Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Noviembre 29, 2012

El pabellón con forma de casa es bastante más simbólico (de la literatura chilena, de la vida chilena) que ese iceberg pelotudo que mandaron a Barcelona en la prehistoria, allá por 1992. 

  • “¿Por qué no vino Bob Dylan?”, dice alguien refiriéndose a Nicanor Parra.
  • Anochece temprano, de modo abrupto, casi sin transición.
  • Todos los caminos llevan a la FIL, que queda en un sitio gigantesco, llamado Guadalajara Expo. Los precios de los taxis son incomprensibles. Todo se regatea. La gente maneja más tranquila que en el DF. Los taxistas conocen a Los Tres y Los Bunkers. La radio siempre está encendida. La única vez que el chofer dejó puesto el taxímetro salió más barato.
  • Sergio Parra ve bajo el agua. Ahora está exhausto. El pabellón está lleno y funciona como una especie de pasadizo por donde el público se interna en la feria. Parra, dueño de la librería Metales Pesados y encargado del pabellón chileno, me dice que montó los libros del stand el viernes de la semana pasada. Supongo que esto va a tener un aura legendaria. Me dice que estaba todo embalado en cientos y cientos de cajas y que el pabellón estaba pelado. Es fácil imaginar el lugar: miles de libros esperando su lugar ahí. Parra me dice que hizo una apuesta con gente de otros stands. Le dijeron que no iba a terminar, que era mucho trabajo. Parra terminó a las nueve de la noche y luego se puso su chaqueta negra y se fue. Más tarde, el stand chileno se transformó en un éxito comercial, vendió lo indecible, se convirtió en una joyita. Yo me quedo con una imagen que es acaso un cuento borgiano: un lector que ordena en un solo día la literatura chilena completa.
  • Hay algo perturbador, casi distópico, en estas imágenes: en la recepción del Hilton, a escasos cien metros de la FIL, Lucho Gatica pasa acompañado de Roberto Ampuero.
  • Creo que Jorge Edwards debe haber contratado a un doble.
  • En la catedral de la ciudad está el cuerpo de un niño al que la gente se le acerca para orar. La piel parece de loza agrietada. No sé si se trata de una reproducción o es un cuerpo embalsamado que tiene cientos de años.
  • Un taxista me dice que el recinto de la Guadalajara Expo también lo arriendan para fiestas. Pienso en eso, en el salón vip de la FIL al que nos hace entrar Julio Ortega y donde nos sirven whisky o tequila y donde nos quedamos un rato más o menos largo observando cómo vienen y van funcionarios, guardias de seguridad, secretarias o encargados de algo que no conocemos; todo con precisión milimétrica, con la urgencia y velocidad del poder, como si se tratara de un relato que apenas entendemos, pero que sucede en tiempo presente.
  • Destellos: La cantidad de hoteles que hay en Guadalajara. La imagen de la torta sumergida en salsa roja en un local del centro de la ciudad. Las calles cerradas en el domingo por donde dan vueltas cientos de ciclistas y skaters. La piscina sin bañistas del hotel. Los locales cerrados del shopping de Ciudadela. La historia que me cuentan de que Carlos Slim aprueba personalmente el menú de los locales de Sanborns. Los problemas para activar la tarjeta Redbanc desde lejos. El regateo con los taxis. El tipo que cita la Biblia y habla del apocalipsis, la mujer y la serpiente en el pabellón de Chile, en la mesa sobre escritores malditos. Óscar Contardo, Héctor Soto y Alberto Fuguet lo miran con sorpresa y estupor. La imagen de Guayasamín que hay en el comedor de la casa del licenciado Padilla, que es el presidente de la FIL y cuya colección de arte contemporáneo es bastante impresionante. El momento en que Javiera Mena saluda a Lucho Gatica y canta una canción suya. Gatica está en el público y levanta la mano. Mena no le cambia el género al destinatario de la canción, que siempre es femenino. Me cuentan que Chavela Vargas hacía lo mismo. Mena construye una clase de música que sucede en varios niveles, como si el pasado y el presente se actualizaran. El pop es una forma de memoria, anoto. La gente baila. Los rayos láser se disparan sobre el escenario.
