Tiene buena voz Sylvia Molloy. Una voz fuerte y al mismo tiempo dulce. Gastada, como si fumara. Pero no fuma (por lo menos no ahora). Una voz que uno imaginaría saliendo de la garganta de una mujer que lleva décadas cantando jazz. Un poco arrastrada, pero siempre capaz de notas altas o cavernosamente bajas, capaz de piruetas y de buenas carcajadas. Y la voz de Molloy se mueve así en sus tres lenguas: el castellano de Buenos Aires, el francés y el inglés. Así sonaba en las clases que dio por años la Molloy académica -nombrada profesora emérita de la Universidad de Nueva York y responsable de formar a generaciones de críticos y teóricos literarios-, y así también suena la voz de la Molloy que escribe ensayos, novelas, vidas en fragmentos.
Primero fue el castellano materno: “Luego vino el inglés, que empecé a hablar a los tres años con mi padre (quien era gerente de una compañía anglosajona), y como a los diez años insistí en aprender francés. Era el idioma que mi madre (maestra de escuela) había perdido y quise recuperarlo en su nombre, no quería que mi padre fuera bilingüe y mi madre no. Contrataron a una maestra, una vieja amiga de una tía de mi madre, para que nos enseñara a mi hermana y a mí. La llamábamos Madame Suzanne. Al principio se desesperaba porque cuando no sabíamos una palabra resueltamente afrancesábamos la palabra española: le café, arriesgábamos, se revolvía con une cucharite”.
Ahora Molloy revuelve le café con cuillère (su francés es impecable), con cuchara o with a spoon. La última vez que la vi, era una cuchara lo que usaba. Estábamos en el Café del Botánico de Buenos Aires y comíamos unas medialunas perfectas. Doradas. Dulces. Con las hojas que se quedaban apenas pegadas en los dedos. “Las mejores medialunas de la ciudad”, dijo. Iba a encargar una docena, fresquitas, para la mañana siguiente, para viajar con ellas a Nueva York y comérselas en inglés.
Si pudo encargar medialunas a mediados de julio es porque andaba en Buenos Aires presentando su libro de ensayos Poses de fin de siglo. Poco antes, En breve cárcel, su primera novela, se había reeditado en Fondo de Cultura Económica, en una colección dirigida por Ricardo Piglia. A fines de 2011 había sido el turno de El común olvido reeditada por Eterna Cadencia y a punto de convertirse en película a manos de Vanessa Ragone, la coproductora de la premiada El secreto de sus ojos. Y 2010 fue el año de Desarticulaciones, historia fragmentada que hurga en la memoria, la pérdida y el duelo.
Molloy, a sus 74 años, no para de escribir, de publicar. Hace unos meses presentó en Buenos Aires su ensayo “Poses de fin de siglo”, y el año pasado, Ricardo Piglia reeditó, en la colección que dirige en Fondo de Cultura Económica, “En breve cárcel”, primera novela de la argentina.
Molloy, a sus 74 años, no para de escribir, de publicar, de ir y venir. Antes, a fines de los cincuenta, París y el francés también fueron parte de sus viajes y regresos. Pero ahora, y desde el 67, su vida se convirtió en un estar y no estar entre Estados Unidos y Argentina. Es decir, la casa y el home sweet home. Fue en este estado de tránsitos que la escritura se convirtió en algo vital.
“Sin duda el crecer entre tres lenguas, en perpetuo estado de traducción, por así llamarlo, determinó mi relación con el lenguaje y sobre todo con la escritura, con mis distintas escrituras. Empecé escribiendo crítica en francés, luego pasé al español, luego agregué el inglés como lengua de crítica. Pasar del francés al español fue difícil, era como traducirme a mí misma. Lo mismo cuando empecé a escribir crítica en inglés, hacía listas de palabras que quería usar, como quien se prepara para plagiar: notwithstanding, hitherto, despite, unequivocally, conversely. Escribo ficción sólo en español, pero siempre hay eco, como si lo que escribo estuviera siendo dicho al mismo tiempo en mis otras lenguas”.
