Serge es de Beirut y es un abogado joven globalizado. Le faltan horas en el día para lograr todo lo que quiere. Tiene un iPhone 4 y, a veces, cuando sale de una reunión capta que le han llegado 72 mails. Su lado B, su lado artístico, que es más que un hobby porque un hobby es algo para distraerse y tomar fotos en su celular, es algo que más bien lo potencia, lo catapulta como un instagrammer de primera línea: alguien que dispara sin pensar demasiado y luego, vía Instagram, las "mejora" o altera (en lenguaje cibernético, las twikea; de tweak) con los filtros de la aplicación de moda. Luego las postea para que el mundo las vea.
Lo impresionante es que las ven.
Muchos de sus seguidores llegan por casualidad, siguiendo links. Si te interesan los edificios, por ejemplo, puedes toparte con Serge, quien aprovecha sus traslados por la ciudad o sus tiempos muertos para mirar y hacer clic. Lo hace por jugar, ya casi como algo natural, ni lo piensa; no toma fotos personales o exhibicionistas, aunque aquí es donde comienza la duda: ¿qué es personal? ¿qué implica realmente exhibir? ¿Mostrar tus gatos, tu gente, tus fiestas? ¿O es acaso algo más sutil, como compartir aquello que te llama la atención?
"Instagram me ayudó a mirar la ciudad de otro modo", le comentó al blog de Instagram. "Ahora veo belleza en la vida diaria. Me ha cambiado la perspectiva. Cuando veo algo que no había visto antes, le tomo una foto. Disparo. Y las comparto. Tengo esta capacidad de mirar y deseo que miren lo que miro. Uno literalmente puede ver algo nuevo todos los días".
Josh Copeland, de Estados Unidos, por su parte, tiene 344 seguidores; no es para nada un photosetter, pero su meta no es serlo. Él, a su vez, sigue a 178 personas. Intenta "subir" a la red telefónica las fotos el mismo día que las tomó. "Las fotos cuentan mi día-a-día. Me gusta seguir el día de gente repartida por el globo. Ver dónde hace calor y dónde está nevando, dónde están de día y dónde ya están de noche. Los sigo no por un asunto voyeurístico sino porque me inspiran, sorprenden y gatillan ideas".
Serge y Josh no son los únicos adictos a esto de la explosión Instagram. En menos de catorce meses, esta aplicación para el iPhone (con un nombre que homenajea tanto a las Polaroids como a las cámaras Instamatic de Kodak de los 70) pasó de ser una excentricidad de pocos a ser una moral masiva que perfila de manera exacta e incluso aterradora cómo se articula la nueva generación ultraconectada y digital: ondera, artistilla, estética, con buen ojo, retro, exhibicionista, vintage y hipster.
Instagram popularizó y contagió la idea que tu celular no sólo te sirve para hacer llamados, revisar mails, tuitear, confirmar algún dato vía Google, sino que también era una cámara destinada a capturar tus propios momentos o ideas.
Instagram le dio en el clavo con esto de los filtros que hacen que una foto mediocre (capturada mal que mal con un celular sin ninguno de los juguetes de los fotógrafos profesionales) pueda aparecer con "una cierta onda".
La onda por lo general es retro: Polaroids, revelados en una hora, ese color que tenían las fotos de los 70 que se han envejecido. Esto fue clave: si antes se decía que el pasado era como un país extranjero, ahora al parecer el presente lo es. Todo cambia tan rápido. Los que más sufren los cambios, porque los adoptan de inmediato, son los jóvenes; y son ellos, con su obsesión vintage, por acceder a lo que se perdieron (como las Polaroids y ser parte de la serie Los 80), por creer (como jóvenes que son) que el pasado fue "más simple, más fácil", que es donde Instagram le achuntó: unió Facebook con los haiku, Twitter con estética retro. Dicho de otra manera: hizo que el presente no fuera tan instantáneo y lo transformó en pasado.
Al parecer, nadie tiene tiempo o paciencia para esperar treinta años.
El pasado debe ser actual, ahora, inmediato.
Si las teorías sociales siguen siendo válidas, entonces no sería un error ver en la llamada moral Instagram una suerte de anomalía mutante que ha explotado en forma exponencial a través de los teléfonos inteligentes, algo más que una moda si no una suerte de adelanto de cómo van a estar las cosas. Las vanguardias siempre parten entre unos pocos. Estos pocos son actualmente más de 13 millones de adictos que hicieron suyo el "el arte de postear fotos que parecen antiguas, pero son instantáneas" (más de 200 millones de fotografías digitales alteradas y retocadas ya están en el aire). Es altamente probable que antes de octubre del 2010 quizás a estos 13 millones de "artistas visuales" (entre los que me encuentro, lo admito) nunca se les hubiera ocurrido definirse a sí mismos como fotógrafos o "poetas del momento".
Algo en efecto está sucediendo y no es casual que la aplicación Instagram (que se descarga gratis y está formando un nicho o una comunidad impresionantemente cohesionada y homogénea) haya ganado tantos adeptos en poco tiempo. De todas las redes sociales, ésta es la menos intelectual (casi parece un antídoto a la manía "todos somos críticos" del blog-post-Twitter) y quizás es la más exhibicionista (mira dónde estoy, mira con quién estoy, mira lo que miro).
Dime lo que fotografías y te diré quién eres.
