Por Alberto Fuguet* Agosto 4, 2011

© UIP Chile

Esto no es una crítica.

Esto es, entonces, otra cosa. No sé lo que es, pero son algunas de las cosas que anoté en mi mente y hasta en una libreta después de ver esta grandiosa, épica, entrañable, lamentable, fome, cotidiana y estúpida película que pudo ser -fácil- la mejor del año.

Si esto fuera, no sé, una reseña, le tendría que colocar a Super 8 algo así como dos estrellas y media. O quizás tendría que destrozarla, pero para qué. ¿Puede uno odiar algo que al comienzo amó? Cómo justificar lo que partió tan bien, tan fino y discreto y nostálgico y generacional, y que termina en... bueno… una cinta de J. J. Abrams producida por Steven Spielberg.

Super 8 es el mejor y el peor remix de cierto momento del cine hollywoodense: cuando el propio Spielberg, de una manera algo escindida, empezó a mezclar el cine realista y chascón de los 70 con algo que aún no se sabía lo que era (matinés con esteroides y explosiones: lo que vivimos ahora y denominamos blockbusters). Dicen que Spielberg empezó a destrozar los 70 con el estreno de Tiburón, y le dio la última clavada el año 83 con E.T. Puede ser. Quizás los setenta se hubieran hundido solos, pero de ahí lo curioso de Super 8: quiere ser una cinta análoga y digital, quiere tener personajes de tres dimensiones, pero termina siendo montada como una cinta para masas a las que les gusta la chatarra en 3D.

Increíble: lo que parte como una nueva cinta de Spielberg de los setenta (antes de que tropezara intentando ser un adulto serio y, por otro lado, antes de los dinosaurios y la llegada de los efectos computarizados), termina transformándose en uno de esos blockbusters de verano que acá llegan en invierno y que ya me niego a ver (fuck Transformers).  Super 8 (gran título, ojo, sobre todo porque redime 8mm, del asesinable Joel Schumacher) no se arma, pero…

Lo curioso de "Super 8": quiere ser una cinta análoga y digital, quiere tener personajes de tres dimensiones, pero termina siendo montada como una cinta para masas a las que les gusta la chatarra en 3D.

Aun así, está entre lo mejor que hemos visto este año.

Peter Bogdanovich, que al final terminó siendo más cinéfilo que cineasta, editó hace décadas un libro, de cuando él era crítico y cronista fílmico, llamado Pieces of time. Lo tituló a partir de una frase del gran James Stewart que, en una conversación, le confesó que cada vez que lo reconocen o le piden un autógrafo, la gente no recuerda necesariamente al director o siquiera la historia, sino ciertos momentos en que él hizo o no hizo algo, en que miró de una cierta manera o cerró una puerta o besó a Grace Kelly o a Kim Novak.

Trozos de tiempo…

Super 8 tiene trozos, momentos, retazos, silencios, miradas… Tiene cine… cine como se concebía a la antigua: puesta en escena, creatividad, economía. Abrams es capaz de armar suspenso sin recurrir casi a efectos especiales, con leves movimientos de cámara o brillantes ideas de puesta en escena (perros corriendo, un letrero luminoso giratorio que justo tapa un desastre). Pero…

¿Le interesará al público de doce una cinta acerca de sí mismos...?

No habría que aprovechar todos los efectos especiales y reprocesar las trasnochadas teorías de conspiración de militares malos que esconden algo que no es de esta Tierra... Y hablando de Tierra, por qué no hacemos estallar todo y destrozamos el mundo o, lo que es casi lo mismo, el mundo de los chicos, ese pueblo pequeño como sólo existe en las películas. No todos los mundos deben destrozarse. ¿Basta con hacerlo explotar o destrozar todo lo bueno que existe en él? ¿Hasta cuándo los cineastas mainstream (para qué hablar de los indie o de los que hacen cine-arte) les tienen miedo a sus emociones?

Super 8: Trozos de tiempo

Parto de nuevo: lo que inicia como una nueva cinta setentera de Spielberg, sacándole el máximo partido a lo análogo, haciéndonos recordar lo grandes que fueron Tiburón y Encuentros cercanos, E.T. y hasta Poltergeist, más todas esas cintas donde Spielberg metió las manos (hay algo de Gremlins en esta cinta, sin duda, y por cierto algo de The Goonies), rápidamente se transforma en "la mejor de las cintas de Spielberg" porque, de pronto, sin aviso alguno, todo ese mundo de camaradería masculina se ve amenazado por algo mucho más poderoso y acaso temible que unos aliens-monstruos-conspiración militar: la invasión de las hormonas. Y lo que viene después, y que acaso triza más: los afectos.

