Un hombre escribe sobre su madre que está ahí, al lado suyo, muriéndose. Ese hombre llena hojas y hojas esperando que ella, que Guadalupe Chávez, su madre, muera. Han pasado muchos, demasiados días en esa habitación del Hospital Universitario de Saltillo, al noreste de México, viendo cómo la leucemia va borrando a la bella Guadalupe, que alguna vez brilló. Eran otros tiempos, cuando ella se movía de ciudad en ciudad, de prostíbulo en prostíbulo. Pero ahora está ahí, muriéndose, mientras su hijo, Julián Herbert, intenta reconstruir una historia llena de ausencias, de viajes, de hombres que amaron a su madre y de otros que la despreciaron. De un padre que aparece y desaparece.
Guadalupe Chávez agoniza y Julián Herbert escribe una novela brutal, Canción de tumba (Mondadori), con la que ganó el Premio Jaén de Novela 2011 -Rodrigo Fresán fue parte del jurado- y que empieza con el siguiente epígrafe: “Madre solo hay una. Y me tocó”.
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El terreno es la ambigüedad. Julián Herbert narra una historia situándola en ese lugar donde ficción y realidad están ahí, mirándose las caras en todo momento, cambiándose las máscaras hasta el punto en que el lector se instala, definitivamente, en ese lugar ambiguo, y sigue ese relato lleno de momentos desgarradores en que Herbert ajusta cuentas con su historia: una madre prostituta, un padre ausente, unos hermanos perdidos por el mundo, una época donde la palabra autodestrucción se repitió demasiadas veces a la par de la cocaína y el opio, consumidos hasta perder la conciencia.
Herbert escribía y lo único que sabía era lo siguiente: “Para que funcionara la historia se tenía que morir el personaje”, dice al teléfono desde Saltillo.
El “personaje” al que se refiere es su madre.
Leemos Canción de tumba como un ajuste de cuentas, pero también como el relato desnudo de un hombre que tiene miedo de quedarse huérfano. Y que escribe cosas como ésta: “Alguien, al ingresarla por Urgencias, escribió mal su nombre: Guadalupe “Charles”. Así la llaman todos en el hospital. Guadalupe Charles. A ratos, en medio de la oscuridad, trato de hacerme a la idea de que velo el delirio de una desconocida”.
-Yo creo que no se puede escribir impunemente -dice Herbert-. No puedes escribir queriendo afectar a un lector sin dejar que las cosas te afecten a ti.
Y luego agrega:
-Yo sé que el lector de este libro es alguien que está dispuesto a arriesgarse a algo más que simplemente pasar por aquí o entretenerse dos horas. Yo sé que el lector está jugándose algo cuando lee el libro.
“Canción de tumba” está entre las finalistas del premio Casa de las Américas -que entrega US$ 25.000 y que el año pasado ganó Arturo Fontaine-. Pero antes del éxito, Julián Herbert vivió su propio infierno. Y sobrevivió. Entre las drogas, el sexo desenfrenado y la poesía.
Y aquella sensación -la de jugarse algo- recorre toda esta novela, que empezó como unas pequeñas notas para matar el tiempo mientras su madre se recuperaba de la leucemia, y se fue convirtiendo en esta historia que descubrió a Herbert como uno de los narradores mexicanos más brillantes de su generación. Y no es cualquier generación, claro. Porque la narrativa mexicana, en los últimos años, ha demostrado que está más viva que nunca, con autores como Valeria Luiselli, Álvaro Enrigue, Yuri Herrera, Carlos Velázquez, Heriberto Yépez, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño y, ahora, hay que sumar este nombre: Julián Herbert.
De hecho, Canción de tumba está entre las finalistas del premio Las Américas -que entrega US$ 25.000 y que el año pasado ganó Arturo Fontaine con La vida doble- y compite con las últimas novelas de Alejandro Zambra, Patricio Pron y Juan Gabriel Vásquez, entre otros.
Pero antes de esto, del éxito de Canción de tumba, Julián Herbert vivió su propio infierno. Y sobrevivió. Entre las drogas, el sexo desenfrenado y la poesía, Herbert sobrevivió y acá, en esta novela, también narra ese viaje que culmina ahí: en la habitación de un hospital cuidando a su madre que se muere.
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Julián Herbert nació en Acapulco, en 1971. Luego, se trasladó por distintas ciudades de México, de norte a sur, junto a su madre, y conoció cientos de prostíbulos. A los 17 años se distanció de su madre y se fue a vivir solo. Fue adicto a la cocaína “durante alguno de los lapsos más felices y atroces de mi vida”, escribió. Trabajó en infinitos oficios, tuvo una banda de rock que se llamaba Los Tigres de Borges, antes de convertirse en el cantante de otra que se llama Madrastras. Lector de Salvador Elizondo y de Daniel Sada. Lector de Enrique Lihn y Jorge Teillier. Trabajó en la burocracia, en un instituto cultural en Saltillo. Publicó cuatro libros de poesía y lo invitaron a una lectura en Berlín, donde conoció al chileno Germán Carrasco -su poeta favorito entre los de su generación-. Publicó una novela, un libro de cuentos. Organizó tres antologías de poesía latinoamericana, ganó premios en todos los géneros posibles y, entremedio de todo eso, aprendió a vivir siendo el hijo de una prostituta: “Lo malo de ser el hijo de una puta es que, cuando eres niño, muchos adultos actúan como si la puta fueses tú -escribió y en otro párrafo anotó-: Ninguna de esas cosas me preparó para la noticia de que mi madre padece de leucemia. Ninguna de esas cosas hizo menos sórdidos los cuarenta días y cuarenta noches que pasé en vela junto a su cama”.
