Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Septiembre 5, 2012


Mientras en Pareja perfecta, de Canal 13, una decena de personas fingen una intimidad que sólo es posible en la televisión, en ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, de Mega, una mujer recorre la habitación de una muchacha. Es una pieza pequeña y pertenece a una participante del programa; ella es una de las pretendientes de su hijo. La mujer abre el clóset, mira la ropa, analiza todo. La cámara la enfoca y luego muestra, sobre una mesita, una Biblia. “Tiene la Santa Biblia. Esto me gustó. Un gran detalle para mí”, dice la mujer y sonríe. En su casa, en ese mismo momento, su hijo de casi treinta años arma un fiestón donde todas sus pretendientes terminan en ropa interior. Ellas se disputan al sujeto en cuestión, se miran con recelo, pelean entre sí. La suegra las juzgará a todas después con una severidad inaudita. A veces, desde un más allá improbable, la voz de Vivi Kreutzberger hace algún comentario. 

Vale la pena ver los dos shows juntos -el del 13 y el de Mega- porque hay en ellos una radiografía del vacío de cierta televisión chilena del presente. Un vacío triste, que yace en la ausencia de ideas y conceptos: ¿Quién quiere casarse con mi hijo?, por ejemplo, está tan mal facturado y editado que todos los trucos que cita sin piedad (los shows de MTV Parental control y Room Raiders, la cámara nerviosa de Cara y sello del mismo Mega) no alcanzan a convencer. Está acá el fingimiento de una vida afectiva y sexual cuyo patetismo funciona como ancla para la comedia o el drama, aunque todo el espectáculo sea  predecible y bastante penoso: las madres (que dejan a las matriarcas judías de Woody Allen como corderitos), los hijos (que dan vergüenza ajena), las pretendientes (que están hambrientas de televisión), la voz de Kreutzberger (que no se sabe muy bien qué hace ahí). Todo proyecta una sensación de encierro donde la única salida posible es fingir una falsa convicción, hablar de modo hipercorregido ante la persecución de una cámara que los pone nerviosos.

Por su lado, Pareja perfecta no es tan bueno como debería ser. Estira el chicle, confía demasiado en el casting, es poco claro en términos de concepto. Más allá de la diversión y la miseria diaria de sus participantes, no va a dejar huella. De hecho, el único dato que importa respecto a él es que lo emiten después de Soltera otra vez, y entre ambos se puede deducir cómo escenifica Canal 13 cierta teoría de las relaciones humanas: un espacio hecho de lugares comunes, pero que debe ser filmado velozmente. En cualquier caso,  aquello no hace más que confirmar cómo se organiza el prime time local, que vadea el drama y está regido por la ligereza y la intimidad, carente de épica o de la pretensión de la misma.

Llama la atención la ausencia de realidad en esto que llamamos “telerrealidad”. En “Pareja perfecta” la ausencia de drama sólo exagera lo insustancial de su línea narrativa, por la espera angustiosa de que aparezca algún nudo dramático.

Aquella vuelta de la levedad no es menor. Viendo Pareja perfecta parece que los productores no se estrujaron la cabeza más allá de armar un elenco volátil, que  confía más de la cuenta en sus piezas claves (Uri Uri y Eugenia Lemos) como catalizadores  de la acción. Esta simplicidad es engañosa porque quizás señala un agotamiento de ideas. Como Amazonas de Chilevisión, Pareja perfecta depende demasiado de los programas de farándula que generan contenidos a partir de cada emisión. De hecho, es imposible de entender sin ellos, como si estuviera demasiado atento a su necesidad de ser trending topic. Aquello no está mal, pero supone una confianza exagerada en algo que es sólo parasitario, como si el reality no se pudiera parar por sí solo. En ese sentido, la confusión interna del programa -¿alguien me puede decir de qué trata realmente?- no permite que decante el relato y aparezca, por alguna clase de azar, un esqueleto de guión.

Aquella ausencia es bastante notoria. El show no tiene corazón, algo que sí estaba en Mundos opuestos donde, por más que se hubiera formateado desde un inicio el relato del argentino Bibbó y Dominique Gallego, lo que terminó convenciendo al público fue el culebrón insospechado entre Mariana Marino y Roca. Nakasone y los suyos, como narradores, fueron hábiles para cambiar sobre la marcha y permitirle al espectador contemplar todos los detalles -por insulsos que fueran- del idilio. En Pareja perfecta, en cambio, aquello es imposible porque está tan saturado por el murmullo del ego de los participantes que nada cuaja, que todo luce falso, histérico e insustancial.

A ese respecto, llama la atención la ausencia de realidad en esto que llamamos “telerrealidad”. Si en ¿Quién quiere casarse con mi hijo? todo es lamentable por lo precario pero también por lo repetido, en Pareja perfecta la ausencia de drama sólo exagera la oquedad de su línea narrativa, por la espera angustiosa de que aparezca algún nudo dramático.  Más de alguien dirá que aquello está en todos los programas de este tipo. Sí, puede ser, pero por alguna razón a los realities chilenos es posible pedirles algo más que eso. Mal que mal, han reemplazado a la ficción como constructores de discursos sobre el cuerpo y la identidad, sobre el presente y el territorio.

Viendo los mencionados shows de Mega y Canal 13, eso parece imposible por ahora. Toda sofisticación parece haber desaparecido y ellos sólo reflejan, con suerte, la estridencia de la nada.

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