Spielberg empatizaba con que un niño o un hombre podrían enredarse con un extraterrestre, pero nunca fue lo suyo el deseo. En Super 8, Joe, nuestro pequeño héroe, no es capaz de ingresar al velorio de su madre. Es un comienzo nevado, silencioso, notable y sutil, que tiene algo de Gente como uno de Redford. Luego, gracias a la pasión por hacer cine más que por verlo, conoce a Alice, una chica también dañada, pero que maneja y tiene catorce. Por mucho que el espectador sabe que este tipo de lazo es el peor de todos, uno quiere que pase algo. Lo malo es que ella quizás es demasiado mayor; lo va a herir. Sabe demasiado y ya está muy dañada. Y está el gordito, una suerte de Orson Welles de los suburbios con poleras que hoy son vintage/shuper, que lee revistas de cine y entiende que la mejor manera de conquistar a una chica es darle el rol principal.

Aquí tenemos una trama: un triángulo y un fin de mundo. Más una banda de sonido que, en su momento, hubiera sido quemada por los punks: My Sharona, Heart of Glass, Easy (por los Commodores, no por Faith No More). ¿Para qué destrozar el mundo cuando el mundo de tu personaje se está remeciendo?

J.J. Abrams parte con un filme autobiográfico, ambientado el año 1979, el año del tema de los Smashing Pumpkins, pero deja a los que ya tienen pelo facial como secundarios, y se fija en los que andan en bicicleta y se contactan entre ellos con walkie-talkies en vez de iPhones. Sin querer, destroza cintas como Exploradores y salpica con una tensión y un dolor lo que Reiner no quiso hacer en la monumental Cuenta conmigo. Super 8 es muchas cosas y está tan conectada a momentos claves del cine y la cultura pop de los setenta que termina siendo un festín: está el amor del cine de Truffaut (un grupo de torpes se rodea de una mujer segura y atrevida para filmar una cinta a lo La noche americana); están los personajes más jóvenes de Dazed and Confused de Linklater, ahora como héroes; están todas esas familias destrozadas, toda esa música disco, esos televisores en el living, esas amenazas de centrales nucleares tipo El síndrome de China.

El filme puede ser la mejor cinta del año si uno tiene doce y si es hombre. Como ahora sucede que buena parte de los hombres siguen teniendo doce, este blockbuster será eso: un éxito, un evento, una experiencia inolvidable, pero no por "lo que sucede", no por "lo que no se puede revelar", no por "aquello que no hemos visto" sino por aquello que ya sabemos, que ya hemos vivido o queremos revivir o volver a hacer de nuevo, pero mejor, con más experiencia.

Al ver Super 8 dan ganas de volver a tener doce: por lo que sucede con los personajes y porque todo el resto, toda la cosa "alien" no me molestaría, quizás hasta me emocionaría y me dejaría tan sobreexcitado que les contaría a todos mis amigos en el colegio (quizás en rigor twitearía) y armaría un grupo para verla de nuevo o quizás hasta invitaría a esa chica rubia a verla, porque sé que ella jamás esperaría que Super 8 fuera quizás la mejor date movie del año, la cinta que mejor ha captado la torpeza y la perversión del deseo y del amor entre un chico prepúber que, al lado de una chica inteligente (la extraordinaria y perturbadoramente atractiva Elle Fanning) es justamente eso: un chico. Un bebé. Lo mejor de esta cinta -qué, uno de los mejores momentos del año- son "las escenas de sexo" o "de piel" entre Elle Fanning y Joel Courtney, nuestro nuevo James Dean nerd.

Lo malo es que, pasado un momento, a medida que llegan los militares y empieza a aumentar el presupuesto, uno capta que en efecto no tiene doce ni quiere volver a tenerlos, y la cinta se empieza a quemar  y a cortarse, como lo hacían, en efecto, las películas en Super 8. Abrams estuvo cerca. O quizás estuvo lejos. Para homenajear a un héroe no es necesario convertirse en él.

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