Un día, dice, tuvo la mala ocurrencia de pasarle su obra a otro, y quiso agarrarse a combos. Juan Radrigán estaba sentado en la primera fila de la Sala Antonio Varas del Teatro Nacional viendo la versión que dirigió Alejandro Goic de El toro por las astas, en abril de 2011, cuando la sangre le hirvió. Sobre el escenario, prostitutas, cafiches y marginales discutían a garabato limpio sobre qué cosas pedirle al Milagrero cuando llegase al burdel para cumplir sus deseos.
“Toda la gente que está aquí debe creer que yo escribo así, con un rosario de chuchás”, dice que pensó. Entonces sintió el impulso de protestar. Ahí, en la penumbra, el dramaturgo se imaginó repartiendo puñetes para hacerle justicia a la obra que escribió en 1983. “Tuve intención de gritar, pero me fui callado mejor. Me pareció una traición. Ésas no eran mis palabras. Era una competencia por quién decía la frase más vulgar”, dice hoy sobre esa obra.
Ese día, Radrigán estaba tan herido que ni siquiera se quedó por complacer a Silvia Marín, su mujer y actriz que formaba parte del elenco. Caminando por el pasillo, 15 minutos después de haber empezado la función, salió y no volvió más. Horrorizado, recordó lo diferente que se sentía al salir del teatro cuando sus obras las toma el director Rodrigo Pérez.
- Podríamos resucitar Pueblo del mal amor -recuerda Pérez que le dijo a Radrigán a fines del año pasado, sobre la obra que ya había montado en 2000. Pero el dramaturgo quiso duplicarle la apuesta. Alargando sus brazos cogió un texto inédito titulado Oratorio de la lluvia negra.
- Léete ésta mejor. Así los personajes me dejan de penar -le dijo a quien más veces lo ha montado en Chile.
Estrenada en el Teatro La Memoria y con funciones hasta el 25 de agosto, en Oratorio de la lluvia negra sí que el Premio Nacional de Artes de la Representación 2011 se quedó hasta los aplausos. “Don Juan habla poco, pero tiene una frase típica con la que te hace saber que le gustó: ‘¡Cómo se te fue a ocurrir!’”, revela Pérez.
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Esta vez no fue nada fácil que se le ocurriera. Pérez, que fue el primero en estrenar Las Brutas en el extranjero en los años 80 para luego remontarla en Chile el 2007, que es el único al que Radrigán le ha pasado Fantasmas borrachos (1997) y Medea mapuche (2000), entre otros diez textos del dramaturgo, sintió a Oratorio de la lluvia negra como el desafío más grande de su vida.
Cuando todavía estudiaba en la academia de Fernando González, Rodrigo Pérez hizo un monólogo en alemán que a Radrigán le encantó. Pérez, chascón en ese tiempo, no supo de ello hasta ahora, a sus 51 años.
Escrita a mano y en verso libre como acostumbra a hacerlo Radrigán, entre el 2005 y el 2006, la obra transcurre en Lebu y cuenta la historia de dos hermanas muertas que, en mitad de una fiesta, vuelven al mundo de los vivos para exigirles a sus hijos que ajusticien a un terrateniente que está a punto de morir sin pagar por sus delitos. “La prosa era maravillosa, pero no lograba descifrar la historia. ¿Quién era este anciano? Por qué hay un coro, campo y gente que lo quiere matar si ya está desahuciado?”, cuenta Pérez.
Angustiado de que Oratorio se le fuera de las manos y tras cuatro meses de ensayos, el director decidió preguntarle directamente a Radrigán quién diablos era este personaje.
-Pinochet -respondió a secas el dramaturgo. Y Pérez recuerda que abrió los ojos. Murmurando de nuevo la primera frase de la obra (“Sexto misterio doloroso: los cuerpos convertidos en ausencia”), entendió todo. “Ésta no era una historia explícita como Hechos consumados, sino una de desaparecidos y de muertos sin tumba, una obra escrita desde la rabia y la desesperación, poco antes de que Pinochet muriera y se agotara ahí cualquier intento de llevarlo a la justicia”, apunta el director.
-Por eso a mí me encanta cuando mis obras las explica él, ¿viste? -ríe Radrigán-, es que yo escribo no más. Así, bruto. Porque en realidad no sé. A mí me encanta Beckett. Y cuando le preguntaban sobre Godot, él respondía que si lo hubiera sabido no se habría tomado la molestia de escribirlo. Así me pasa a mí. En las obras trato de compartir enigmas que a la vida le importan un cuesco, porque ella pasa no más. Y como no los resuelvo, sigo escribiendo -revela.
-¿Y cuál es el enigma que lo llevó a escribir Oratorio?
-El matrimonio espantoso entre la justicia y la impunidad que existe en democracia, que en realidad es la tierra de nadie. Un pantano del que cuesta salir, porque las heridas no se curan por decreto.
Beckett y Godot
Cuando Pérez se contactó con Radrigán para preguntarle sobre el personaje del anciano, lo hizo con timidez. Aunque llevan décadas de complicidad en el teatro, no son amigos. Y rara vez se juntan. “Somos como islas, no nos juntamos a comadrear detenidamente desde que hicimos Medea, hace 12 años”, explica el dramaturgo mientras toma té saborizado con galletas en el Teatro La Memoria, donde ambos hacen clases.
