y aprender, preferían decir "Please No More", fueron sacados a patadas por las nuevas generaciones de periodistas, que saben que esto no es una moda. Cualquiera que hoy use lentes hipster, en la próxima década podrá arrepentirse y esconderlos. Alguien que tenga una camiseta de Slayer, nunca.
Las 10 mil personas que fueron a Ozzy hace unas semanas, las no menos de 40 mil que se esperan para Iron Maiden este domingo (sin contar los que acudieron al show de Anvil, al de Voivod y los que irán a los de Alice Cooper, Slash, Mötley Crüe o Slayer en los próximos meses) son una prueba de que por estos lados la cosa prende en serio, y a veces tanto que las bandas se animan a grabar acá los shows que luego editarán en DVDs de circulación mundial. Así lo hicieron los holandeses The Gathering y lo repetirá Motörhead, este sábado 9 de abril, con su presentación en el Caupolicán.
En Chile, el heavy metal dejó de ser un producto condenado a galpones, sedes vecinales o multicanchas iluminadas con ampolletas. La profesionalización del underground local es evidente y va de la mano con la estabilidad económica que diversifica el acceso a la entretención; hay un público cautivo con recursos, y cuando no, accede a los beneficios del mercado a través de las tarjetas de multitiendas: pague en tres cuotas el derecho de hacer mosh con la banda de su vida.
Cualquiera que hoy use lentes hipster, en la próxima década podrá arrepentirse y esconderlos. Alguien que tenga una camiseta de Slayer, nunca.
"La gente incorporó los conciertos de este tipo como un hábito de su tiempo libre, como ir al cine o al estadio", dice Carlos Costas, director de Radio Futuro, la misma que transmitió en directo los shows que Iron Maiden dio en Santiago en 2008 y 2009. Eso no es capricho, es olfato.
José Luis Corral, el mismo promotor que trae a los ingleses, se atreve también con bandas como Entombed, de mucho menor alcance, y en vez de llenar el Nacional o el Club Hípico, llena el club "Rock & Guitarras", en Ñuñoa, y el fervor es el mismo: una olla a presión colmada de sudor, cerveza y otros caldos, donde todos fuimos tan felices como con Eddie y sus amigos. "Con muchos grupos de ese tipo no vamos a ganar un peso, pero aún queda algo de fanatismo, de pasión, y vamos para adelante", explica.
La bonanza, como se ve, tiene matices. Pero a diferencia de otros países latinoamericanos, los productores chilenos tienen buena fama y eso corre de boca en boca en el extranjero. Especialmente cuando deben ir al rescate de bandas abandonadas por empresarios de países vecinos.
"Apenas salen del aeropuerto quedan sorprendidos por las carreteras amplias, y luego se van conformes por la calidad de los locales y del sonido. Siempre resaltan el trato amable, educado y la comida", agrega Jorge Hurtado, organizador del Chargola Fucking Fest, una maratón de heavy metal internacional que lleva más de cinco años de continuidad. No hace mucho, justamente, Hurtado debió redoblar esfuerzos porque Forbidden, una de las bandas norteamericanas invitadas al festival, debía continuar su gira por Sudamérica, pero los productores del siguiente destino no enviaron los pasajes y los dejaron clavados en Santiago.
Los músicos locales también han aprendido a trabajar y a aventurarse a salir al extranjero. Tal es el caso de Nuclear, quienes pronto iniciarán su primera gira europea y han comparado las cosas. "Nos amplió la visión de cómo se maneja el asunto", explica su vocalista, Matías Leonicio. "Allá hay una industria cultural fuerte, varios actores conjugan sus trabajos, desde agencias de prensa, pasando por promotores, lugares para conciertos, empresas de transporte. No hay detalles al azar".
Además, socialmente las aguas están más tranquilas que en años anteriores. Qué duda cabe. La gente se espanta cada vez menos con la tribu de negro. Hace rato que los conciertos no son tema de las páginas policiales. La última controversia fue la que en 2006 originó el show de los norteamericanos Deicide, banda que logró notoriedad extramusical al ser los favoritos de Rodrigo Orias, el asesino del sacerdote Faustino Gazziero. Muchos consideraron ofensivo el afiche que los promocionaba en Santiago y Valparaíso: un Cristo con un agujero de bala en la frente. Pero aquella noche no pasó nada. Quinientas personas y ni un lío en el Teatro Novedades. Tras el show, Glen Benton, su líder, firmó discos, se sacó fotos y bebió alegremente algunas latas de Brahma.
"Qué me dices de lo que pasó en la Catedral", le pregunté en esa ocasión. "Nada, amigo. Nosotros hacemos nuestro trabajo: vinimos y dimos un buen show, la gente que pagó su entrada se fue contenta, y los que no, también".