  • A la salida del Hilton, están decenas de escritores, editores, periodistas y funcionarios  que esperan sus taxis o vans, de punta en blanco, listos para irse al salón Veracruz. El salón Veracruz repleto: la fiesta oficial, el desmadre oficial. Más tarde, ahí hace calor. Una banda en vivo toca salsa. Hay que pagar entrada. Yo duro adentro un par de minutos. Afuera la gente fuma y conversa. Los taxis esperan para llevar a la gente a sus hoteles. Es imposible saber dónde queda el lugar, salvo que se trata de otra dimensión: las calles vacías donde los autos corren a toda velocidad llevando a pasajeros insomnes a un destino desconocido.
  • Un día después: la fiesta de Almadía es infinitamente mejor que la del Veracruz.
  • Guadalajara requiere estar en dos lugares a la vez. La feria es grande, pero a veces los salones quedan cerca. Si uno se aprende ciertos trucos (algunos atajos, el mapa subterráneo que hay en las salas de conferencias) puede moverse con cierta comodidad. Una prueba empírica: a las 19 horas del lunes, voy y vengo de la mesa donde Mauricio Electorat y Ramón Díaz Eterovic hablan de la noche como tropo literario y del lanzamiento de una antología de poesía chilena nueva, editada por la UNAM y armada por el mexicano Daniel Saldaña París. Por supuesto, es extraño: Díaz y Electorat hablan de la novela negra y de los márgenes invisibles de la ciudad, del Mapocho y de París; mientras al lado, Saldaña París trata de explicar la singularidad y la radicalidad de la poesía chilena al lado de Héctor Hernández Montecinos, que va a leer textos suyos y que no está en la nómina de los poetas de la delegación oficial, que es más que escuálida. Pero es inquietante la tensión y la cercanía accidental de ambos discursos, quizás hablan de lo mismo, de un país que sobrevive apenas como un puñado de palabras. Quizás este país siempre fue eso: apenas una ficción lejana o una especie de invención del lenguaje, una poderosa mentira literaria.
  • Libros, por ahora. El libro uruguayo de los muertos, de Bellatin; Di su nombre, de Francisco Goldman; Hormigas rojas, de Pergentino José; El hijo de Míster Playa, de Mónica Maristain; Teoría de las Catástrofes, de Tryno Maldonado; Vida Digital, de Fabrizio Mejía Madrid.
  • Hago zapping en la pieza del hotel. Lucho contra el sueño. Son las cinco de la tarde. Veo lucha libre. Anoto nombres: Místico, Dragón Rojo. Todo es dramático. Todo parece un poema de Byron. Cuerpos vuelan por el aire y caen al lado del público. No hay sangre. Alguien le quita la máscara a alguien. En el gesto del luchador de taparse el rostro hay algo profundo, insostenible, terrible. Sé que todo es falso. Sé que se trata de un guión elaborado, de algo acordado de antemano. Pero en ese rostro que no es rostro hay algo que conmueve. Corto el televisor. Miro por la ventana. La luz empieza a descender de modo abrupto: los árboles que veo a lo lejos se agitan con una brisa suave. Las luces se prenden en la ciudad. Me quedo pensando en esos dedos crispados que crean un vacío, una especie de espacio de sombra. Por un segundo, creo que México es esa línea de la sombra.
  • El pabellón con forma de casa es bastante más simbólico (de la literatura chilena, de la vida chilena) que ese iceberg pelotudo que mandaron a Barcelona en la prehistoria, allá por 1992. El pabellón parece una casa. El pabellón parece una mediagua. La literatura chilena se debate entre esos extremos.
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