Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Enero 17, 2013

No hay coincidencia ni azar en el hecho que la editorial mexicana Almadía haya publicado en los mismos meses Arte & basura, de Mario Santiago Papasquiaro,  y El hijo de Míster Playa, de Mónica Maristain. Ambos textos deben ser leídos juntos y, aunque pareciese que son dos ladrillos más en ese extraño edificio que es la lectura póstuma de Roberto Bolaño, son otra cosa. De hecho, se revelan como contralecturas de ciertos lugares comunes, como agujeros negros o colecciones de preguntas, acaso reflejos oblicuos. Quizás esto se deba a que dichos volúmenes no son lo que prometen. El libro de Santiago (poeta que alguna vez sirvió como modelo para el personaje de Ulises Lima en Los detectives salvajes) evita ser leído como un libro de poesía tradicional, y el de Maristain escapa desesperadamente ante cualquier idea de ofrecerse como un relato definitivo sobre Bolaño.

En el caso de Santiago (que falleció en 1998 y dejó una escasa obra publicada o publicable), esto quizás se deba a que sus poemas se estrellan -y a ratos demuelen al lector- como artefactos visuales inesperados: frases en servilletas, anotaciones al costado de la portada de alguna revista Vuelta (que dirigía Octavio Paz), jirones de versos escupidos en superficies impensadas. Lo que dicen es a ratos irrelevante. “Este Libro/como mi vida/ rojinegro: disparejo” anota Santiago, y es imposible no pensar que Arte & basura despega al poeta de su propio mito, el que Bolaño, de modo nostálgico, creó sobre él sin mostrarnos jamás la inmediatez volátil  que ofrece esta obra.

Ahí, importa la condición abigarrada de la letra, lo imprevisto del lugar, lo demencial y urgente de ese testimonio nervioso, de este temblor impreciso. De hecho, al leer Arte & basura -que fue compilado por Luis Felipe Fabre-, la poesía del autor se nos presenta como una especie de piel -o costra- que va quedando sobre el piso, el escombro de un lengua poética fracturada y rota pero que debemos seguir, exhaustos, al modo de un camino que lleva a un lugar inesperado. El destino de aquello es la confirmación de que Santiago Papasquiaro no es Ulises Lima, ni nunca lo fue, y aquí lo comprobamos gracias a una escritura que siempre excedió la cristalización literaria que le perpetró su amigo. 

Un deslinde parecido ofrece el libro de Maristain, que bien puede ser leído como una selección de materiales posibles para una biografía jamás escrita del autor de 2666. El relato que El hijo de Míster Playa hace de Bolaño termina siendo imperfecta como si se tratase de un puzzle no resuelto pero esa imperfección es lo más logrado de su lectura. Por lo mismo, lo más interesante del trabajo de su autora (quien le hizo esa célebre última entrevista a Bolaño para la edición mexicana de Playboy) es que quizás no concluye casi nada: el mito sigue ahí, los testimonios están servidos, las versiones siguen siendo contradictorias. Pero aquello, antes de ser un problema, es una virtud. Los aspectos de Bolaño que recuerdan sus amigos y familiares son avatares de un héroe confuso. De hecho, hay una sección del misterio (la que le corresponde a Carolina López, la viuda del autor) que sigue en la sombra. Esa ausencia hace crecer el libro. El relato que El hijo de Míster Playa hace de Bolaño termina siendo imperfecto, como si se tratase de un puzle no resuelto, pero esa imperfección es lo más logrado de su lectura.

Así, nos topamos con el hecho de que Bolaño es demasiadas cosas para demasiada gente. Para los infras es el autor de una novela -no muy buena- que habla de sus vidas privadas; para sus amigos, es alguien que remezclaba en sus libros las historias ajenas (como lo que cuenta Jaime Rivera sobre el origen de Estrella distante) mientras hacía bromas idiotas sobre su condición médica; para muchos, es el poeta adolescente y maldito que llevaba siempre la ropa planchada. Lo notable es que todos esos recuerdos hablan de él, pero no nos dicen quién es. Maristain persigue ese secreto pero no llega nunca. Su propio testimonio -que es una despedida sentida a alguien que quería mucho- es un aspecto más de este enigma. Esa condición policial no está ausente del género biográfico. Escribir una biografía es fracasar siempre, tal y como le sucede a Janet Malcolm, que en La mujer en silencio trata de descifrar a Sylvia Plath, pero termina obligada a narrar las barreras que le impiden  la escritura de esa misma biografía que intenta. Mónica Maristain, como Malcolm, parte de ese supuesto aunque no teoriza sobre ese fracaso, se limita a exponer sus materiales de construcción. Por lo mismo, es interesante cómo el libro va abandonando la cáscara de un relato para ofrecer fragmentos que se superponen logrando una suma que es quizás algo parecido a un retrato deforme o entrañable.

Por lo mismo, los dos libros deben ser leídos juntos. Mientras Maristain se empeña en iluminar todos los rincones de la biografía de Bolaño, Santiago sigue siendo un enigma, alguien que está escrito al borde de la historia y los papeles de otros. En cierto modo, ambos libros cierran lo que abrió alguna vez Los detectives salvajes y su deseo de convertir la memoria en ficción, haciendo del recuerdo de una guerra literaria adolescente una especie de mito continental. Porque Bolaño escribió un libro que se convirtió en otra cosa. Una cosa más: el libro de Maristain termina hablando de Mario Santiago, termina hablando de esa escritura al borde de todo. Esa ausencia de Santiago, su vida excesiva y desolada es el límite respecto a lo que sabemos y nunca sabremos de Bolaño. Es la vida de la que huyó y que fantaseó tener, pero que nunca tuvo. Así, un libro completa al otro pues lo que late tras la violencia verbal de Santiago y lo inabordable de su poesía punk nos hace abandonar cualquier caricatura previa. Es una escritura irrepetible y profundamente dolorosa: algo que bien puede provenir del éxtasis y la degradación, del éxito y el olvido, del descalabro y la falsa tierra prometida de la literatura.

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