La palabra honestidad, a esta altura, está profundamente manoseada. Pero es difícil no pensar en ella cuando se lee Canción de tumba, novela cercana a libros como Patrimonio, de Philip Roth, y Mis rincones oscuros, de James Ellroy. Aquí, al igual que en esos libros, no hay autocompasión. Aquí hay un deseo por entender las cosas, por saber qué se hace con una madre moribunda, con una memoria que se desarma, con esa sensación de amar a alguien con la misma intensidad que la odias: “Que una noche le dije (a mi madre) que me estaba jodiendo la vida. Que me pedía dinero. Que se pasaba días deprimida por ya no ser hermosa: tirada en un sillón marchitándose a expensas de mi sueldo de risa con horrendas películas mexicanas de los años setenta televisadas por cadena libre. Que me echaba la culpa que le echaba la culpa de todo. Que me dijo si te vas a ir vete grandísimo hijo de puta pero tú ya no eres mi hijo tú para mí no eres más que un perro rabioso. Que la odié desde septiembre de 1992 hasta diciembre de 1999. Que durante esos años me di religiosamente cada día un instante de odio para ella con la misma devoción con la que otros rezan el rosario. Que la odié de nuevo algunas veces en la década siguiente pero ya sin método ya sólo por inercia: sin horarios. Que la he amado siempre con la luz intacta de la mañana en que me enseñó a escribir mi nombre”.
El libro de la madre
El fin de semana pasado, Herbert recibió una invitación para tocar junto a su banda Madrastras en un bar de Saltillo y en la Casa del Libro de Monterrey. Desde 2009 que no se presentaban. La banda, creada a fines de los noventa, se había dado una pausa.
-Yo dejé la banda cuando mamá enfermó. Las cosas se pusieron difíciles, no tenía dinero, no tenía tiempo para ensayar.
Su madre murió, finalmente, en septiembre de 2009. Por eso ahora, al recibir esa invitación, no dudó. Gracias al premio Jaén, por el cual recibió 24.000 euros, se ha dedicado este último año sólo a escribir. Con el tiempo a su favor, se contactó con los otros integrantes, se juntaron y se dieron cuenta de que todo estaba intacto. Ahora quieren terminar un disco que dejaron inconcluso y este fin de semana volverán a presentarse en Monterrey.
-¿Muchas anécdotas con Madrastras?
- Ha habido de todo. Hay muchas cosas de las que no me acuerdo muy bien porque estaba muy pasado. Recuerdo que hicimos una pequeña gira. Íbamos en un autobús con otras tres bandas. Yo estaba fumando todo el tiempo, entonces no me podía ni levantar más que para tocar. Y recuerdo que el chofer del autobús era muy profesional, pero luego se dio cuenta de que éramos una bola de borrachos, drogadictos, pervertidos, y se pasó todo el camino poniendo películas pornográficas en el autobús, hasta que le dijimos que nos tenía hartos.
Eran los años de la locura, antes de que Guadalupe Chávez enfermara. Años de locura que están reflejados en una de las partes más delirantes de Canción de tumba, cuando se narra un viaje a La Habana y una fiesta en un after demasiado parecido al infierno. Mucho ron. Muchas mujeres bellas. Muchas prostitutas que Herbert miró. Y escribió: “Por pura perversidad, por puro self-hate, por puro ocio, pasé revista a las chicas rezagadas de la noche intentando dilucidar cuál era la que más me recordaba a mi mamá”.
Canción de tumba avanza entre la rabia, la desolación y el miedo. Herbert escribe con la muerte ahí, al lado de él, como si le estuviera susurrando. Dice que prefiere llamarla novela y no autobiografía, pues inventó algunas cosas. Pero las menos. Su obsesión es la memoria: la imposibilidad de reconstruir la memoria. La posibilidad de que todo recuerdo siempre esté construido como un relato de ficción.
-Yo creo que no se puede escribir impunemente -dice Herbert-. No puedes escribir queriendo afectar a un lector sin dejar que las cosas te afecten a ti. Yo sé que el lector está jugándose algo cuando lee el libro.
-Te lo digo de verdad: hay cosas que yo ya no me acuerdo si pasaron o no. No puedo recordar mi vida sin recordarla a través de esta novela. Y ésa es la paradoja interesante: la diferencia entre ficción y memoria es mínima, es casi inexistente.
Después de que murió su madre, y una vez que ya había publicado Canción de tumba en 2011, llamó a sus hermanos menores y los invitó a comer. Les regaló la novela y, entonces, su hermana menor le dijo algo que él no sabía: que su madre se había enterado, poco antes de morir, que Julián estaba escribiendo un libro sobre ella. Y que estaba orgullosa. Muy orgullosa de que él hubiera decidido contar esa historia.
Desde el teléfono se puede escuchar la voz de un niño. En Canción de tumba también hay un niño, su hijo. De hecho nace al final del libro. Se llama Leonardo. Pienso en preguntarle si ese niño que escucho se llama, también, Leonardo. Pero no digo nada. Herbert me pide un momento. Al parecer, el niño ha entrado en su habitación. Él lo aleja y luego vuelve al teléfono.
-Es Leonardo, que entró -dice Herbert.
Los límites están borrados. Canción de tumba es eso: un límite difuso, una historia brutal, el recuento de una vida sin guardarse nada.