Salvo cuando coinciden en el estreno de una obra, el resto del tiempo se lo pasan adivinándose. Como una dupla de payadores a distancia, uno lanza un verso y el otro lo recoge. “Siempre me sorprende este caballero. No sólo porque me roba las palabras de la boca con lo que escribe, sino porque nunca responde lo que yo espero. Es como si supiera lo que estoy pensando y me dijera de adrede lo contrario”, afirma Pérez.
-Y a usted ¿le gustaría dirigir como lo hace Rodrigo?
-Es muy difícil eso -se ríe Radrigán a carcajadas.
Pérez interviene:
-A mí me han soplado que usted se mete al escenario a dirigir. Que si hay una escena, por ejemplo, de una once con galletas, usted se sienta a la mesa junto a los actores, como si fuera un personaje más.
-Sí, porque estoy adentro y sigo escribiendo y mirando. El rostro de la gente es el libro que más leo y lo que me cuenta después lo echo a rodar -responde Radrigán.
Las palabras del dramaturgo se quedan vibrando en la sala. Tienen ese cosquilleo que Pérez sintió cuando leyó Las Brutas por primera vez. “Yo estaba estudiando Psicología todavía cuando una amiga me pasó un libro con sus obras. Era la primera vez que un texto dramático me estremecía. Casi porque quería estrenarla fue que me cambié a Teatro”, confiesa Pérez.
Radrigán no tardó tampoco en reparar en el talento de Rodrigo Pérez. Cuando todavía estudiaba en la academia de Fernando González, en los 80, hizo un monólogo en alemán que al dramaturgo le encantó. Pérez, chascón en ese tiempo, no supo de ello hasta ahora, a sus 51 años. “Después te fuiste a la Plaza Mulato Gil. Estabas entretenidísimo conversando con alguien y yo me metí un poco, pero me fui altiro porque soy muy tímido, pero quería decirte que eras buen actor”, cuenta Radrigán.
Lo que vino después y cómo fue que empezaron a conversar no lo recuerdan. Pero sí saben que se han esperado, como en “Beckett y Godot”, la obra de Radrigán. Inquietos, apasionados y perfeccionistas, ambos prefieren caminar antes de tomar locomoción, tienen humor negro, y ven al teatro como una gallera donde echar a pelear los discursos ideológicos, para que sea el público quien finalmente tome partido.
También comparten la obsesión por debatir sobre la muerte. “Y por la soledad, que es el lugar más poblado de Chile”, acota Radrigán. Con 75 años y una diabetes encima, dice que la vida lo va echando de a poco a uno, pero que aun así no le teme al final. “Uno no saca nada con tenerle miedo a la muerte, porque a ella no le importa. Además, no creo en eso de que uno se va a encontrar después con los parientes…”, revela el dramaturgo.
-Pero en sus obras siempre hay fantasmas…
Ambos comparten la obsesión por debatir sobre la muerte. “Y por la soledad, que es el lugar más poblado de Chile”, acota Radrigán. Con 75 años y una diabetes encima, dice que la vida lo va echando de a poco a uno, pero que aun así no le teme al final.
-Sí, pero en la obra que estoy escribiendo ahora no tengo asomo de respuesta para el problema central. Ocurre en el fin del mundo y son tres personajes que están alrededor del fuego, comiendo manzanas todo el día. Pero está la muerte encima. Y uno de ellos quiere renunciar. Yo también me pregunto lo mismo a veces. Para qué seguir. Pero me respondo ligerito que mientras la muerte viva lejos de mí, yo voy a seguir escribiendo.
Las obras de Radrigán y las que dirige Rodrigo Pérez con su compañía Teatro La Provincia tienen otra cosa en común: la música. Cuando el director vio que llevar a escena Oratorio se le estaba haciendo difícil, se acordó de su padre, un médico que soñaba con ser director de orquesta. “Mi papá decía que había que ser capaz de escuchar cada uno de los instrumentos, pero al mismo tiempo dirigirlos al unísono. En eso se transformó Radrigán para mí con esta obra: en una maravillosa partitura”, dice.
En Oratorio, el pulso lo lleva la cueca. A capela, con pandero o guitarra, se aviene de lo más bien con la cadencia del verso libre de Radrigán. “Me gusta mucho la cueca con piano”, dice de pronto el dramaturgo. Y el director no puede creer la coincidencia. Entusiasmado le cuenta que se la escuchó a su abuela, pero que la suya, “era pituca y no proletaria”, como las que aparecen en las obras del escritor.
-¿Y su mamá don Juan, cantaba? -le pregunta Pérez.
-Cuando lavaba en el patio con escobilla -dice Radrigán. Era mansa, pero tiesa de mecha. Blanca Ester Rojas se llamaba y había que abrirla para sacarle una palabra. Conmigo era menos callada, porque me quería. Me veía tan flaco, tan chico, tan tímido, tan indefenso, que no le quedaba otra. Era entonada, pero también rezaba mucho. Y sí, cantaba muy bonito.
Pérez se queda mirando a Radrigán con dulzura. Un rayo de sol invernal se cuela por la ventana y atraviesa la cara del dramaturgo, como si lo acariciara.
-Mejor les cuento otra historia para que no se pongan nostálgicos -dice de improviso-, tengo un muy buen amigo al que voy a ver a la casa, tomamos café y conversamos y de repente me dice: “Bueno, no te quito más tiempo”.
-Ya. ¿Y qué pasó después? -preguntamos con Pérez, intrigados.
-Me voy pa la casa -dice sobándose las manos.
Y la reunión termina. Como en la función de El toro por las astas, Radrigán se aleja por un pasillo y se va. Pero esta vez sin rabia, riendo, como un niño que acaba de ser pillado en una maldad.