Por Marisol García Febrero 16, 2012

Sobre este asunto se han escrito ensayos, tesis, ponencias académicas. En los últimos años, el Departamento de Sociología de la Universidad de Limerick (Irlanda) ha organizado ya dos seminarios sobre Morrissey y su significación cultural (un compendio de las ponencias puede encontrarse en el libro Morrissey: Fandom, representations and identities), y los efectos de las letras del autor de "Girlfriend in a coma" han motivado también encuentros en, al menos, la St. Mary's University College de Twickenham (Inglaterra); la Facultad de Arte, Arquitectura y Diseño de la Universidad de South Australia, en Adelaida; y la Manchester Metropolitan University. El libro Why pamper life's complexities? Essays on The Smiths (2010) compila catorce textos de académicos de la Anglia Ruskin University, de Cambridge (Inglaterra). Su solapa advierte que "el volumen está dirigido a profesores y estudiantes de los campos de sociología, literatura, geografía y estudios culturales (...). Los temas que abordan estos ensayos abarcan clase, sexualidad, catolicismo, thatcherismo, identidad nacional y regional, cine, poesía, suicidio, iconografía, culto y fanatismo".

No suceden estas cosas con Bono, Adele ni Shakira, por supuesto. Ese interés sincero de los estudiosos tampoco es equivalente al análisis literario que se ocupa de poetas-cantantes como Dylan, Cohen o Serrat; ni al atractivo camp que no pocos investigadores han encontrado en Madonna. El innegable valor de las canciones de Morrissey y The Smiths -agudamente descriptivas de la rutina de la clase media, en extremo observadoras sobre las relaciones de pareja y de poder, elocuentes sobre rasgos propios de lo que un extranjero puede identificar como "lo británico"- se agranda a la luz de sus efectos: esos versos de desolado autoanálisis y sarcasmo social necesitan a quienes los escuchen y hagan propios, y éstos, a su vez, sostienen el valor de su compositor para persistir con el mensaje. Así nace el culto. Y así se mantiene hasta ahora, desde 1983, cuando el primer single de The Smiths, "Hand in glove", presentó una historia de amor desafiante "parecida a ninguna otra / porque se trata de nosotros".

Son, desde entonces, muchos esos "nosotros" que se sienten batalladores únicos contra el mundo al escuchar a Morrissey. Contar con una multitud de solitarios a tus pies es una aparente paradoja -tantos solitarios juntos ya dejan de serlo-, pero el cantante ha sido el primero en cuidar que ese vínculo intenso nunca deje de sentirse como algo único, escogido, irrepetible. Cuando al primer ministro David Cameron se le ocurrió decir que The Smiths era una de sus bandas favoritas, Morrissey saltó como león para defender un mensaje a su juicio incompatible con el de un político conservador y aficionado a la caza.

"David Cameron caza y dispara y mata ciervos, aparentemente por placer. No fue para gente así que se grabaron Meat is murder ni The Queen is dead. De hecho, fueron compuestos como reacción contra ese tipo de violencia".

Morrissey enciende un tipo muy particular de emoción, que es difícil encontrar en otro artista pop, vinculado a la poetización del fracaso, la marginación, la decepción y la soledad. 

No todos pueden ser un fan de Morrissey, en resumen, y eso sucede porque su música ha asentado, más que una estética, un ideario. Sus fundamentos son conocidos y regocijan a cronistas perezosos con ganas de vender estereotipos: la defensa de los animales del exterminio por experimentos, dieta, abrigo o diversión; el desprecio hacia la parafernalia del amor de tarjetita; el más feroz antimonarquismo y el odio visceral por Margaret Thatcher; el desafío a los roles de género y la burla hacia el rockero-macho legitimado de Led Zeppelin en adelante; el rescate de cierta imaginería británica de culto que lleva a los auditores a buscar sus citas con frenesí. No faltan quienes insisten en lo del celibato (que el cantante proclamó hace ¡tres décadas!, pero que a estas alturas desmienten muchos de sus últimos versos) o la depresión crónica (que olvida que Morrissey es uno de los más graciosos e irónicos letristas del pop), pero no vamos a sorprendernos ahora de que los malos traductores abunden en la prensa apurada. De hecho, desde ya resulta una delicia imaginar al autor de "There is a light that never goes out" enfrentado, en unos días más, a los perseguidores de luisesfonsis, diegostorres y marcanthonies. ¿Qué citable sarcasmo puede salir de ese enfrentamiento? ¿Qué provocación inolvidable motivará la ramplonería habitual del animador a cargo? ¿Qué mirada perpleja lanzarán los invitados de las primeras filas hacia la devoción sin histerismo de quienes lleguen a la Quinta Vergara como en una sentida peregrinación?

La semana pasada se inauguró en Madrid una exposición fotográfica con retratos de fanáticos mexicanos de Morrissey. El culto de esa nación hacia el inglés es llamativo, y explica la sorprendente rapidez en la venta de entradas para sus conciertos, tanto en México como en Los Ángeles (California), y una legión de jóvenes de caras anchas y piel canela adornados con jopos lisos y gafas de pasta. Morrissey sabe de su obsesión particular -equiparable, en parte, a lo que ocurre en Argentina con los Rolling Stones y en Chile con Faith No More-, la atesora y agradece. "Los latinos están llenos de emoción, y ya sea de lágrimas o risa están siempre a punto de explotar. Ahí está nuestra conexión", ha dicho el cantante, que sabe que su legado más valioso se mide en impacto emocional.

cultura

Desde el primer single de The Smiths,en 1983,nace el culto a Morrisey

Pero quizás su análisis carezca del alcance sociopolítico que otro latinoamericano puede ver sin filtros. En sus canciones hay un mensaje desde fuera del éxito, la riqueza o la performance sexual; por completo contrario a la jerarquía de desigualdad que sostiene nuestras relaciones sociales. Morrissey enciende un tipo muy particular de emoción, que es difícil encontrar en otro artista pop, vinculado a la poetización del fracaso, la marginación, la decepción y la soledad. Educados para creer que el pop es un entretenimiento para encender un rato o acompañar cualquier inescapable cliché cotidiano, de pronto él nos sugiere que en cuatro minutos puede empatizarse con sentimientos profundos y complejos, y hasta asentar una rebeldía que haga más soportable la injusticia del día siguiente. El pop deja entonces de ser sólo una distracción moldeable a un verano televisado, predecible y vulgar. El pop es, de pronto, algo sumamente importante.

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