Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Enero 24, 2013

Branislav Tepes habla sin que se lo pregunten mientras camina sobre un terreno pedregoso. Tepes cuenta que tiene visiones, que siente cosas, que es descendiente de Drácula, que se desdobla, que puede ver su cuerpo dormido desde arriba. Dice que a los quince años fue violado por una presencia etérea. En ese mismo instante, Mauricio Israel sostiene una copa y sonríe canchero, rodeado de varias muchachas. La cámara lo muestra feliz y relajado. Minutos más tarde hablará como si hubiera vuelto de un exilio político, como si fuera un sobreviviente de guerra, un fantasma de la Historia. Una semana después, todo cambiará. Ambos habrán estado encerrados en un set que remeda al cielo y el infierno, aunque en realidad es  un laboratorio de ratas: alguien le tratará de pegar a Tepes por insoportable e Israel llorará boca abajo en el suelo, tratando de tapar sus lágrimas, desconsolado después de haber perdido una competencia.

Éstas, quizás, son las imágenes más representativas de Mundos Opuestos 2, el nuevo reality de Canal 13; la de un sujeto delirante que narra su biografía como si fuera un cuento de terror y la de un estafador que quiere demostrar, ante el espectador, que está redimido de sí mismo. Son imágenes engañosas, apenas superan el morbo que prometen. En cualquier caso, se trata de confesiones mezquinas o escenas menores de un show que carece del elemento volátil que tenía su primera versión.
Ya lo sabemos: la repetición de la premisa exigía un mayor compromiso en el casting, un mayor ojo en la voluntad de narración. Pero el show se chilenizó en el peor sentido de la palabra, se gastaron el dinero en la estructura, pero descuidaron el material humano. Se confiaron, tocaron la misma cuerda. La falta de competencia los ablandó, no encontraron nada que contar. Porque al programa le falta algo, a pesar de la producción impecable. Los relatos no cuajan, las historias se demoran en partir, los personajes no son tan interesantes, todo es más o menos predecible como narración. Todo aquello es algo que pueden percibir los espectadores, pero también los mismos participantes, que languidecen demasiado rápido en el encierro, como si supieran de antemano que da lo mismo que estén ahí, que pueden hacer lo que gusten porque no importa demasiado.
 Una teoría: en su necesidad de renovarse como showrunner, Sergio Nakasone trató de evitar el calcarse a sí mismo. Por eso, replicó el escenario, pero le quitó todo lo que Mundos opuestos tenía de original, aquella posibilidad de leer el relato como una fábula que aludía sin querer queriendo a la lucha de clases. De hecho, si la selección de Tepes hace sospechar que estaban perdiendo la puntería en el casting de los participantes, la de Mauricio Israel explicitaba que había desaparecido el cable a tierra que hacía del programa algo explosivo, pues ya no estaba el lazo con el espectador que permitía alguna identificación, alguna clase de empatía en el relato: Mauricio Israel nunca será Francisco Huaiquipán (un héroe popular caído en desgracia de modo épico), sino que es más bien una especie de playboy senil que representa la algarabía chovinista chilena, que estaba de moda en la era de Eduardo Frei.
Es posible que eso no le interese a nadie y vuelva al hecho de ver el programa algo extraño. Pero ése no es el problema del show. El problema es que Mundos opuestos 2 no fracasó sino que simplemente es un producto mediocre. Para quienes seguimos las ficciones de Nakasone (porque son ficciones, al fin y al cabo) eso entraña cierta decepción, cierta tristeza. Porque había ahí -de Amor ciego en adelante- cierto riesgo que lucía como relevante al intersecarse brutalmente con la vida real. Ahí, los realities sí hablaban de realidad: mientras el delirio de Edmundo Varas, por ejemplo, podía leerse como una parodia de las paranoias de masculinidad contemporáneas, el comportamiento de Juan Lacassie, de Mundos opuestos, era una especie de déjà vu patético y terminal de aquel trato patronal que creíamos extinguido.
Nada de eso está en Mundos Opuestos 2, que parece estar desconectado de casi todo, en una narración tan perfecta como vacía. Por lo mismo, al lado suyo, un programa menor como Diamantes en bruto, de Chilevisión, luce mucho más fresco o arriesgado. Obra exploitation que sigue la senda de Perla y la fallida Dash y Cangri, se trata de un show que supera su propia caricatura y que, por segundos, filma imágenes inéditas e inesperadas. Porque llama la atención que esta televisión flaite -como se le llamó en la redes sociales- tenga más valentía que otras superproducciones del prime time, al poner en pantalla una familia donde dos madres lesbianas crían a una hija, por ejemplo. Hay algo ahí. Ese registro de una intimidad que está filmada en el momento exacto de su crisis puede ser más interesante de ver que lo que sucede en Mundos opuestos 2. Sí, todo eso está torcido y falseado por la tentación -tan chilena- de hacer una comedia sobre la pobreza, pero a ratos funciona. A ratos nos devuelve, de modo involuntario, a esa exhibición de la condición humana que los realities se apuran en esbozar como su principal atributo y que, casi siempre, no son capaces de poner en pantalla.

 

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