"Yo no sé nada. Qué voy a saber yo. Además, en estos tiempos es mejor no saber nada", le dice Luz Jiménez a Benjamín Vicuña, hablando de su nieto en Los archivos del cardenal, la nueva serie nocturna de TVN. Ahí, la pantalla duele. Ahí, hay un leve temor en la voz de Jiménez, que tiene la mirada ida y el llanto amarrado a un lugar que sólo entrevemos y que vuelve terribles y ominosas sus palabras, pues lo que no dice pesa más que lo que dice. Vicuña la escucha, el nieto desaparecido es un amigo de la infancia, pero ahora todo lo que los ata es una vieja foto, donde unos niños aparecen juntos en un pasado brumoso.
Por supuesto, quienes aparecen en la foto han sido arrasados por el presente de la serie de TVN, que transcurre en 1978 y recrea el caso de los hornos de Lonquén, para describir el modo en que funcionaba la Vicaría de la Solidaridad a la hora de acoger a las víctimas de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Pero más allá de las intrigas que Los archivos... despliega (las persecuciones y los interrogatorios, las fosas llenas de muertos, las conversaciones en voz baja que a veces se vuelven gritos), todo estriba en la tragedia simbólica de la foto de aquellos muchachos, en cómo la dictadura la borró y la arrasó, convirtiendo a sus protagonistas en fantasmas, monstruos y héroes.
Es esa imagen la que impugnan sin mencionar, ahora mismo, políticos como Cardemil, Larraín y Herman Chadwick a la hora de hablar de la parcialidad del show, mientras explican que la serie cuenta la historia de Chile de modo sesgado, que es peligrosa para la vida pública. Incómodos, perciben que la serie es potente justamente por eso, al narrar los modos en que la violencia se volvió alguna vez una lengua del Estado y el crimen diseñó los modos de nuestra intimidad. En ese sentido, Los archivos… se parece a Los 80: en ambas la memoria nacional se percibe desde el doblez de lo inverbalizable; ambas se empecinan en buscar cómo contar algo que creíamos saber o tener superado. Ahí, la llaga está abierta en la zona viscosa y muda del horror de la vida privada, en las cuatro paredes de la infancia de los espectadores.
Contar la historia de Chile es contar la historia de una familia; contar, mejor dicho, la historia de sus crímenes. Aquello lo entendieron Portales, Blest Gana y Orrego Luco; Isabel Allende y Moya Grau, lo supo desde siempre Donoso: Chile no es más que un pequeño universo que implosiona en una perpetua catástrofe.
Así, no es raro que el primer capítulo de Los archivos... describa el funcionamiento de la intimidad de varias familias: la de Luz Jiménez y su nieto asesinado, la de Trejo y Paulina García, la de Edgardo Bruna y Benjamín Vicuña. Pero donde otros podían construir un melodrama (De amor y de sombra de la Allende) o un documento (La ciudad de los fotógrafos, de Sebastián Moreno), acá se vuelve un policial, como si esa forma cerrada -la del thriller forense- fuese el único tono para describir esta porción de la vida chilena. Su método es antiguo y siempre funciona: contar la historia de Chile es contar la historia de una familia; contar, mejor dicho, la historia de sus crímenes. Aquello lo entendieron Portales, Blest Gana y Orrego Luco; lo entendieron Isabel Allende y Moya Grau, lo supo desde siempre Donoso: Chile no es más que un pequeño universo que implosiona en una perpetua catástrofe. Ahí, el pasado debe narrarse como un crimen, mientras que la ficción es sólo un envoltorio capaz de modular el horror, para sacar a la violencia desde las sombras de su propio mito, dejándola desnuda a la luz de la historia.
Funciona: la ficción es un modo de recordar, de volver sobre lo que ya sabíamos para aprenderlo de nuevo, para mirar en sus zonas oscuras y conectarlas con el presente. Pero, a diferencia de CSI o Dexter, acá no hay un caso cerrado. El último capítulo se está emitiendo aquí y ahora, en el momento exacto en que el gobierno de Piñera hace un cambio de gabinete y otras viejas fotos aparecen, las de Chacarillas del 77, ese instagram de algunos de los flamantes ministros recién jurados con Pinochet. Por lo mismo, que nuestro pasado sea un policial no deja de ser pavoroso: la historia misma se vuelve un hecho criminal, opera como una ficción pesadillesca. Así, Los archivos... evade cualquier consuelo y nos recuerda lo que hay en cualquier policial forense: los cuerpos hablan y las marcas sobre los huesos son alfabetos que se pronuncian en un habla pavorosamente parecida a la nuestra.
Esos alfabetos bien pueden contar la historia de Chile, esa pesadilla que toma la forma de las viejas fotos de amigos muertos y que ahora se carga de significados que estallan tras los delicados silencios en la voz de Luz Jiménez y el rugido del motor de los Chevrolet Opala; que se reflejan en los lentes negros de los agentes de la DINA y se anotan en las carpetas que llevan el nombre de los muertos y que se apilan hasta el infinito; que aparecen sobre el horizonte amarillo de los cerros que son cementerios y se susurran en las conversaciones rotas en las mesas de las familias que no saben cómo hablar; que están a la vista, insoportables, en los pelos pegados a los huesos de los muertos insepultos y en el polvo falso de las calles de tierra del pasado.