Por Alberto Fuguet* Octubre 20, 2011

Nunca había visto Nashville, de Robert Altman (y me considero un cinéfilo), y nunca había estado en Nashville. No había conocido a nadie que viviera allí y, para ser honesto, no estaba en la lista de los lugares que me gustaría visitar. Nashville era un lugar, un mito quizás, que sabía que existía, pero del que no tenía la más mínima idea, excepto quizás por algunos clichés que, eventualmente, terminaron siendo muy útiles ahora que Música Campesina está lista.

Mientras escribo esto, doy un rápido vistazo a mis Moleskines y folletos de Staples y me doy cuenta de que Nashville es definitivamente parte de mi vida y siempre lo será. Es curioso cómo  funcionan las cosas. Es, sin lugar a dudas, mi "segunda ciudad",  mi hogar fuera del hogar, el lugar al que siempre volveré, aunque nunca más vuelva. Hay otras ciudades en las que he vivido por mucho más  de los veintitantos días que estuve en el penthouse decorado como una cinta de James Bond sesentera de los Americana Apartments, a un par de cuadras de mi sede oficial de escritor: el gran café-supermercado-salón de estudios llamado J&J en Broadway. Es probable que me sienta más a gusto en Buenos Aires o que tenga más amigos en Lima o Nueva York, pero hay algo muy profundo y privado en mi relación con Nashville. Es muy fácil reconocer, pero quizás no tanto desenredar los sentimientos que tengo hacia esta ciudad del Estados Unidos profundo que ahora, capto, es profundamente mía.

En septiembre del 2009 fui invitado por Ted Fisher y el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Vanderbilt para pasar un mes en el campus y "escribir, enseñar, dar charlas". Como broma, dije: "Sería mejor filmar que escribir". Ted me dijo si estaba hablando en serio. No lo estaba y le dije que no. "Lástima -me comentó-, me gustó la idea que pudieras filmar acá". Luego le conté a un amigo que me habían ofrecido filmar algo (¿qué?) en Tennessee y que ellos lo financiaban si no superábamos los quince mil dólares. Mi amigo me dijo que no fuera estúpido, que no tenía ni edad para rechazar algo así. "Te ha ido demasiado mal con los fondos y los work in progress: no puedes rechazar dinero y una invitación así. Otros quizás, pero tú no". Era cierto. Dije que sí. Y el asunto partió: me iría a Nashville a  escribir, buscar y definir locaciones y filmar un corto que luego fue creciendo y terminó siendo un guión largo en inglés. Llegué con una idea, con prejuicios y con la biografía del pasado de mi personaje: Alejandro Tazo. Tazo, como el té Tazo que venden en Starbucks. Tenía el final de la película y el comienzo: me faltaba todo el medio. Esperaba encontrarlo, pero para eso debía encontrar la ciudad y a mí. Tal como Tazo, debía encontrarme y armar un equipo rápido.

Anotación de mi libreta: "Tazo se tiene que enamorar de Nashville; no filmarlo como turista, sino como alguien que está totalmente flechado". Yo quería capturar un Nashville menos campesino, más hipster, digamos, y filmar lo más posible en lugares que no fueran íconos turísticos. Estaba más interesado en los callejones. Y es ahí donde aparecen el misterio, la epifanía, los recuerdos: cuando haces una película, una vez que has descubierto la ciudad y su gente, una vez que has puesto ahí  tus personajes y actores, una vez que has establecido vínculos con las personas que ahora vivirán por siempre en la pantalla (cualquiera sea ésta) con tu nombre y sentimientos, anhelos y temores, esa ciudad siempre será tuya. Siempre será una parte de ti.

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Voy al Festival de Cine de Nashville (abril 2011). En mi iPod suenan las mismas canciones ("I'm Easy", de Keith Carradine, el tema central de la cinta de Altman; "Help Me Make It Through The Night", de Fat City interpretado por Kris Kristofferson; "Everybody's Talking" de Nilsson, el tema que unía y armaba Perdidos en la noche) que sonaban hace un año, cuando -post terremoto- pude escapar de Santiago y volé en un avión parecido y tipeaba el último borrador de una suerte de memo para mi equipo que no conocía, titulado "Alejandro Tazo, a brief biography". Esos temas y otros (Glen Campbell, Ryan Bingham y la banda sonora de Crazy Heart; Johnny Cash, por cierto; Hank Williams Sr. y su tema "Lost Highway", que resumía todo lo que quería contar) fueron los mapas musicales que me ayudaron a manejar por la ciudad y perderme porque no tenía un GPS. Los mismos temas que estaban en mis oídos cuando salía a caminar y caminar, con mi pequeña máquina fotográfica digital, encuadrando y mirando, cruzando puentes y caminando arriba de los rieles del tren, tratando de entender y visualizar y hacer mía una ciudad que claramente no me pertenecía. Sabía que esta ciudad ya había sido filmada -y cantada en forma exponencial- y que estaba ingresando a un territorio sagrado y que debía, cuanto antes, eliminar "la mirada del turista" y transformarme en alguien que no se siente ajeno.

