Por Alberto Fuguet* Junio 16, 2011

A veces, como broma, me despido por mail de gente que vive en el hemisferio norte con un "desde el fin del mundo". Es un chiste, supongo, tonto y acaso literario. También es, de algún modo o de todos modos, cierto. Esto es el fin del mundo -aunque yo no lo siento así- y hay algo extremadamente fascinante y novelesco de vivir tan lejos. Y quizás por eso, algunos de los atractivos que tenemos se potencian aún más. Porque una de las fantasías más potentes es la idea de escapar, de perderse en el fin del mundo.  Acá está la Patagonia; acá está la Isla de Pascua; acá está el estrecho de Magallanes; acá está San Pedro de Atacama; y, claro, acá está nada menos que Juan Fernández que, para todos, no es más y no es menos que la isla Robinson Crusoe, bautizada con el título de la novela que inspiró desde esas preguntas capciosas ("¿Qué te llevarías a una isla solitaria?") a cintas y programas claves de la cultura popular: desde La laguna azul a las temporadas de Lost pasando por Tom Hanks y su pelota Wilson en Naúfrago a los chistes de Condorito, sin dejar de lado, claro, las numerosas versiones cinematográficas (incluyendo una de Luis Buñuel).

Hay algo romántico,  inasible, que atrae y repele con la misma intensidad, con el tema de la soledad física y real, con esto de estar más allá o, para entrar en terreno, más afuera, que es como le dicen los pescadores a la fría y rocosa isla (lo menos tropical e idílica posible) de Alejandro Selkirk, que es el trío más desangelado y abandonado y aislado y frío del Archipiélago Juan Fernández. Estas islas nuestras, que por su clima, su geografía y su precariedad y abadono quizás son "más nuestras" o están más ligadas a nuestra idiosincrasia insular que la más sensual y atractiva Rapa Nui (que tienen otro clima y otra cultura y otro idioma) son quizás lo más literario "de exportación" que tenemos después de Neruda.

Antes, un paréntesis: si se analiza con atención, es bien alucinante que este grupo de islas, a más de 600 kilómetros al oeste del puerto de San Antonio, tengan nombres tan literarios. La trivia nos dice que esta idea surgió de la escritora y pintora uruguaya Blanca Luz Brum Elizalde por los años 60, cuando las islas estaban aún más alejadas del continente que ahora. Al final, esta expatriada (¿de qué habría estado huyendo?),  vía cartas a Frei Montalva, logró que, por decreto supremo del año 1966, dos islas pasaran a tener nombres literarios potentísimos e inolvidables. El conjunto de las tres se llama Juan Fernández, pero la isla principal, la que tiene población, langostas y fue azotada por el tsunami, se llama oficialmente Robinson Crusoe (antes se llamaba Más a Tierra) mientras que la que antiguamente era correctamente designada como Más Afuera (¡qué gran nombre para una isla, Dios!) ahora se le designa como Alejandro Selkirk, en homenaje al marinero escocés que naufragó y terminó siendo el único sobreviviente al nadar hasta esa isla que hoy lleva el nombre de su alter ego. Entre 1704 y 1709 estuvo ahí, a orillas del mapa, del tiempo, de la historia. La odisea de Selkirk capturó de tal manera la imaginación del escritor Daniel Defoe (que no tiene ni un islote con su nombre; optaron por dejar Santa Clara como Santa Clara) que terminó escribiendo una novela clave (aunque trasladó la isla al Caribe, donde hace más calor y donde podría aparecer otro ser humano, como Viernes) que se llama igual que su protagonista: Robinson Crusoe. Si hay una marca que posee alta recordación y afecto es Robinson Crusoe, sobre todo si se piensa que son muy pocos los que han leído la novela.

Al tirar las cenizas y luego contarlo, Franzen se expone y se arriesga de varias maneras pero, entre otras, le cede el espacio de la posteridad pop, de la inmortalidad novelada, de la epifanía mediática, a David Foster Wallace.

