Buscábamos una excusa para hablar de David Bowie, y la excusa ya está. No hay nuevos discos, colaboraciones, negocios ni escándalos que puedan darnos alguna pista de la vida actual del Señor Camaleón, pero llegaron de pronto los cuarenta años de su álbum más importante -aquel que lo impuso como faro de tendencias; ése que al fin fraguó su búsqueda por una voz autoral- y podemos forzar su presencia en una pauta periodística que él consistentemente esquiva.
El cuadragésimo aniversario de The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars tendrá este mes celebraciones varias. EMI presentó esta semana un audio remasterizado por el ingeniero original (la edición en vinilo es limitada e incluye un DVD con remezclas antes inéditas), un grupo de diseñadores trabajó en una aplicación alusiva para iPad (“David Bowie: The ultimate music guide”) y la ciudad de Londres ubicó una placa en el punto exacto de Heddon Street en que fue tomada la fotografía de su carátula. Varios restaurantes de ese barrio integran este mes a sus cartas tragos de homenaje, como el “Rock’ n roll suicide” (gin, Martini, ajenjo) y el “Lady Stardust” (cardamomo, jarabe de limón, triple sec y vermú), dos de las canciones de ese inmortal disco que también incluyó “Five years”, “Moonage daydream” y el himno enciende-karaokes de “Starman”.
Fiestas más, tragos menos, el hecho es que el propio Bowie permanece ajeno a esta agenda celebratoria, sin entrevistas ni nada que pudiera indicar que el aniversario de un título imprescindible del rock glam y conceptual lo emociona. Su silencio lleva ya un buen rato. En enero pasado, cuando el marido de Iman Abdulmajid cumplió 65 años de edad, el grueso de la prensa musical de su país publicó largas columnas de alabanza a su legado y lamento por su actual quietud. Nunca en su carrera la distancia entre discos había sido tan extensa como en estos años. Nunca antes se había rehusado tan tenazmente a las entrevistas. Ha habido, en los últimos siete años, apariciones escénicas puntuales (en shows de David Gilmour, Arcade Fire y Alicia Keys), pero nada que pueda asemejarse a un recital propio; mucho menos indicios de una gira. Van nueve años desde la edición de Reality, y nada hace presumir que el cantautor y cantante quiera entrar nuevamente a estudio. Su web oficial no se actualiza desde febrero.
El Artista en Retiro es, de algún modo, el nuevo personaje que David Bowie ha elegido encarnar.
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El Bowie silencioso nació a fines de junio de 2004. Una angioplastia salvó entonces al músico de la más seria complicación de salud que ha enfrentado en su vida. Una arteria tapada era cosa para preocuparse, mucho más con una gira mundial en marcha y una hija de cuatro años, Alexandria Zahra Jones, esperándolo en casa. “Si estuvieses recuperándote en una cama de hospital, ¿te arrepentirías de no haber salido más veces de gira? ¿O te darían ganas de pasar más tiempo con tu hija pequeña?”, dice un amigo del cantante en Starman, la acuciosa y reciente biografía de Paul Trynka. Allí también, en el epílogo, el cineasta Julien Temple recuerda viejas conversaciones con el cantante sobre su retiro de la música: “En 1987, 1989, recuerdo sus ganas de escapar, de encontrar una estrategia que le permitiese una salida gloriosa. Era lo que buscaba: un mecanismo de escape asombroso, una salida a-lo-Houdini del estrellato pop”.
Pero la mortalidad se adelantó, y terminó complicando cualquier manifiesto artístico al respecto. Como pocas cosas en su carrera, esta pausa llegó sin que Bowie la planificara, sin simbolismos asociados, sin glamour. Incluso el más complejo de los personajes no puede imponerse a su biología.
Tendido en la cama de un hospital de Hamburgo, el autor de “Life on Mars” aseguró estar ansioso por recuperarse y volver a trabajar. Pero la recuperación, óptima, lo enfrentó más bien a una reflexión profunda sobre su ritmo de vida y dinámica de trabajo. Y descubrió entonces que estaba cansado, hastiado, con ganas de un cambio. Ch-ch-ch-changes.
El Bowie silencioso nació a fines de junio de 2004. Una angioplastia salvó entonces al músico de la más seria complicación de salud que ha enfrentado en su vida. El Artista en Retiro es, de algún modo, el nuevo personaje que ha elegido encarnar.
“Me hastié de la industria. Por un año no haré discos ni giras. En las mañanas salgo a caminar y en las tardes veo un montón de películas”. Dijo lo anterior en 2006. La vida quieta y doméstica lo devoró. Han pasado seis años y nada indica que esté ansioso por volver. Su hija ya tiene doce. Su padre está en una casa de Manhattan, con ella.
