El tipo, que es brasilero, lo ve sumergido entre las parras de la Viña Concha y Toro, en Pirque, y grita en portugués: “¡Aquí está el hombre que hizo el mejor carmenere del mundo: bravo!”. El resto de los turistas se detienen, comienzan a aplaudir y, justo en ese momento, durante unos pocos segundos, Ignacio Recabarren, de 63 años, parece cohibido, como si no supiera qué decir.
Antes y después de eso, su performance es continua. Caminando por las viñas o sentado frente a una oscura copa de su Carmín de Peumo, elegido por Wine & Spirits uno de los 100 mejores vinos del mundo, Recabarren -que tomó clases de teatro en Londres para vender sus creaciones- se expresa como una especie de poeta vitivinícola. Dice que el vino es un ser vivo, y que el amor que siente por él es idéntico al que se puede sentir por una mujer, por la literatura o por la música.
También dice que posee un don, del cual ha nacido el gran éxito de sus vinos, y que poco tiene que ver con el trabajo en el laboratorio. En la enología de Recabarren, hoy líder dentro de Concha y Toro, casi todo parece ser decidido desde la emoción. “Si tengo algo positivo- comenta -“es que puedo ver un campo. Lo miro, lo intuyo, y digo: esto puede funcionar o no. Me fijo en el aire, en el olor. Es todo intuición”.
Esa forma de trabajar, inspirada o irracional, según se mire, junto a un perfeccionismo que lo ha llevado a ser el único en la viña en desechar años completos de producción de uva, le ha generado durante toda su vida problemas con sus empleadores, cuenta. Él habla de “una necesidad vital” de ir contra la corriente. “Soy obsesivo, en el sentido de que si he llegado a un muy buen nivel en un vino o en una mezcla, siempre puedo mejorarla un poco más”, dice. “Eso muchas veces no es entendible”.
Sus arremetidas explican parte importante del boom del vino chileno de las últimas décadas. Primero fue uno de los responsables de subir el estándar tecnológico en los 80, liderando la modernización de la Viña Santa Rita. En la década siguiente, creó para distintas viñas varios de los primeros vinos blancos importantes del país. Pero su mayor aporte fue el rescate del carmenere, una cepa antes despreciada mundialmente, a la cual transformó en 2005 en su obra cumbre con el Carmín de Peumo, un vino por el cual Robert Parker, probablemente el crítico más influyente del planeta, le otorgó 97 puntos en The Wine Advocate.
Hoy, sin embargo, mientras observa una botella de Carmín, Recabarren admite que ya no le importan los puntajes y medallas. Lo que sí le da satisfacción, dice, es haber creado, junto a otros, un lugar para Chile dentro de la enología mundial. Aunque en el camino él haya tenido que perder mucho para conseguirlo.
Lo dice un hombre que arrasó con su propia vida buscando el vino perfecto.
SEÑALES DE UN CAMINO
A Recabarren le gusta pensar que su historia está urdida por una serie de señales -tal vez divinas, dice- que le fueron mostrando el camino. La primera llegó con casi 23 años, cuando se graduó de agrónomo en la U. de Chile y, luego de trabajar brevemente con unos campesinos productores de vino, estuvo más de un año postulando a la Viña Santa Rita. Una tarde, ya desesperado, entró a una iglesia y le imploró a Santa Rita de Casia, la patrona de las cosas imposibles, para que le dieran ese trabajo. Tres días después, asegura, lo llamaron.
Luego de un par de años como enólogo junior, la viña apostó por él para el rol principal. Entonces vino una nueva señal: mandó uno de sus primeros vinos, el Casa Real de Santa Rita, al famoso concurso Gault Millau en París, y luego de vivir una odisea en tren para rescatarlos de la aduana e inscribirlos fuera de plazo, escuchó incrédulo cómo su creación ganaba el primer puesto. Cuando volvió al país, con 27 años, ya era un héroe en el rubro.