Y a veces sus lenguas se superponen, se atropellan y a veces la sorprenden. Como en este último viaje a Argentina, en el que le tocó hacer de guía turística de una buena amiga gringa que llegó a visitarla. La amiga no hablaba nada de español, y Molloy salió a recorrer su Buenos Aires en inglés. Dice que fue una experiencia curiosa porque “además de llevar a mi amiga norteamericana a ver los monumentos obvios, los que se explican en cualquier idioma, la llevé a recorrer el Buenos Aires de mi infancia, el de mis lugares ‘en inglés’ - pongamos por caso el colegio, la iglesia protestante a la que íbamos mi hermana y yo, el barrio de Belgrano R donde vivía la familia de mi padre -, y a la vez a ver mi Buenos Aires ‘en castellano’, también de mi infancia, pero que se prolonga hasta ahora. Y en más de un caso me resultaba difícil traducir uno al otro, explicarle por qué la llevaba a ver ese lugar. Pero un lugar en Belgrano R al que nos llevó una amiga sí me tomó de sorpresa. Detuvo el auto frente a una iglesia que no supe reconocer, San Patricio, donde un operativo policial de la dictadura masacró a tres sacerdotes y dos seminaristas por adherir a la teología de la liberación. Vimos los monumentos que evocaban el incidente, recordé el episodio, pero también recordé lejanamente otra cosa: ésta era la iglesia donde se habían casado mis padres. Él, protestante irlandés; ella, argentina católica, habían hallado un lugar de encuentro en esta iglesia católica irlandesa que ahora yo estaba visitando, por primera vez y por otras razones”.
La mujer de los regresos (y de las partidas)
Veinte años no es nada, ¿o sí?
Como decía, Molloy va y viene y no deja de escribir. No tiene las mañas de muchos. Puede escribir en casi cualquier lado. “Sólo necesito una mesa, una silla, libros, algo de silencio, y una ventana para espiar lo que pasa afuera. También cultivo las distracciones: si al escribir se me ocurre algo que remite a algo que he leído, interrumpo la escritura para buscar el libro. Suelo no encontrar lo que buscaba, pero encuentro otra cosa”, dice. “Ah -se acuerda de algo-, en la mesa de escritura de mi casa de Long Island, donde paso la mayor parte de mi tiempo, suelen dormir uno o dos gatos. Son presencias reconfortantes, no me imagino la escritura sin ellos. En Buenos Aires no cambia tanto mi escena de escritura. Pero faltan los gatos”.
Los gatos. Uno piensa que una casa con gatos y con perros (Molloy también tiene una perra que se lleva de maravilla con los gatos) es el hogar. La casa madre, por así decirlo, en la que se echaron raíces y a la que se vuelve siempre que uno se va. Es decir, uno podría pensar que la casa de Molloy está acá, en Estados Unidos. Pero después uno la ve en Buenos Aires, ciudad a la que regresa dos veces al año, y uno sabe que allá, caminando cerca del Botánico, comiendo medialunas, también está en casa: “Sí, me siento en casa, o a veces siento que estoy jugando a sentirme en casa, pero no importa, la impostura me hace feliz”.
-¿A qué vuelves?¿A ver familia?, ¿amigos?, ¿las calles?
-Veo desde luego a amigos. Y sí, veo las calles. En algún lado creo haber escrito que a veces, cuando intento conciliar el sueño, enumero las calles de Buenos Aires como quien cuenta ovejas. Al volver a Buenos Aires ese sueño se hace realidad.
“Sin duda el crecer entre tres lenguas -el español, el inglés y el francés-, en perpetuo estado de traducción, por así llamarlo, determinó mi relación con el lenguaje y sobre todo con la escritura, con mis distintas escrituras”, dice Molloy.
Molloy, quien en el escritorio de Long Island además de gatos tiene una estatuita de San Expedito -“santito trucho, que proclama que no hay que dejar para mañana, etc., pero no parece ser demasiado eficaz”-, cuenta con tres casas a su haber. ¿Entonces dónde queda el hogar?