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David Bowie se adelantó a muchas cosas, desde que a fines de los años sesenta constató que la provocación le regalaría la atención pública que, hasta entonces, su música no conseguía (los inicios de su carrera son un insistente ensayo-error que lo perfila como un trabajador esforzado más que como un talento innato). Miró hacia adelante y vislumbró los cambios sonoros, visuales y tecnológicos que encauzarían al pop durante su adultez. Pocos tuvieron su lucidez, capaz de articular al mismo tiempo la avanzada de riesgo con la estrategia de ascenso. Su extravagancia estuvo siempre contenida por una ambición que le exigía una cabeza fría. Un hombre en control incluso de sus excesos. Un explorador de los márgenes desde trajes a la medida.
Sin embargo, hubo una estación venidera que Bowie no vio o no quiso ver: la de su vejez. Su estampa adulta, poderosa e identificable, se ha metido tan categóricamente en la iconografía rockera que se nos hace raro, por ejemplo, imaginar su niñez. Pero más cuesta pensar en él en términos de desgaste, de deterioro, de achaques. Al asociar su nombre tan esencialmente a la vanguardia, el inglés descartó que algún día pudiera llegar el momento en que su cabeza y su cuerpo quisieran, voluntariamente, quedarse atrás.
Bowie pasó al menos tres décadas asumido en su condición de dicta-tendencias. Supo dónde buscar -kabuki, garage, budismo, pantomima, krautrock, Jean Genet- y le entregó al pop síntesis invaluables de coordinación entre sonido e imagen. Pero avanzaba sobre la cancha de su tiempo, aquel de los grandes sellos discográficos, de los productores-autorales, del descubrimiento occidental del arte asiático, del nacimiento de “lo alternativo”. Son códigos que ya no rigen a la fama pop.
“El rock actual funciona hoy en un mundo de 360 grados de conectividad que se supone acerca a fan y artista, y logra develar a la persona tras el mito”, analiza Alexis Petridis, el mejor crítico musical del diario The Guardian. “Pero revelar al Bowie real tras el mito es perder el punto: el mito resuena mucho más y es mucho más intrigante que los intentos por identificar su esencia ‘verdadera’. Su atractivo se tiende sobre la generación de mitos, los cuales, en su caso, permanecerán intactos para siempre”.
Un Bowie que mira un mundo que no comprende. Un Bowie que se espanta de la banalidad de la cultura-reality y elige encerrarse en casa. Un Bowie que ya dijo lo que tenía que decir, y no le ve mayor sentido a seguir dictando cátedra. Ante su silencio, las especulaciones son muchas e incluyen, también, los rumores maliciosos: que el hombre está enfermo y su decadencia es visible. Que la debilidad física le hace imposible cualquier esfuerzo artístico significativo.
La vaguedad de esos rumores sólo confirma que se habla de él porque se le extraña; cosa que no sucedería con varios colegas de su edad si decidieran de pronto perderse en las montañas. Bowie no es el tipo de músico que haya distraído la jubilación con discos de covers o vacuos ejercicios de estilo, y ha sido digno para evitar salir de gira con viejos grandes éxitos. Su último álbum hasta ahora, Reality (2003), puede no haber sido un manifiesto creativo contundente, pero había ahí búsqueda, inventiva y producción del más alto nivel (alguna vez se reconocerá que Tony Visconti ha sido un socio mucho más interesante para su discografía que Brian Eno). Sería, eso sí, un epílogo débil para el transformista eterno, para el poderoso conceptualizador de ideas, desarrollos y finales. Bowie se despedirá a su modo. A su provocador modo.
Papá David
La recuperación de la crisis cardíaca de hace ocho años ha estrechado la relación de David Bowie no sólo con su hija pequeña, Alexandria, sino también con su hijo mayor, Duncan Jones. La historia de ires y venires entre ambos es fascinante, y deja entrever rasgos de la personalidad del cantante lejanos a su personaje público. Duncan fue un niño abandonado, qué duda cabe. En su infancia, su padre estaba demasiado ocupado inventándose nuevos disfraces, y su madre, la insoportable Angela Barnett, jugando a ser la mánager libertina de su propio marido. Qué habría sido del chico sin una fiel niñera y, luego, el caro internado Gordonstoun, en Escocia (trivia: el mismo que intentó calmar a Luca Prodan).
Sin embargo, durante su adolescencia -ese duro trance existencial que debe hacerse más duro si a uno lo bautizaron como Zowie-, el chico quedó bajo la tuición exclusiva de su padre, y éste decidió asumir con rigurosa seriedad su crianza. En la biografía Starman se revela al artista como un padre estricto, exigente, capaz de orientar a su hijo en aquellas convenciones que él mismo había desafiado. El desprecio de ambos por Angela unió, también, su sentido de familia.
Pero ha sido la ruta firme de Duncan como cineasta lo que ha terminado de estrechar sus lazos. El director, hoy de 41 años de edad, ha conseguido premios y elogios con sus filmes Moon (2009) y Source code (2011). Su padre ha manifestado su orgullo pero también su culpa por una educación que pudo haber sido más cercana. Pero en los códigos estéticos del cine de su hijo se cierne, distinguible, su influencia. La sonrisa de Duncan cada vez que su padre se aparece por uno de sus estrenos demuestra superada la etapa del reproche.