Moral Instagram
Quizás por ahí va la fascinación y lo que hace que la palabra exhibicionismo pase a revelar lo que significaba antes de la avalancha de desnudos, pornografía y sexo digital: Instagram permite algo de piel, pero sólo artística. Fotos que rozan lo porno o lo explícito ("Éste es mi pene con look setentero") son inmediatamente bajadas y el usuario se queda sin cuenta, por lo que uno no puede ver a la conquista del chico en Seattle durmiendo desnuda; uno a lo más ve a la chica del chico de Seattle posando con una sábana, luz matinal azulada y un gato a su lado comiendo helado.
O si el chico es más intenso o ya sabe quién es Larry Clark o Diane Arbus, quizás lo que uno ve son los pies de la chica asomarse debajo de un cubrecama que, gracias a los filtros, parece haber sido elegido por la directora de arte de Gus Van Sant.
Instagram ha triunfado sin pornografía, es cierto, y sin la idea compulsiva de estar conectados (puedes llegar a conocer gente, pero la idea es en efecto otra: compartir, mirar, mostrar). Algunos enemigos de Instagram (y los tiene, lo que delata la manía que está produciendo) creen que mostrar tus huevos (fritos) o tu pasaje aéreo en la cama de tu hostal o tu refrigerador vacío o una puesta de sol o la ensalada griega que estás comiendo en un restorán de Budapest es acaso peor. La frase que salta: qué me importa. O: no me interesa saber qué hiciste el sábado por la noche o, peor, el domingo por la tarde. Una plaza vacía de noche con un perro solo claramente está enviando un mensaje o ilustrando un estado de ánimo (la aplicación además permite colocar el nombre de la plaza y, por lo tanto, con un toque de dedo, el posible voyeur puede enterarse dónde queda la plaza), tal como una mesa de bar llena de cervezas y caras felices dice otra cosa. Si a esto le agregamos que, como grandes pintores, el fotógrafo digital puede además rotular las fotos ("solo en la noche", "primera noche en Shanghái", "el departamento sin ella", "Nico cumple 27"), la mezcla termina siendo extremadamente personal y las confesiones más desnudas que si alguien apareciera, en efecto, desnudo. Por algo la frase con que se presenta, por ejemplo, un estudiante de Colorado es perfecta: muéstrame tu mundo y yo te mostraré el mío .
¿Es este exhibicionismo artístico lo que provoca la mayor cantidad de rechazos a la moral Instagram?
Conozco personas que han hablado horas y escupido saliva contra esta gente insensible que ahora se creen artistas, que toman fotos de rieles de tren y ventanas mitad cerradas, que transforman una fiesta aburrida en recuerdos de un pasado ligado a sus padres (con los cuales, además, jamás compartirían esas fotos con estética setentera). Es probable que el grado y la intensidad del rechazo tenga que ver con el tema hipster (algo así como artistas-poseros; chicos retro demasiado hip y cool y obsesionados con un pasado cercano que ellos mismos recuerdan; intelectuales con más sentido estético que intelecto) y con algo relacionado con la defensa de los que creen que el pasado ya pasó y el presente no debería manipularse sólo por un tema visual o ligado a lo cool.
Lo insólito es que ya Instagram superó el tema hipster-joven. Da la impresión de que cada vez son más las personas que se suben a esta red visual: poco a poco cuando ingresas a ver cuáles son las fotos más populares del momento, te topas más con gatos y bebés que tatuajes y mensajes "emo" escritos con letras que harían el deleite de los aficionados al diseño.
Hasta la aparición de Instagram, tanto las cámaras fotográficas como las de video, que ahora son parte de, incluso, el celular más básico, eran elementos absolutamente extras, que se utilizaban tarde, mal y nunca; además, por muy buena resolución que pudieran tener, un celular no es una cámara (no tiene lentes, zoom, flash). Instagram popularizó y contagió la idea que tu celular no sólo te sirve para hacer llamados, revisar mails, tuitear o confirmar algún dato vía Google, sino que también era una cámara destinada a capturar tus propios momentos o ideas. No porque no seas un fotógrafo profesional no puedes tener imágenes que a veces pueden ser mejores que las de un experto. Y de eso va Instagram: recolectar recuerdos, tomar fotos de objetos, mirar distinto.
Más del 90% de la comunidad Instagram es abierta (hay cuentas que requieren solicitar autorización) y uno puede terminar siguiendo a centenas de personas (conocidas y desconocidas, en cualquier parte del mundo) y, por cierto, transformarse en algo así como un líder estético con miles de followers que pueden admirar tus fotos y apoyarte diciendo que incluso la amaron (la llamada instagramificación: la gratificación instantánea que un usuario de Instagram siente cuando su iPhone lo notifica que "somebody liked your post"). En efecto, aquello que "creaste" le guste a un coreano o una checa que no conoces, que toca con su dedo un corazón y en tu pantalla, al otro lado del mundo, aparece un mensaje diciéndote que algo que fotografiaste le gustó a otro es al parecer lo que conmueve y le da una intimidad a esta práctica, que es mucho más intensa que el acto de retuittear.
Quizás por eso Instagram funciona tan bien y produce adicción. Gente sola que no quiere estarlo; gente que desea expresarse y lo logra; gente que se siente tocada porque alguien siente parecido a ellos; gente que cree que el mundo es más que perversiones y manías y fetichismo, y cree que también hay un lugar para fotos de niños, perros, plantas, edificios al atardecer, letreros raros, aeropuertos, la belleza de los no-lugares, las confesiones de la gente que mira lo que al final quiere o le interesa; la oportunidad para que se cuele la ambigüedad y la poesía y se ataje la literalidad y lo básico; la posibilidad de hablar sin usar palabras, de susurrarle al mundo lo que se está sintiendo sin que quede del todo claro.