Por Diego Zúñiga Enero 31, 2013

Él sólo recuerda que eran las cuatro de la mañana y que ya había bebido demasiado. Era una costumbre, por esos días, el beber demasiado, cuando Aura, su mujer, llevaba varios meses muerta. Eran días autodestructivos. Él andaba así por las calles de Nueva York, perdido entre los bares, hasta que cerró los ojos, el golpe, la sangre, el cuerpo tirado, el auto que volvió a acelerar y desapareció.
Cuando Francisco Goldman (58) abrió los ojos, se dio cuenta de que iba arriba de una ambulancia. Unos minutos después, en el hospital, los doctores le explicarían que lo habían atropellado y que uno de los escáneres que le tomaron mostraba una mancha negra, extraña, que si crecía, significaba que tenía una hemorragia y que entonces podría morir. Pero a él no le dio miedo. Venía sumido, desde hace muchos meses, en una depresión, en un duelo que él no quería abandonar, porque abandonarlo significaba, de alguna forma, empezar a olvidar a Aura. Y él no quería, por ningún motivo, olvidarla.
Finalmente, esa mancha negra no creció; él salió del hospital y pensó que ésa había sido su chance de morir, y que si no se había muerto, tenía que hacer algo con su vida.
-Tenía que tratar de vivir de una manera que no le hubiera causado vergüenza a Aura -cuenta Goldman desde Ciudad de México-, tratar de honrarla con mi vida.
Entonces, empezó a escribir un libro. Ese libro se llama Di su nombre (Sexto Piso) y es la historia de su vida con Aura Estrada, una joven escritora mexicana que conoció en Nueva York cuando ella tenía 25 años y él 47. Se enamoraron, se casaron y una tarde de 2007, en una playa mexicana llamada Mazunte, esa historia de amor empezó a terminar cuando a ella una ola le rompió la columna vertebral.

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Say her name -el título original de Di su nombre- apareció en la lista de los mejores libros de 2011 de los diarios The New York Times y The Guardian, obtuvo en Francia el Premio Fémina extranjero y suscitó la admiración de escritores como Richard Ford, Junot Díaz y Annie Proulx.
Es cierto: Francisco Goldman -periodista norteamericano, hijo de guatemalteca- no es ningún debutante. Al contrario, ha publicado varias novelas -traducidas por Anagrama- y colabora en The New York Times y The New Yorker. Fue corresponsal de guerra, y hace clases de Literatura en Connecticut y en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. De hecho, en estos días prepara un libro de crónicas en el que aparecerá el texto que escribió sobre el movimiento estudiantil chileno en The New York Times el año pasado, y está terminando de escribir una crónica sobre Ciudad de México, “una suerte de epílogo de Di su nombre y todo lo que pasó este verano, que fue el quinto aniversario de la muerte de Aura”. Sí, Goldman no es un desconocido, pero ningún otro de sus libros generó tanta atención como Di su nombre.
Y la historia que cuenta en el libro dice así: se conocieron con Aura Estrada en el otoño de 2002, en el lanzamiento de un libro en la Universidad de Nueva York. Goldman era uno de los presentadores y ella, “una joven delgada, hermosa, con cabello negro en un corte pixie bastante chic y brillantes ojos oscuros”, como la describe en el libro, había ido porque era amiga del autor, llamado José Borgini.
Cuando terminó la presentación, Goldman se acercó a la mesa de los vinos y ella estaba ahí. Se saludaron, conversaron un poco y él se enteró de que ella no estaba invitada a una cena que se le haría a Borgini. Una cena exclusiva, pues uno de los invitados era Salman Rushdie. Pero Goldman -fascinado desde ese momento con Aura- logró que la invitaran. Y así extendió, por unas horas, ese encuentro, donde terminaron, junto a Borgini, en un bar, tomando, mientras ella recitaba, con un acento de judía neoyorquina que había aprendido viendo Seinfeld, un poema del siglo XVII, hasta que, finalmente, Aura se fue en un taxi con Borgini y Goldman se quedó ahí, mirando cómo desaparecía el auto.
Tiempo después volverían a encontrarse, y esta vez Aura se iría con él en el taxi. Ahí, entonces, empezaría esta historia de amor intensa y literaria. Se irían a vivir juntos a un departamento de Brooklyn, ella entraría a un doctorado en Columbia y luego estudiaría Escritura Creativa. Llegaría a ser asistente de investigación de la Premio Nobel de Literatura Toni Morrison y empezaría a publicar sus primeros textos de ficción en distintas revistas. Se casarían el 20 de agosto de 2005, en México.
Hay, en internet, algunas fotografías del matrimonio. En una aparecen abrazados, sonriendo. Ninguno mira a la cámara, pero sabemos que eso debe ser la felicidad. Sólo hay futuro en los rostros de ellos. De hecho, uno de los capítulos más hermosos de Di su nombre es el que Goldman dedica a ese día. Pero anota, en un momento: “El video de la boda y las fotografías a color fueron un regalo de bodas del primo de Juanita (la madre de Aura). Pero no soporto ver el video (…). Mi euforia es completa, no como si me supiera indigno o creyera que me había salido con la mía. Sino porque mucho antes de conocer a Aura había dejado de esperar o de imaginar que un día como ése habría de llegar”.
Casi dos años después de ese día, ocurriría el accidente.