“Creo que hogar es el lugar donde uno se reconoce ‘en casa’. Ahora bien, al tener más de una casa, por no decir más de un país o más de una lengua, ya no sé demasiado bien qué es hogar para mí. ¿El lugar donde nací? ¿La casa que ya no es mía, pero que se mantiene perfectamente nítida en mi recuerdo? ¿El lugar donde habito ahora, sitio de afectos que me acompañan? Actualmente tengo un apartamento en Nueva York, uno en Buenos Aires y una casa en Long Island. En cualquiera de esas casas - de esos hogares - siempre me visitan, en algún momento, ráfagas de extranjería, de no reconocimiento, de zozobra: un detalle, un recuerdo, una frase en otro idioma me hacen pensar en la ‘otra’ casa, en las ‘otras’ casas. Por lo tanto, me he resignado a que ‘hogar’ o ‘casa’ o ‘lengua’ sean términos inestables, válidos un instante, inoperantes en el instante siguiente. Así como los venezolanos hablan de un ‘país portátil’, creo que yo sólo logro habitar un hogar portátil”.
Y ¿cómo se amuebla un hogar portátil? ¿Con recuerdos que se llevan y traen en una caja? Le pregunto qué cosas arrastra de un lugar a otro, qué usa para convocar recuerdos.
“Confieso que mis reliquias son, más que nada, mentales, no guardo objetos que disparen mi memoria -dice-. Aun más, te diré que aquellos objetos que sí he guardado - pongamos por caso algún objeto de mi madre, un prendedor, digamos - no me dicen gran cosa cuando los tengo en mi mano, sí en cambio cuando los recuerdo: prendido a un traje de mi madre, suponte, cuando salía a pasear con mi padre. Es entonces que esos objetos, esos pedacitos de memoria logran su mayor eficacia”.
Pero sí hay algo que arrastra de un país a otro, de hogar en hogar. No disparadores de memoria sino actitudes sutiles, modos de ser o hacer. “Siempre, mal que te pese, te llevas algo de un lugar al otro, aunque creas viajar virgen: llevás algún objeto que de pronto significa allá otra cosa que aquí, o más intangiblemente, llevás alguna actitud de allá que, de pronto, en el aquí del lugar del retorno ya no funciona. Estás en un entremundo, un estado de semiincertidumbre que, acaso provechoso para la escritura, es desasosegante en la vida cotidiana. Procuro pasar, como dicen, repitiéndome aquello de que veinte años no es nada, pero algo, una reacción, una pregunta, me traiciona y oigo el inevitable y temido pero usted no es de aquí, ¿no?”.
Detrás del velo
En estos años de escritura y de viajes, Molloy ha conocido a muchos grandes de las letras: Alejandra Pizarnik, Victoria Ocampo, Graham Greene, por dejar caer algunos nombres. José Donoso también fue parte de los periplos de Molloy. De hecho, fueron grandes amigos.
-¿Cambió en algo tu relación con él (tu memoria de él, digamos) después de leer el libro de su hija Pilar Correr el tupido velo?
-Conocí bien y quise mucho a Pepe Donoso. Además de quererlo como amigo, lo considero un enorme escritor, muy por encima de la mayoría de sus coetáneos. El obsceno pájaro de la noche es un libro inolvidable, distinto, sobrecogedor. Leí el libro de su hija Pilar, el trabajo de memoria y cita que hace con los papeles de sus padres, sobre todo de los diarios de Pepe, y me pareció un libro impresionante. No cambió mi memoria de Pepe, pero sí me dio muchísima pena verlo tan mezquino, tan paranoico, tan miedoso en sus diarios. Mientras leía el libro de Pilar pensé en el admirable coraje de su autora: lejos de sucumbir a los ataques y críticas mezquinas del padre había tenido la valentía de transcribirlos, como quien hace una limpieza moral a la vez que, de alguna manera, lo sigue queriendo. Pensé mientras lo leía que le escribiría a su autora, a esa Pilarcita a quien no veía desde que era muy niña en Princeton, para decirle lo mucho que admiraba su gesto. No lo hice, o más bien no lo hice a tiempo. No sabes cuánto lo lamento.