Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Mayo 30, 2012

¿Alguien habrá evaluado el daño que le hizo Carlos Pinto a la ficción televisiva chilena? Ésta no es una pregunta malintencionada. Por muchos años, el estándar estético del medio fue el suyo, una tradición visual que terminó convertida en el peso de la noche de la industria. A veces, ahí había arte, pero también una narrativa que se fue gastando hasta extinguirse. Recordemos: los programas de Pinto (Mea culpa, El cuento del tío, El día menos pensado) eran baratos; pura precariedad visual al servicio de una cinematografía casi neorrealista que capturaba la truculencia del crimen y la inmediatez del deseo, ambas acaso manifestaciones de la soledad de la geografía chilena. Sus trucos eran sencillos, pero eficaces: el uso de locaciones reales y actores medio desconocidos, la inclusión de momentos de violencia tan grises como efectistas y la presencia de la voz en off - y las apariciones sorpresa- del  mismo Pinto como una amenaza, quizás más horrorosa de lo que se estaba mostrando en pantalla. Gracias a esos recursos, su autor cuajó un estilo y se convirtió en un hit de la tele de los noventa, al punto de que dejó la duda de por qué nunca dio el salto al cine; de por qué se limitó a repetirse hasta extenuar su fórmula, que fue clonada en una infinidad de docudramas ajenos hasta hacerle perder todo sentido.

Travestis que robaban bebés, pasteles envenenados con arsénico, niños asesinados con estacas. Todo en el mundo de Pinto era demencial pero exagerado, insoportable pero -quizás por un ángulo de la cámara- pavorosamente cercano a lo real. Por lo mismo, no es raro que esos casi veinte años de Pinto hayan dejado secuelas. Aún no nos reponemos de toda esa sangre, aún seguimos exigiéndole a la ficción ese gesto final que Pinto patentó: esa entrevista con el delincuente al final de cada capítulo, donde las máscaras desaparecían y la verdad del crimen brotaba de la boca del victimario convertida en un balbuceo o en un muro de silencio.

En Maldita, la teleserie nocturna que Mega estrenó la semana pasada, todo aquello vuelve con inusual fuerza, pero con efectos equivocados, inversos. Inspirada en el caso del asesinato de Diego Schmidt-Hebbel por parte de María del Pilar Pérez, los primeros minutos del culebrón se dedicaron con peculiar efectividad a recrear la muerte del joven: los datos que conocemos del asesinato (el sicario, el forcejeo fatal en una puerta, “la Quintrala” contemplando el hecho desde una ventana vecina) estaban en pantalla. Pero algo fallaba en ellos, como en los programas de los últimos ciclos de Pinto.

“Maldita” está pésimamente escrita, horrorosamente filmada, y actuada de un modo tan insólito que aquello la vuelve una obra de arte involuntaria. En ella, todo parece de cartón piedra y la psicopatía de la protagonista es más banal que profunda, más falsa que pavorosa.

Eso, porque en vez de dar miedo, nos provocaba risa.

Porque sí, Maldita está pésimamente escrita, horrorosamente filmada, y actuada de un modo tan insólito que aquello la vuelve una obra de arte involuntaria. En ella, todo parece de cartón piedra y la psicopatía de la protagonista -que en el primer capítulo le hablaba a una rata blanca que había devorado a sus crías- es más banal que profunda, más falsa que pavorosa. Porque ahí donde alguna vez Pablo Illanes impuso un silencio atroz (¿Dónde está Elisa?) y Nona Fernández vadeó las arenas de la sospecha (El laberinto de Alicia) acá se vuelve -en el guión de Mateo Iribarren-  un intento inútil de indagar en el perfil de un personaje que está más allá de cualquier empatía, porque habita un lugar incomprensible. A ratos, todo aquello es divertido. Por supuesto, la culpa no es de Lorene Prieto sino del contexto donde actúa: un drama de clases inverosímil que quiere ser una investigación en los estatutos del mal pero que, al contrario de lo que pretende, sólo se exhibe como el simulacro de un drama familiar, un thriller hueco que se ve tan pobre como mal narrado.

Por supuesto, uno podría echarle la culpa a Mega, que de un tiempo a esta parte concentra lo más camp de la tele chilena, pero aquí yace también otra cosa. Las observaciones que pueden extraerse de Maldita van más allá de la ficción y de la señal que la emite. Todas ellas descansan en el hecho de que, como espectadores, terminamos riéndonos de lo que nos cuenta la pantalla, burlándonos del fracaso de esa violencia tan mal ejecutada. Pero hay en esa presunción una especie de ingenuidad torcida, cierta esperanza vana en que nuestro entretenimiento más trash alcanzase el espesor de lo que aspiraba a contar. Porque la tele nos enseña, sin querer, a leerla siempre en contra. El fracaso de Maldita radica, entonces, ya no en que se trate de una pésima teleserie sino en cómo nos hace preguntarnos por el modo en que consumimos la televisión, haciéndonos leer aquella ironía como una forma de la insensibilidad ante el drama ajeno. Ahí, el problema es reconocer el momento  exacto donde dejamos de asustarnos para empezar a reírnos.

Tal y como sucedía en Mea culpa, Maldita explota el morbo involuntario de aquella risa como si fuera legítimo. Elige acercarse a los hechos hasta tratar de calcarlos y falla estrepitosamente, pero en ese fracaso está el relato monstruoso de lo que alguna vez nos horrorizó, ahora devuelto como un pastiche contrahecho. Que lo gocemos, da más miedo que lo que pueda llegar a hacer Raquel, la villana de la serie, pues en esa deformidad está la respuesta sobre dónde descansa nuestro sentido del humor, nuestra comedia de la pobreza.

 

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