Tomó la micro en Estación Central y se bajó mucho rato después, cuando había pasado Escuela Militar. Era 1987, tenía 24 años, trabajaba en una tienda de confecciones y en la mano llevaba un sobre con dinero. Se lo había dado, hace un rato, su jefe, un médico uruguayo, judío, intelectual, que participó como voluntario en la revolución cubana, y que vivía en Chile desde hacía varios años, cuando vino a colaborar con el gobierno de Salvador Allende.
El jefe le dio el sobre y le dijo que era su sueldo para las vacaciones y poco más, para que disfrutara. Él lo recibió, salió de la oficina y se subió a esa micro. Debía bajarse un poco más allá, para luego dirigirse a Franklin, donde vivía. Pero no lo hizo. Siguió hasta Las Condes, mientras no dejaba de pensar en la propuesta que le había hecho su jefe antes de darle el sobre: “Voy a abrir dos tiendas más en el sur, y quiero que te hagas cargo de la que estará en Concepción”.
Unos días antes él, Sergio Parra, había lanzado su primer poemario, La manoseada, en la Feria del Libro del Parque Forestal, mientras circulaban por el lugar Nicanor Parra y Enrique Lihn. Pero ahora se había bajado de la micro en Las Condes y pensaba en la propuesta de su jefe y pensaba en ese libro recién publicado y pensaba en esa vida adulta que iba a comenzar cuando llegara a Concepción y se transformara en el jefe de esa tienda de confecciones. Entonces, Parra comenzó a caminar de vuelta a su casa. Cuadras y cuadras y más cuadras hasta que entendió algo: que él no quería esa vida. Que él quería ser poeta. Que quería dedicarse a la literatura.
Y no volvió más.
Nunca más regresó a la tienda, nunca más volvió a ver al jefe.
-Aposté por la literatura. Asumí los riesgos y busqué otros trabajos para seguir escribiendo -dice ahora, sentado en el sillón de su departamento frente al cerro Santa Lucía, rodeado de obras de arte, rodeado de libros.
No lo dice, pero se entiende: la apuesta resultó.
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La vida de Sergio Parra (49) se parece demasiado a una de esas novelas que tanto le gusta leer y que tanto le gusta recomendar: llenas de historias desenfrenadas, intensas, rotundas. Los que han ido a Metales Pesados lo saben. Uno entra y se encuentra con él, con su traje negro, su camisa blanca y sus zapatos negros y brillantes, que viste desde que tenía 17 años. Ahí, en esta librería que creó junto a su socia, Paula Barría, hace casi 10 años, te recibe Parra y de pronto, sin que te des cuenta, empieza a recomendarte libros. Y tú le haces caso. Porque te habla con demasiada seguridad, con demasiado entusiasmo.
-El único poder que tengo es recomendar un libro, convencerte de que leer es lo mejor que te puede pasar en la vida.
Viene usando este poder desde hace muchos años y ahora lo volverá a hacer, pero esta vez lejos de su librería, a partir del 24 de noviembre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), pues es el hombre que dirigirá el pabellón con los libros chilenos. El librero que intentará convencer a los mexicanos que aquí se escriben novelas y ensayos que les pueden llegar a interesar.
- Junto a Beltrán Mena armamos la curatoría y pienso que casi el 70% les debería interesar, y eso me tiene contento, porque siento que representará el capital chileno de los últimos 15 años. Los libros quedan, las instituciones y los gobiernos pasan. Es una gran oportunidad, independiente de lo político. Todos sabemos que el 99% de los que van son opositores al gobierno, pero lo que tienen que hacer es ir más allá, instalar su punto de vista en la mesa.
Pero antes de llegar a Guadalajara, antes de abrir Metales Pesados y transformarla en una de las mejores librerías de Santiago, un lugar por donde han pasado y pasan escritores, artistas, editores, traductores, Mario Vargas Llosa, Jorge Herralde y casi toda persona vinculada a la cultura, antes de todo eso y también de convertirse en poeta, Sergio Parra fue un niño que creció en San Rosendo y que llegó a Santiago cuando tenía 16 años porque en ese tiempo, en esos lugares, las familias que tenía dos hijos sabían que uno podía estudiar y el otro tenía que trabajar. Ese otro, en esta familia, en esta historia, fue Sergio.
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-En los 80, habitualmente, uno podía leer en los carteles: “Se necesita joven sureño para aseo y mandado” -cuenta Parra.
Eso era él en ese entonces: un joven sureño que podía trabajar para aseo y mandados, es decir, para ser júnior. Y lo fue por mucho tiempo, hasta graduarse con 24 años.
