El mejor momento de Los círculos morados, el primer volumen de las memorias de Jorge Edwards (1931), concluye con una muerte. Se trata del relato anotado de su relación con una muchacha que al final termina suicidándose; una historia erótica cruzada por la pena y la rabia, por los cuerpos ausentes que vuelven por medio de la escritura, por los fantasmas de carne y hueso que acechan al escritor a la hora del recuerdo. Pero este fragmento no es capaz de sintetizar el libro completo. Se trata sólo de una pequeña parte, acaso una fábula de abandono que representa el punto más alto del volumen, que es una obra que, salvo en momentos puntuales (el detalle del abuso sexual por parte de un sacerdote en el colegio, el de las vergüenzas que asolan al padre, el de la imagen de una madre que espera insomne que el hijo vuelva a casa de alguna farra), sólo redunda en temas ya conocidos.
Ahí aparecen, como si no fuera suficiente ya en los otros libros del autor, Neruda, el Bosco y la manoseada mitología de la generación literaria del 50, los patios escolares de los colegios de la élite y aquel deseo -acaso una marca de fábrica del autor- de considerarse a sí mismo como una oveja negra de su propia casta. En ese sentido, Edwards compite consigo mismo y pierde: el libro debe ser leído como una obra satélite de El patio y El peso de la noche (sus primeras obras) y de El inútil de la familia (acaso su último trabajo relevante); o sea, como una colección de anotaciones menores y correcciones a pie de página antes que como una verdad demoledora y final.
Por lo mismo, ¿es importante este primer tomo de las memorias de Edwards? No demasiado, la verdad. Dice Edwards sobre sí mismo: “En Chile, por lo menos en el de mi juventud, en la mitad del siglo pasado, llamarse Edwards tenía un sentido particular, nada de inocente, y podía transformarse en un problema complicado. Más bien, para el que llevaba y todavía lleva la carga, es un intríngulis permanente”. Es una confesión compleja leyendo el contexto donde se insertan estas memorias, perdidas en el ensueño de un Santiago hecho de postales añejas (el Santa Lucía, los patios del colegio San Ignacio, la vida de Zapallar), mareadas por los lazos de familia y entumecidas por una pompa que quizás es una ambigua nostalgia. Con ello, el volumen puede presumir de levedad, pero jamás de urgencia. Edwards, que ha sido un testigo feroz de la vida de los otros (de Heberto Padilla, del Boom, de Neruda), a la hora de narrar la suya es complaciente de un modo inusitado. De hecho, no detiene jamás las explicaciones de cómo se relacionan sus novelas y cuentos con los datos de toda esa parentela que refiere el libro, de todas esas digresiones sobre gente que aparece en el dintel del recuerdo, como sombras de sombras en el relato: el Padre Hurtado, Jodorowsky, Lihn, Teófilo Cid, Parra, Lafourcade, Luis Oyarzún.
Es por eso que estas memorias fracasan como literatura, como algo que excede el mero documento: el testimonio del autor sobre sí mismo es ligero, pero innecesario. Aquella frivolidad, que era enternecedora en Adiós, poeta, acá se vuelve repetitiva, pues sólo sabe reflejar sus propios contornos. Así, el libro -que termina cuando conoce a Neruda en la casa de Los Guindos- es el memorial de una clase particular, un relato inquietante y algo anacrónico. Eso porque la fragilidad retórica de este discurso quedó expuesta en Siútico de Óscar Contardo, y antes en la literatura de la Mistral, de Manuel Rojas y Carlos Droguett, de Parra y Luis Oyarzún.
Así, en las memorias de Edwards, Chile es un país cuya geografía se limita a unas cuantas cuadras del centro y las sombras que habitan son la arquitectura íntima del Estado. Por lo mismo, habría que comparar las memorias de Edwards con las de Donoso (cuya fragilidad es bestial y conmovedora), con las de Pilar Donoso (esas fotos de familia perturbadoras, donde Edwards es apenas un figurante) y con las novelas-río de Germán Marín (que ajustan cuentas sin pudor con el mismo periodo que narra el autor de Los convidados de piedra), por citar unos cuantos ejemplos recientes donde el acto del racconto se retuerce hasta volver doloroso cualquier gesto de memoria. Frente a esos textos, Los círculos morados se presenta como una mistificación más de un universo que desde hace un buen tiempo es un cliché. Porque no se trata de lo que Edwards recuerda sino cómo lo hace, describiendo un país donde se bebe “vino de lija”, la matanza del Seguro Obrero es un estruendo que se escucha de lejos desde una mansión y todos son parientes de algún Presidente de la República.
Finalmente, el volumen confirma la posición que su redactor ocupa en la literatura chilena, una especie de lugar marginal y menor, un espacio acaso ingenuo, determinado por esos libros (Persona non grata, Adiós, poeta) donde era capaz de quebrarse en dos sin apenas saberlo. Eso porque la condición volátil de sus crónicas anteriores acá cede a un memorialismo comedido que demuestra que la fuga (fuga de clase, de país, política y lengua) que su autor empezó con El patio (1952) terminó fracasando rotundamente, al punto de hacer suya la confesión de Enrique Lihn (quien le inspiró una novela malísima, La Casa de Dostoievsky): “Nunca salí del horroroso Chile”.
En ese congelamiento, en esa parálisis, al narrador del libro sólo le queda, de modo terminal e inútil, clavar con alfileres en el libro las siluetas de unos cuantos apellidos. Porque ese personaje que Edwards se inventa para contar su propia vida pudo ser un perdido (como su tío Joaquín), pero volvió a casa. Quizás en esa vuelta estaba todo, pues se trataba del peso de la noche retornando apenas como una literatura hecha de una heráldica de escudos invisibles, tejida con viñetas que ya hemos leído antes, ya sea como ficción o como crónica. Es el orden insoportable de una literatura que se define por lo que les sucede a unas cuantas familias de Chile, acaso cincuenta o doscientas, como calcula el mismo Edwards en su libro. Ahí, está la paradoja de una escritura que se revela al final como un misterio hueco, presentando una moraleja feroz y terminal que confirma lo que sospechábamos de su autor desde hace ya un tiempo: que a pesar de viajar por el mundo, su literatura nunca huyó de la sombra de esos caserones que alguna vez bordearon el cerro Santa Lucía.