Anotación de mi libreta: "Tazo -el protagonista del film- se tiene que enamorar de Nashville; no filmarlo como turista, sino como alguien que está totalmente flechado". Yo quería capturar un Nashville menos campesino, más hipster, digamos, y filmar en lugares que no fueran íconos turísticos.

No tenía guión y tenía un equipo que nunca había hecho un film y algo de presupuesto, pero ya conocía cómo podía vestirse, cómo podía reaccionar, qué memorias y dolores y ansias y trancas y recuerdos tenía en su disco duro mental. Tazo no es de Nashville ni de USA; es un "hijito de su mamá" que a los treinta y tantos aún vive en casa y "trabaja" en el negocio familiar. Es parte de la elite de una ciudad pequeña de provincia. Su mundo es reducido y mi idea era que no sucediera lo que sucede muchas veces en las películas: que más que se le abra el mundo y una serie de posibilidades, se sintiera aislado, botado, ajeno, y captara que quizás le hacía falta viajar por el mundo para entender que tal vezno tenía tanto mundo como pensaba o que quizás no le hacía falta tenerlo.

Cada vez que debía elegir dónde poner la cámara, me acordaba de esa frase de un crítico (¿cuál?) que una vez subrayé: al final, Estados Unidos no es un país, es un set. Es más: no sólo eso, cada set te remitía a otro set, a otra película, a otra historia. La espesura cinematográfica de las ciudades americanas te puede paralizar o sobregirar. Quizás por eso Música Campesina fue tan placentera: me sentí en casa. Ahora que todo terminó, o recién está empezando, regreso a Nashville y siento que regreso a casa.

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Volvemos del Festival de Cine de Valdivia. Estamos arriba del bus. Nuestra cinta no tenía presupuesto para viajar en avión. El cine-garage es así. Todo dinero que aparece va para financiar la próxima película. Estamos seriamente trasnochados, con caña, alterados. Tocados. Ando con un Pudú en la mano, pero el Pudú es de metal o de oro y me siento pasado a Pudú, así que lo guardo en el bolso y estiro el asiento semicama. Es mediodía y todavía quedan muchas horas de viaje hacia Santiago. Miro mi celular: 129 mensajes. Ganar altera las cosas. Música Campesina ganó anoche y todo cambió. De chicos pasamos a grandes. Ganar es más complicado que perder. También cansa más, pero no es una mala sensación. Para más remate, ganamos otro premio, el de Moviecity, que es un buen monto de dinero: para otros, sería un dineral para hacer una première alucinante con champán francés. Mauricio Varela, mi socio,  me dice: "Con estos treinta mil tenemos financiada la próxima". Silvio Canihuante, mi productor ejecutivo, dice: "Vinimos con miedo a ser trasquilados y volvimos con lana". Es cierto. Ganar es mejor que perder, pero ya tener asegurada otra película es el verdadero premio. ¿Ganó Música Campesina? Por cierto que sí, pero siento que el que ganó fue el cine-garage, la idea que películas narrativas y con un personaje central, con un guión escrito, aún tienen una chance en el panorama del cine de festival. Acepto que me feliciten y decido disfrutarlo. ¿Por qué no? No me arranco por miedo o timidez ante los críticos o los directores a los que les tenía celos por "ser aceptados". No me voy a encerrar al hotel como después del estreno, en la misma Valdivia, de Se arrienda. Música Campesina, en un segundo, pasó de chica a grande y justo para su estreno. Quizás más gente la vea. Ojalá. Miró el Pudú en el bolso: brilla como un Oscar. Yo siempre quise ser director, mucho antes de imaginarme que sería escritor, y la sensación no es mala. Sólo que tengo sueño. No debí mezclar vodka con Jack Daniel's. No es necesario ganar nada para poder ser uno, pero al final todo es percepción. Una cosa es como tú te ves y otra es como te ven. Ahora capaz que vean la cinta. Pienso en Velódromo, en Ariel Roth, en que esa cinta no tuvo la oportunidad que tuvo ésta, y enchufo mi iPod y pongo la música de Velódromo y luego, a la altura de San Fernando, le digo a Pablo Cerda: "¿Hablemos de la próxima?". Cerda me dice que con una condición: él quiere ser el coguionista. "Vale", le digo y justo parte Zohan, una película de Adam Sandler, y al final no hablamos nada, pero no reímos harto. Supongo que esto es estar contento.

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