Primero trabajó en una rotisería del barrio Meiggs. Después trabajó reparando zapatos y luego vendiendo. Después trabajó en una sastrería arreglando vestones y luego vendiendo. Y así. Muchos, demasiados trabajos distintos en los que Sergio Parra fue aprendiendo ese complejo arte que es convencer a otro que debe comprar lo que él le está ofreciendo.
Eran los 80, Parra deambulaba por Santiago, descubría una ciudad precaria, sucia, oscura, que más tarde sería una de las protagonistas de su libro La manoseada. Había comenzado a leer y a escribir en San Rosendo. Recuerda a su madre siempre leyendo y a un primo que estudiaba Literatura en Temuco, con el que hablaban de libros.
Pero la historia de cómo llega, finalmente, a vincularse con los escritores de su generación empieza en una protesta. Esa mítica protesta de 1983, la primera en contra de Pinochet. Parra trabajaba cerca del centro. Se acuerda que fue a la hora de colación y de pronto, en la calle Londres, los carabineros encerraron a un grupo de personas. Estaban los zorrillos, los guanacos, las lacrimógenas. Estaban encerrados. Los iban a detener. Parra no sabía cómo salir. Hasta que siente que alguien lo toma del brazo, lo tira y lo saca de la multitud.
-Ahí cruzamos la Alameda corriendo, llegamos al cerro Santa Lucía, nos sentamos y empezamos a conversar, acelerados. Era un hombre que era profesor de Artes Plásticas. Se llamaba Pedro Mardones -cuenta Parra y se ríe. A su lado, su gato Truman duerme. Frente a él, en una de las paredes, cuelgan dos cuadros en los que se ven dos fotografías en las que salen Las Yeguas del Apocalipsis, Francisco Casas y Pedro Lemebel, ése que antes se llamaba Pedro Mardones.
-Él me invitó a la SECh y me presentó a otros escritores, a otros poetas.
Fue ahí cuando Parra comenzó a conocer a sus contemporáneos. Tiempo después administraría la librería que quedaba al lado del Café del Cerro, en Bellavista, a fines de los 80; ésa donde se venderían los primeros libros de Bukowski en Chile y por la que pasarían poetas como Jorge Teillier, Enrique Lihn, y también músicos como Fulano, Charly García y Los Prisioneros. Pero el proyecto duró poco tiempo. Una vez más, Parra debía buscar trabajo. Y estuvo deambulando hasta que en 1988 fue becado en el taller de poesía de la Fundación Pablo Neruda. Luego obtendría otra beca que lo llevaría a Estados Unidos.
Serían años de muchas lecturas, de mucha escritura -en 1993 publicaría su segundo libro, Poemas de Paco Bazán- y de viajes sin mapas, también, entre España y Latinoamérica.
En 1998 publicaría Mandar al diablo al infierno -en el que se recopilan sus dos obras anteriores más unos poemas nuevos-, el que sería su último libro hasta la fecha.
No escribe desde hace años. O lo hace, en pequeñas libretas, pero sin la pretensión de publicar. El regreso a Chile fue duro. Se había gastado todo el dinero, no tenía nada, una vez más debía comenzar desde cero. Y más encima ya empezaba a entender que esas borracheras largas y tremendas que vivía desde hace años serían algo que no iba a tener solución por mucho tiempo.
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-Los alcohólicos disimulamos muy bien -dice Parra mientras toma un jugo de manzana y se acuerda de esas noches eternas y desquiciadas, junto a Pedro Lemebel y Francisco Casas.
-Yo era un bebedor muy desordenado. Tengo dos clínicas alcohólicas en el cuerpo, varios comas. Fueron años de hacer muchas locuras, muchas maldades -se queda en silencio unos segundos y dice-: con Pedro fuimos cómplices de muchas salidas de madre, de llegar a una fiesta y arruinarla. Y no sólo arruinarla sino de tirar , desde un duodécimo piso, todo para abajo: todo cayendo, sartenes, ollas, maceteros, plantas, la fiesta paralizada.
Ahora Parra se ríe, pero sabe que esos años fueron un infierno. Desde hace dos que no bebe alcohol. Pero recuerda bien la última vez: una pelea en un bar, cerca de su casa. Una pierna rota, una fractura expuesta. Terminó en la Posta Central. Un mes de rehabilitación. Decidió que no bebería más.
