Por Patricio Jara Mayo 2, 2012

Esta historia comienza con una micro rosada cruzando la elipse del Parque O’Higgins. Una micro que avanza hacia la entrada del Movistar Arena, el fin de semana pasado. En un principio nadie parece prestarle mucha atención en esta fría tarde de sábado, a dos horas de que comience The Metal Fest Santiago, el festival de rock duro más grande que se ha hecho en Chile y, muy probablemente, en Sudamérica. La micro pudo pasar inadvertida si no se hubiera detenido a un costado de la fila de ingreso y si de su interior no bajara una veintena de chascones forrados en chaquetas de cuero. Además, su arribo fue tan aparatoso, gesticulando como gesticulan los metaleros y gritando de forma gutural, que a los que presenciaron la escena no les quedó otra que largarse a reír. Pero a esos tipos no les importa nada. Están felices por haber llegado a tiempo. Vienen quizás de dónde para asistir a la cita (de seguro que de alguna localidad donde los metaleros no tienen prejuicios de subirse a micros rosadas).

* * *

Durante décadas la escena heavy metal chilena vivió a la sombra del poderío de Brasil. Desde 1985, cuando organizaron el primer Rock in Río (con un millón y medio de asistentes y la presencia de monstruos como Queen, AC/DC e Iron Maiden), aquella plaza no sólo se alzó como la fundamental del continente, también eclipsó a los otros países de la región. Con un mercado de 190 millones de personas, se transformó en una muralla. Todo pasaba por Brasil y todo se quedaba en Brasil.

Sin embargo, desde mediados de los 90, con el primer Monster of Rock en la Estación Mapocho y el esfuerzo titánico de algunas productoras por traer shows internacionales (fiasco de Iron Maiden 1992 aparte), Chile fue haciéndose si no un punto más grande en el mapa, al menos un punto más luminoso.

Durante los diez últimos años no han pasado más de dos meses sin que la cartelera ofrezca algún espectáculo internacional. Se diría que hoy a Chile han venido casi todas las bandas que concitan el interés de los fanáticos. Pero de allí a tener un show a la altura de los festivales europeos y norteamericanos había un salto muy grande. De manera que aquello que partió como un rumor terminó por confirmarse a comienzos de febrero: Chile organizaría su primer megafestival del género. Su nombre, bastante directo: The Metal Fest Santiago. Dos días, dos escenarios, catorce bandas extranjeras y catorce bandas nacionales. El lugar, el mejor posible: el Movistar Arena. El precio: $ 30 mil por jornada.

El primer casete que tuve de Annihilator fue a los 15, y mi papá me lo tiró a la basura después de una entrega de libreta de notas. Han pasado 22 años desde entonces y ahora que los veo en vivo en el Metal Fest sigo recordando las canciones de ese casete que estaban dormidas en mi memoria.

Pero hubo críticas. No por el valor de las entradas sino por el cartel de bandas. Salvo dos, todas habían venido a Chile más de una vez en los últimos años o, en algunos casos, en los últimos meses.

Paralelamente, en Brasil, se anunciaba el Metal Open Air, que se desarrollaría una semana antes que el nuestro, durante tres días, y con más de 20 bandas extranjeras, muchas de las cuales luego bajarían en el mapa rumbo a Santiago.  Pero de pronto ocurrió lo impensado: el show de Brasil se canceló por compromisos impagos y otras deficiencias de organización. Muchos temían que las bandas comprometidas a seguir camino a Chile regresaran a sus países asqueadas de todo.

Pero eso no pasó y el Metal Fest siguió adelante. Y ante la cancelación a último momento de los ingleses Venom, un plato fuerte de la primera jornada, sumaron a los canadienses Annihilator, quienes por primera vez venían a Chile. Muchos compraron su entrada sólo por verlos a ellos. En mi caso, el primer casete que tuve de Annihilator fue a los 15, y mi papá me lo tiró a la basura después de una entrega de libreta de notas. Él quería que yo estudiara y no escuchara ni a Annihilator, ni a Mutilator ni a Vastator. Han pasado 22 años desde entonces y ahora que los veo en vivo sigo recordando las canciones de ese casete que estaban dormidas en mi memoria.

* * *

En uno de los puestos de bebidas, que sólo ofrecen de fantasía y cerveza sin alcohol, me encuentro con Pepe H, un rockero que ha venido desde el norte. Pepe H, que trabaja en minería, guardó vacaciones para estar los dos días en Santiago. Lo primero que dice es que no lo puede creer, que todo esto es como un sueño. Tiene razón: por más que muchos grupos sean repetidos para los que vivimos en Santiago, hay gente que ha venido desde diversos puntos del país, o bien desde Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador con la ilusión de la primera vez. Pero, a decir verdad, la alegría de mi amigo no es tanta: Pepe H tiene diabetes y está preocupado porque en los stands no hay oferta de comida que no sea hot-dogs ni hamburguesas ni cabritas ni Snickers. Si bien Pepe H va a cumplir 45 años pronto, no se le notan achaques. Pero cuando me dice que su hija pronto dará el examen de grado en Derecho, uno se da cuenta lo viejo que es el heavy metal en Chile y, por consiguiente, lo viejos que estamos todos. Tuve el pelo largo, largo hasta los codos durante toda mi vida universitaria, pero hoy calculo que cuando mis hijas tengan 15, yo estaré absolutamente calvo.