Lo sabía bien Jonathan Franzen, el célebre y muy vendido, premiado y observado autor norteamericano que, gracias a Las correcciones y, ahora, a la aún no traducida pero bendecida Freedom, se ha alzado como el gran novelista que se atreve a escribir al menos dos grandes novelas americanas. Franzen estuvo el verano pasado en Santiago. Viajó a dar una charla. Aceptó entre otras cosas porque la invitación era a Chile y no, digamos, a Londres. Quería venir al fin del mundo. Pero lo que nadie de su entourage sabía es que en su maleta andaba con dos objetos al menos curiosos: la novela Robinson Crusoe de Daniel Defoe (considerada la primera novela inglesa; data de 1791) y un tarro con las cenizas de su mejor amigo, el escritor David Foster Wallace, que se pegó un tiro el año 2008 a los 46 años y que ahora, debido a un par de libros (como la novela póstuma The Pale King o la mejor-entrevista-de-todos-los-tiempos en formato libro: Although Of Course You End Up Becoming Yourself: a Road Trip with David  Foster Wallace, del periodista David Lipsky), está más vivo que nunca (ya saben: morir joven siempre ayuda; suicidarse joven supera la fantasía de todo editor).

 Al día siguiente de su charla, Franzen partió al Aeródromo de Tobalaba para abordar esos pequeños aviones que hacen el trayecto hasta Juan Fernández. Una vez ahí, en la azotada Bahía de Cumberland, Franzen -que escribió un notable libro de ensayos titulado Cómo estar solo, y que es un ávido observador de pájaros- contrató una lancha y partió por entre medio de un Pacífico helado, gris e histérico, hasta las rocosas costas de Más afuera.

Tenía tres metas: leer Robinson Crusoe in situ, ver algunos pájaros y esparcir las cenizas de su amigo (el escritor americano más rockero en todos los sentidos de la palabra) en el rincón más lejos de Más Afuera. Franzen escribió todo esto hace poco en un texto publicado por la revista New Yorker donde, entre otras cosas, intenta explicar sin mucho éxito por qué se mató Foster Wallace y por qué él nunca lo ha hecho (uno tenía un libro que podía terminar; el otro no). Pero lo fascinante de este viaje -que sin duda va a incrementar el mito de DFW y de Robinson Crusoe- es que al final el escritor estrella que tenía pánico a estar solo, que creía que leer y escribir eran las maneras de conectar con el resto, que era tan perfeccionista que no toleraba la idea de usar medicamentos para aliviar la carga, termine lejos de Indiana y sobre las rocas y las algas y el mar de la isla Más Afuera.

Si eso no es un final de novela, ¿qué puede serlo?

Franzen está lejos de ser mi escritor favorito, pero algo raro me sucedió después de enterarme que anduvo por acá con las cenizas de su amigo en una suerte de misión imposible. Algo que sin duda es emocionante y ejemplar. Al tirar esas cenizas en ese mar frío en un rincón del fin del mundo, Franzen se alza no sólo como un gran amigo sino como un depresivo y raro, pero que tiene la fortaleza de vivir  (insisto: el tipo escribió un libro llamado Cómo estar solo) y de algo que quizás es más importante: contar. Al tirar las cenizas (uno) y luego contarlo (dos), Franzen se expone y se arriesga de varias maneras pero, entre otras, le cede el espacio de la posteridad pop, de la inmortalidad novelada, de la epifanía mediática, a David Foster Wallace. Qué otro final podía tener la vida de alguien que dijo "sólo quería que me dejaran solo". DFW puede estar más de moda que nunca, puede ser el autor norteamericano número uno, pero ahora está por ahí, en las costas de Más afuera. Para terminar: lo que más me gusta de los dos son sus libros y escritos de no-ficción (no cabe duda: junto con las crónicas de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, el mejor libro de Foster Wallace son sus conversaciones durante cinco días con Lipsky que suman más de 300 páginas). No he leído aún Freedom, pero la libertad que Franzen se otorga para realizar ese acto y, luego, para escribirlo, no es menor y tiene la valentía y la resiliencia que quizás tuvo el propio Selkirk.

Por eso no me sorprende que las cenizas se esparcieran desde la isla bautizada en honor al hombre real y no desde la isla que tiene el nombre del personaje. La realidad, se sabe, es y puede ser más potente que la ficción.

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