Por Óscar Contardo, escritor y periodista. Agosto 29, 2012

En la novela Libertad de Jonathan Franzen, Richard, uno de los personajes secundarios, abandona una carrera discreta como líder de una banda de rock una vez que se enfrenta al hecho de que ya no será quien alguna vez soñó ser. En el rock y en el pop, a diferencia del jazz u otros géneros musicales, la juventud del ejecutante es un asunto que culturalmente nos parece un requisito obligatorio. El éxito debe alcanzarse antes de los treinta, conservarse y luego desaparecer de escena de manera abrupta. Richard, el personaje de la novela de Franzen, no lo logra, se abandona a una vida de desarraigo y frustración.  Sin embargo, algo sucede y Richard descubre que las grabaciones que alcanzó a registrar con su banda se han transformado en una suerte de tesoro extraño para una nueva generación de jóvenes. Se trata de hombres y mujeres que coleccionan música de bandas ya disueltas, las llevan a un estatus de culto y, en el mejor de los casos, logran que se reúnan para giras y discos recopilatorios. Una generación que parece preferir la arqueología a la innovación.  Richard, el rockero interruptus de la novela Libertad, tendría una segunda oportunidad gracias a ellos.

El crítico musical británico Simon Reynolds llama a esta suerte de ambiente cultural -obsesionado por desenterrar, desempolvar y resucitar-  “retromanía”, expresión  con la que tituló su último libro. Por retromanía Reynolds entiende la adicción del pop a su propio pasado, una suerte de nostalgia por la historia reciente, que se ha acentuado en las últimas décadas, años en los que nada importante parece haber sucedido en términos de movimientos musicales nuevos. Al contrario, lo que se ha instalado con mayor fuerza es la revisión de las retaguardias, los remasterizados, las reuniones y recopilatorios de bandas antiguas tocando lo mismo que tocaban en su juventud perdida.

La retromanía funciona como un eco, un rumiar constante de la memoria de la muchedumbre que dejó de lado la innovación  y se acicala en la estética pastiche que tiene como eje central el guiño evocador: Scissor Sisters haciendo un cover bailable de “Comfortably Numb” de Pink Floyd en clave glam o Madonna estirando su carrera vestida de barrista a lo Toni Basil mientras canta “Hey Mickey”.

Una figura musical que encarna de forma espléndida el espíritu retro que se apodera del pop actual es Lana del Rey, el nombre artístico de Elizabeth Grant, que después de probar con su nombre y un pop convencional tentó suerte con  una añosa identidad prefabricada. La forma en que explica el cambio y la elección de su álter ego lo dice todo: Lana por Lana Turner, la actriz de la primera versión de El cartero siempre llama dos veces, y Del Rey por un modelo de auto de Ford similar al Renault 12. Su transformación sedujo de inmediato a un público ávido de un flamante pasado. En el video del single “Himno Nacional”, Lana del Rey aparece como una suerte de Jackie O rubia de clase media, satisfecha pero inquieta por el destino cruel que sabe le espera y por un marido rapero que -todo indica- vendría a ser la síntesis entre John Kennedy y Barack Obama.  El video tiene la luminosidad de la aplicación Instagram, que con sus filtros transforma cualquier imagen en una versión Polaroid de la realidad, con un aire de anuncio publicitario de los 60, tal como el peinado de colmena de Amy Winehouse y su llamado a regresar en Back to black, o la apariencia de catequista sexy despechada de posguerra de Adele.

Esta ambición vintage explica que el gran anuncio para el festival Primavera Fauna de Santiago sea Pulp, un grupo que tuvo su gloria hace ya más de una década, justo en el momento en que la tecnología terminaba de remecer la industria de la música. 

Reynolds sostiene que a partir de los 90 las referencias y citas de las nuevas bandas de rock a sus antecedentes se hicieron más frecuentes. “La creatividad quedó reducida a un juego de gustos” afirma, citando como ejemplo la carrera de Sonic Youth, repleta de guiños y notas al pie de página. Su tesis cobra sentido cada vez que se escucha declamar a un melómano del rock y pop criado en la abundancia de la era de las descargas. El discurso musical tiende a ser una larga lista de nombres y bandas de popularidad escasa -lo que suene a corriente principal les espanta- que se recitan con la misma pasión con que un genealogista enumera antepasados, hidalguías y choznos.  Un ejercicio más de muerte que de vida, que tiene en la estética hipster su cara humana, relacionada estrechamente con la recolección de estilos añejos a tono con tecnologías recientes. El horizonte del joven hipster no está en el futuro, sino en el pasado acicalado para los requerimientos de la actualidad. Esta ambición vintage explica que el gran anuncio para el festival Primavera Fauna de Santiago sea Pulp, un grupo que tuvo su gloria hace ya más de una década, justo en el momento en que la tecnología terminaba de remecer la industria de la música. 

La expresión vintage, surgida en la industria del vino, adoptada por la industria de la moda y reformulada por las del entretenimiento, alcanzó un grado de difusión global sólo en las últimas décadas y vino a dar un significado nuevo a aquello que antes era sencillamente “viejo” o “de segunda mano”. El concepto se instaló en el ambiente de la música a partir de la última década del milenio, impulsado principalmente por el cambio tecnológico que supuso la creación de los archivos MP3 en julio de 1994 y el ensanche de banda para la transmisión de archivos en internet en la década siguiente. Las consecuencias que tuvieron internet y los archivos de música en la debacle de la industria del disco tradicional a estas alturas son un lugar común. Pero los efectos que tendrían en la cultura de escuchar música no son tan claros y definitivos. 

Simon Reynolds sostiene que la tecnología digital elevó las posibilidades de encontrar y coleccionar a un estado de abundancia que ninguna generación anterior tuvo.  La experiencia de buscar música -y encontrarla- se trivializó hasta el hartazgo y de la lógica de la escasez -desechar comprar un disco para poder costear la compra de otro- se pasó rápidamente a la de una de descargas sin límites. Ya no eran necesarias excursiones de tienda en tienda ni los encargos al extranjero en el caso de países periféricos como Chile. Este giro de tuerca impulsó, según el autor, un nuevo coleccionismo museográfico que instaló al rock y al pop -aquello siempre joven, instalado en “el aquí y el ahora”- en una especie de salón de la fama arqueológico, más atento a su pasado que a su futuro. También despojó los últimos resquicios de acto ritual que tenía la experiencia de escuchar música: en todo momento y a través de distintos aparatos se puede almacenar y reproducir lo que se antoje. Las grabaciones se orientan cada vez más a ser una manera de difusión para las giras, algo así como un volante publicitario. De más está decir que la gran tajada se la llevan las giras de reunión y los músicos y bandas que vuelven a la vida sólo para ser un cover de lo que alguna vez fueron en realidad. Un recuerdo de sí mismos, que es lo más parecido a ser un fantasma.

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