Antes de despedirnos, le ofrezco una manzana. Pepe H se extraña de que tenga una manzana en mi mochila. Me pregunta si también tengo diabetes. Le digo que no, que siempre llevo una fruta cuando voy a un concierto. Por cábala.

* * *

Para el MF trabajaron cerca de 300 personas, sin contar el servicio de seguridad, y recibió la visita de 150 extranjeros, entre músicos, roadies y managers. Sus organizadores esperaban 15 mil personas por jornada, pero la venta de tickets bordeó las 10 mil. Si bien hubo una fuerte campaña publicitaria, gran parte de ese esfuerzo hoy se entiende como un modo de posicionar la marca. Sin duda que habrá nuevas versiones, de modo que el desafío será ofrecer una cartel de bandas nuevas y potentes a la vez. Un trabajo de joyería, pues la expectativa es alta. Nadie esperará menos. De hecho, antes de que comenzara la primera versión ya se hablaba de algunos candidatos. ¿Ministry? ¿Atheist? ¿King Diamond? ¿Meshuggah? ¿Mastodon?

Hay buen ambiente en el MF. Y también una fauna bastante variada que cruza al menos tres generaciones. Hay muchas chicas, también. Y muy pocas andan acompañando al pololo. A los conciertos de este tipo ellas llegan en grupos, a la par con los chicos. Se ven lindas vestidas de negro. Más aún cuando ya no deben conformarse con poleras de hombre para conseguir alguna de su banda favorita. Hoy tienen sus propias tallas.

En un género tan sobrecargado, con un imaginario tan excesivo y dado a los clichés, esto del “buen ambiente” quizás deba explicarse un poco más: hace 20 años estaba la idea de “música violenta para gente violenta”. Hoy es música violenta para gente que pagó 30 mil pesos por día para pasarlo bien, con buen sonido, en un lugar seguro, con buenos baños. Pero la pregunta sigue: cómo diablos te sacas del cuerpo la energía que te llega desde las torres de parlantes a los costados del escenario. Vaya cómo pega el sonido cuando estás adelante. Entonces comienza el mosh, esa suerte de baile tribal en que todos chocan y se golpean como si estuvieran dentro de una lavadora. De hecho, pocas veces se ha visto el remolino de mosh que se generó al final de la primera noche, en el show de los norteamericanos Anthrax. Fue, justamente, en el tema “Caught in a mosh” (y luego en “Antisocial” y en “Indians”), cuando más de 400 personas iniciaron un remolino gigantesco, en el que no faltaron las bengalas. Anthrax grabó estos temas a fines de los 80 y todavía, en todos los sitios donde los tocan, pasa exactamente lo mismo. Ritos, les llaman.

* * *

Con el tiempo uno se pone mañoso. Es inevitable. A cierta edad no puedes impedir transformarte en Slater y Waldorf, esos viejos gruñones de Los Muppets que critican todo desde un palco. Admito que de todas las bandas del cartel, realmente me interesaban dos: Testament (sólo porque venía con Gene Hoglan, el mejor baterista del mundo) y Annihilator (por ese casete que me tiraron a la basura). Además, claro, de algunas locales como Sacramento, Poema Arcanus y Thornafire. Pero había algo más que concitaba el interés de muchos: la llamada “Metal Zone”, una suerte de mercadillo donde los fanáticos tendrían otros puntos de encuentro, además de los escenarios, pero salvo los stands de poleras y las modelos de Harley-Davidson que soportaron estoicas al ejército de libidinosos, no hubo gran cosa. Y es curioso: en un festival de música lo que menos había para la venta era música. Faltó industria, faltó convencerse que la batalla contra el MP3 no está aún perdida. Yo quería comprar música nacional, quería, por ejemplo, los discos de Mar de Grises, una banda que ha llegado tocando hasta Moscú, pero la chica del stand no pudo vendérmelos porque no tenía los precios. Pero sí me ofreció poleras de Mar de Grises. Por ningún motivo, le dije. Comprarse la polera de una banda antes que sus discos es de póser. Y eso corre desde los mejores escenarios hasta la modesta tarima de multicancha iluminada con ampolletas.

* Patricio Jara acaba de publicar “Pájaros negros. Crónicas del heavy metal chileno”, por Ediciones B.

Relacionados