En mi casa la tele estuvo prendida siempre los sábados. Por eso, mis recuerdos son intercambiables con los de millones de chilenos. Fueron tantos los años que vimos Sábados Gigantes que tal vez terminamos otorgándole un poder inaudito. No sabíamos, no sabemos si era un ritual feliz o más bien era pura inercia, pero no podemos recordar un mundo donde no existiese Don Francisco.
No podemos, porque Mario Kreutzberger -o Mario a secas, como le dicen quienes quieren fingir una falsa intimidad- se apropió de ese lugar doméstico sin remisión. Fueron demasiados años donde él lució como un general victorioso al que no se le conocieron enemigos, como alguien que se nos volvió esencial sin que se lo pidiéramos, sin que lo deseáramos. La dictadura del rating, ésa que destruye y zurce reputaciones, nunca existió para él. Nadie lo pudo desbancar. Nos acostumbramos a su imagen, su voz y su imaginario (los Eguiguren, Yeruba, Mandolino, la Cuatro Dientes, el Chacal de la Trompeta) como quien aprende a caminar por una pesadilla que se repite a diario de un modo idéntico y pavoroso.
Y el poder que le dimos era tan ominoso que es posible preguntarse por qué no se ha escrito una biografía no autorizada suya. Sábados Gigantes va a cumplir cincuenta años y no hay un libro decente que se pueda leer sobre el programa. No hay cadáveres en el piso, no hay traiciones viscerales.
Porque aquella épica sin sangre la conocemos de memoria. Ahí él es un joven que mira la televisión en un hotel de Estados Unidos y descubre en ella el futuro. Ahí, cambia de nombre, su personaje le come la identidad; y logra un éxito que proviene del sarcasmo con el que trata al público. Ahí, Kreutzberger es un cantante cuyos mejores éxitos son sólo jingles; un excéntrico que colecciona sombreros y que puede parar el país si lo desea, alguien que creó la Teletón; que detesta la palabra “culebra”, que tiene un palo de fósforo bajo el anillo. Ahí, es el hombre a quien Pinochet quizás temía o el visionario que supo que en Estados Unidos podía hacer exactamente lo mismo que hacía acá porque, tristemente, todos los televidentes se parecen.
De este modo, Sábados Gigantes cumple cincuenta años y parece que Don Francisco pasara de todo lo realmente importante, incluida la propia historia de Chile. Luce impoluto, como si no le importara. De él viene la idea de que los animadores no opinan, de que la tele es apolítica y que el entretenimiento no tiene color de ningún tipo. Así, a pesar de que lo vemos desde hace tantos años, no sabemos nada de él. ¿Apoyó el golpe? ¿Cómo le caía Pinochet? ¿Votó “Sí”? ¿Pensó Kreutzberger, en 1989, en presentarse como candidato a presidente? ¿Habló de los derechos humanos, de la recuperación de la democracia? ¿A quién prefería, a Lagos o a Lavín? ¿A Bachelet o a Piñera? Posiblemente él mismo haya tocado todos estos temas alguna vez, pero no lo recordamos. Quizás nunca dijo nada sustancial o zafó de modo escurridizo. Quizás, para entenderlo nos sirven sólo los personajes de su propio show, como la Cuatro Dientes o Mandolino: un humor construido sobre ciudadanos asediados por el hambre, la pobreza, la soledad y la pena.
Quizás, para entender a Don Francisco, nos sirven sólo los personajes de su propio show, como la Cuatro Dientes o Mandolino: un humor construido sobre ciudadanos asediados por el hambre, la pobreza, la soledad y la pena.
Porque la única ideología de Don Francisco es su imagen. En este partido político falso los himnos son canciones como el “bailongo” o la “colita”, con una juventud compuesta por los niños monstruosos y prematuramente viejos del Clan Infantil y las políticas sexuales de las “Solteras sin compromiso”. Sobre lo mismo, en su autobiografía -Entre la espada y la TV (2001)- hay dos imágenes perturbadoras. La primera es la de Temmy, su mujer, que tiene una habitación en su casa dedicada a los recortes e imágenes de él. Ése es el laberinto de nuestra soledad, una falsa historia de nuestro siglo. La segunda aparece al final del libro, donde Kreutzberger se proyecta viviendo en un futuro lejano, en el que se han curado las enfermedades y nada parece riesgoso. En ese más allá, él se mira eterno, atemporal e imposible, como si él mismo fuera una especie de utopía.
No es raro. Alguna vez entrevisté a un imitador de Elvis que no podía reponerse del momento en que salió en Sábados Gigantes, aquello había sido el punto más alto de su vida. Me pareció triste, acaso monstruoso. Yo dejé de ver Sábados Gigantes apenas pude. Me alegré de que se fuera a Miami, que estuviera lejos, de que no tuviera nada que ver con nosotros. Me di cuenta de que prefería esa ausencia al estruendo del show, y que el televisor se podía apagar los sábados y que Don Francisco -como símbolo- era apenas un espantapájaros. Cuando leí la Thrash Comics Nº 3, que escribía y dibujaba Jucca y que se vengaba, en la historieta, de la humillación que Kreutzberger le había hecho pasar al grupo Necrosis, me alegré. Sábados Gigantes se llamaba ahí Sábados Grotescos. Ahí aparecía dibujado con un achurado que le cargaba de peso la piel, lo hinchaba. Ese retrato era mejor que el que alguna vez le hizo Hirschfeld, apenas una sola línea estilizada. Lo mismo me pasó cuando el Profesor Salomón y Tutu-Tutu lo insultaron en la Teletón; cuando Farkas lo puso nervioso; cuando Mike Patton lo llamó Don Corleone. Cuando apareció ese falso hijo suyo, algunos quisimos creer que era cierto. Tenía sentido, hay algo en Kreutzberger que aspira a ser leído como mito de origen. De hecho, la historia de la tele chilena podría ser contada como una historia de las adaptaciones que perpetró de modo alegre e impune. Fernando Alarcón en el Jappening con Ja lo leyó con eficacia: “Guatón copión”, le gritaba.
Puede que esa definición sea mezquina. Mal que mal, su muerte va a ser tan importante como la muerte de Pinochet. Como el viejo dictador, Don Francisco no deja sucesores. Trató de instalar a su hija, pero no pudo. En el rostro de ambos está el esfuerzo por querer permanecer siempre igual, por controlar todas las aristas de su propio relato. Mientras, su show luce cada vez más anacrónico: es algo que sucede en otra parte. Para dos generaciones, Kreutzberger es un tipo que hace tele en Miami, que habla con otro acento. A mí eso me alegra, me gusta verlo. Cuando se jubile, cuando se acabe Sábados Gigantes, algo va a cambiar. Quizás ya cambió. La cultura chilena va a perder un monumento, pero va a ganar cierta libertad. Kreutzberger se va a convertir en lo que ya es: un artefacto de la memoria. Porque podría ser un personaje de Shakespeare, pero sólo es Don Francisco. Cincuenta años significa medio siglo. Cincuenta años es demasiado tiempo.