Su caída sería igualmente abrupta. Tras pasar varios años al frente de la viña y consolidarse como uno de los mayores talentos jóvenes del país, en 1989 una sustancia no permitida en Europa fue detectada dentro de los vinos de la compañía, y la cabeza de Recabarren, el enólogo responsable, rodó por el suelo. Avergonzado y masticando la injusticia, decidió cortar de raíz con la vida que llevaba: dejó a su mujer y a sus cuatro hijos, y se marchó solo a Nueva Zelanda, el país en donde siempre había soñado aprender sobre vinos blancos. Se quedaría allí, lejos de todo, durante más de dos años.
“Fue una gran escapatoria. Me demostré que seguía siendo muy bueno, que si tenía parte en lo que pasó, había sido un engranaje en una tuerca gigante”, reflexiona hoy. “Fue como la película Kill Bill, cuando la protagonista se va al monasterio. Fui a reconstruirme a mí mismo. Era una relación que tenía que partir de nuevo, desde abajo”.
Lo de partir de abajo, en Nueva Zelanda, significó hacer durante meses el aseo en las bodegas. Con el tiempo se fue ganando la confianza de los dueños de las viñas, y comenzó a aprender todo lo que sabían sobre sauvignon blanc. Cuando volvió a Chile, sintiéndose “violentamente mejorado”, ya estaba capacitado para liderar, durante los 90, una revolución en el vino blanco nacional.
Trabajando para varias viñas al mismo tiempo, principalmente Errázuriz y Casablanca, de Santa Carolina, su impacto en la industria fue tal que pronto la prensa lo bautizó el “rey del vino blanco”. Durante esa década -a partir de 1995 ya en Concha y Toro- no hizo prácticamente nada más que trabajar, de forma obsesiva, buscando hacer los mejores vinos de la historia chilena. Su ego en esa época, reconoce hoy él mismo, aumentó hasta transformarlo en otra persona. “En el mundo del vino el ego es espantoso. Y yo lo tuve”, dice. “En un minuto yo era un John Lennon de la enología chilena”.
Luego llegaría una última señal: en una feria de vinos en Inglaterra, una pareja de ingleses se le acercó para contarle que se habían casado con un vino suyo. También le dijeron que su hijo, que ese día llevaban en brazos, había nacido gracias a ese vino. Poco después, antes de morir, la madre de Recabarren le pidió que fuera “más modesto”. Todo eso lo golpeó de tal forma, dice el enólogo, que generó un cambio adentro suyo. Desde entonces, se propuso como meta hacer vinos sólo pensando en los consumidores.
Desde entonces haría los mejores vinos de su carrera.
El VINO Y EL DESTINO
Recabarren tiene frente a sí dos copas de carmenere: una de la línea Terrunyo, un vino de precio medio, cerca de 18 mil pesos, y la otra de Carmín de Peumo, que asciende a $75 mil la botella. Aunque la estrella de la compañía es este último, para muchos el mejor vino hecho en Chile, el enólogo dice sentir más cariño por otros vinos suyos más baratos, como el merlot Trio, que cuesta menos de un décimo. “Lo que más me importa es que el común de la gente tenga acceso a un vino que sea placentero”, dice. “Algo no tan elitista”.
Hoy, Recabarren usa el tiempo que tiene fuera de la viña para ir a ver ballet o escuchar música clásica, una de sus grandes inspiraciones para crear vinos. También está retomando sus clases de yoga, porque cree que a través de la exploración interior puede agregar a sus vinos lo que les falta para ser perfectos. “Mi cercanía a la relación entre vino y poesía, o entre vino y música, tiene que ver con la vida del campo”, dice. “Hay una nostalgia de la infancia feliz. De plasmarla en algo”.
Vive solo, aunque dice que en la última década se ha abierto a las cosas del mundo: las amistades, la familia. Lo que sí lo entristece, dice, es que personas cercanas a él no pudieran percibir la importancia de lo que hacía, como sus propios hijos, entonces demasiado pequeños.
Antes de probar sus copas de carmenere, Ignacio Recabarren hace una larga pausa, y cierra con una reflexión: “He soñado tener una vida normal, rehacerla de alguna forma, pero uno cada vez se vuelve más individualista. Lo único que trato de hacer es entender a las personas, y es importante dejarlos que te entiendan a ti. Si te escuchas sólo a ti mismo, no vas a lograr mucho”, dice antes de dar un sorbo. “Te va dejando solo”.