Dejó de beber, entonces, y se aferró a los libros. Leyó y releyó, muchas veces, ese libro terrible que es Esa visible oscuridad, de William Styron (La decisión de Sophie), quien también fue alcohólico y contó, en ese libro, la depresión que le vino después de dejar de tomar. Parra leyó ése y otros libros y sobrevivió. Gracias a eso y a la ayuda de sus amigos, en especial de Paula Barría, su socia, profesora de Economía. Estaban conversando en la casa de Barría, junto a su marido, cuando ella le pregunta a Parra qué quería hacer con su vida. Era 2003, Parra iba a cumplir 40 años, había quedado cesante. Ya había trabajado en editoriales como Cuarto Propio y LOM vendiendo libros. Había trabajado, también, en distintas librerías. Lo hacía bien. Por eso de la Feria Chilena del Libro lo mandaron a mejorar las ventas de la sucursal de Agustinas. Y Parra lo hizo. La enfocó exclusivamente en literatura y consiguió revivirla. Pero tiempo después se aburrió y se fue y terminó, de pronto, escuchando esa pregunta de Paula: “¿Qué te gustaría hacer?”.
-Y le dije que quería hacer una librería, una buena librería. Trabajarla, hacer un espacio para conversar, para compartir ideas. Y ella me escuchó y me dijo que ya, que iba a ser mi socia y que buscara un lugar para arrendar. Y ahí, caminando por José Miguel de la Barra encontré el local.
Buscaron nombre por muchos días, hasta que Parra se acordó del título de un libro del poeta Yanko González: Metales Pesados. Se demoró 25 días en ponerla en funcionamiento. Parra sabía que el proyecto iba a funcionar:
-Cuando armé la librería sabía que me iba a ir bien por una sencilla razón: si tenía tantos amigos, decía yo, ¿cómo la mitad no va a comprar libros? Ya con la mitad de los amigos que había hecho en los 80, en los restaurantes, bares, cabarés, viajes, decía, con la mitad que comprara estaba salvado el mes. Y así fue.
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Anochece. Truman se despierta. Las paredes del departamento están llenas de obras de artistas jóvenes, chilenos y latinoamericanos. Obras de Mario Navarro, de Patrick Hamilton, de Sebastián Preece, de Gianfranco Foschino, de Juan Pablo Langlois. Dice que lo interpelan más los artistas jóvenes que los escritores. Hay más riesgo, hay más sintonía con lo que está ocurriendo. Destaca eso sí a una nueva generación de narradores chilenos, aunque siente que la poesía está al debe. Hace unas semanas la crítica literaria Patricia Espinosa le ofreció hacer un taller de poesía el próximo año en la Universidad de Chile. Él aceptó de inmediato, igual como cuando aceptó en 2002 hacer un taller de poesía en Balmaceda 1215, del que salieron poetas como Paula Ilabaca, Víctor López, Diego Ramírez, Gladys González y Héctor Hernández.
-Tengo ganas de encontrarme con otros temas en la poesía chilena. Siento, olfateo, que debe haber unos chicos jóvenes que les falta encontrarse con las lecturas para abrir el camino, para encontrar sus temas. Pero estoy seguro que están.
Dice que a veces piensa que cuando cumpla 60 años volverá a escribir. Pero no se desespera. Lee. Lee mucho. Por ahí se ven las memorias de Salman Rushdie. Por ahí está Stoner, la última novela que lo sorprendió y que no ha dejado de recomendar en la librería. Hay un par de repisas llenas de pequeñas joyas: libros firmados por Antonio Cisneros, por Lihn, Teillier, Parra -quien se los dedica escribiendo: “Para mi sobrino”. Hay algunas primeras ediciones. Y pequeñas joyas, como ese ejemplar de Viaje al fin de la noche, de Céline, cuya edición estuvo a cargo de Juan Carlos Onetti.
-Siempre me gustó vender libros. Para mí vender libros es mi profesión. Escribir es algo personal, por eso no me exijo escribir ni publicar. Si tengo un mundo que contar lo cuento, pero vender libros es lo que me gusta. La extensión de la escritura es recomendar libros, es recomendar poetas o novelistas. Eso mantiene viva la sensación de estar escribiendo. Es una prolongación maravillosa que tiene la literatura.
Truman se levanta del sillón para que uno le haga cariño. Arriba de una mesa hay varias libretas. Pienso en qué cosas habrá escritas ahí. Pienso si habrá algún poema parecido a ese que escribió Parra, hace años, que dice: “Mi hijo crece lentamente en otra ciudad/ su nuevo padre lo lleva al estadio los fines de semana/ Le compró un pasa películas/ a fines de año les entregarán una cabaña en la costa/ Por lo tanto debo enviarle un traje de baño talla 14/ y los regalos que le prometí para su cumpleaños/ Que si soy escritor por qué no le escribo/ En el colegio han leído algunos poetas/ y esperan que en cualquier momento lleguen a mí/ Me comenta por último/ que a su madre se le ve muy feliz/ y me pide le haga llegar una fotografía/ donde salga escribiendo algunos poemas/ O.K.”.