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Di su nombre se mueve entre el relato autobiográfico y la memoria, ese músculo impredecible, misterioso. Pero Goldman confía en ella. Es, finalmente, lo único que le queda cuando Aura muere. La memoria de los días junto a ella, pero también otras cosas: la necesidad de reconstruir la vida de Aura, la búsqueda por sobrellevar, de una u otra forma, el dolor de la pérdida, los días que vinieron después de su muerte, la vida que se transformó en otra cosa: algo profundamente inexplicable.
-Este libro -dice Goldman- es intentar entender la vida de ella.
Y así están escritas estas más de 400 páginas: desde el dolor y la incomprensión de una muerte tan repentina, pero siempre con la necesidad de encontrar respuestas a este duelo. No hay autocompasión, sino el recuento de una vida, la explicación de cómo terminaron llegando a esa playa mexicana y, también, lo que vino después: las acusaciones de la familia de Aura en contra de Goldman -lo culparon del accidente-, y la vida de un hombre de poco más de 50 años que no sabe cómo reponerse de la pérdida de la mujer que le cambió la vida.
-Éste es un libro que fue escrito desde muy adentro del duelo -cuenta Goldman-. Cuando uno está muy adentro de un duelo, donde en ningún momento te pudiste preparar para la pérdida, uno puede caer en la locura. Un día eres un esposo enamorado con todas las responsabilidades y el próximo día sigues siendo un esposo enamorado, sólo que te han quitado las responsabilidades y estás frente a un vacío. Yo creo que eso es central en el libro, ése fue el estado en el que lo escribí.
Goldman no sólo apela a su memoria, sino también a los diarios que dejó escritos Aura y, también, a sus textos de ficción, los cuales recopiló -sobre todo cuentos y ensayos- y publicó en la editorial mexicana Almadía, con el título Mis días en Shanghai (2009).
Di su nombre, entonces, está armado a través de esos fragmentos: de los diarios de vida de Aura, pero también de la memoria de los lugares y de los objetos. De hecho, cuando Goldman vuelve a su departamento de Brooklyn, después del accidente, no es capaz de sacar la ropa de Aura. Incluso, cuelga su vestido de novia en una especie de altar. Y ahí, en ese lugar, empieza a escribir el libro: rodeado de las cosas de ella.
-Tuve la suerte de que un amigo me ofreció su departamento en Berlín para que pudiera escribir, y lo acepté. Nunca había estado allá, y cuando llegué sentí que la atmósfera era perfecta: ciudad gris, frío, no había luz, no había sol, se oscurecía a las cuatro de la tarde. Es una ciudad llena de fantasmas de la muerte.
Ahí avanzó en el libro hasta que volvió a Nueva York, donde investigaría acerca del proceso del duelo, mientras toda la ciudad, de alguna forma, le recordaba a ella. Intentó, eso sí, en algún momento, vivir otra historia de amor con una joven mexicana que había conocido cuando estaba con Aura, pero no duró más de un mes con ella. Así que siguió escribiendo, sin pensar que algún día publicaría el libro. Siguió reconstruyendo la vida de Aura, su infancia, la compleja relación con su madre, sus deseos de ser escritora, mientras anotaba, de alguna forma, lo que significaba escribir ese libro. En algún momento anota: “Estoy aterrorizado de perderte en mi interior”. Y también: “Por esto es que necesitamos la belleza, para iluminar incluso aquello que nos ha destrozado”.
-Yo no podría escribir este libro ahora, con cinco años de distancia -dice Goldman-. Sería un trabajo de memoria. Lo otro fue estar sumergido en un torrente de dolor, de recuerdos, de episodios del pasado que explotaron dentro de ti como en un sueño, aunque estabas despierto. Era un estado muy raro, y como novelista mi trabajo fue manejar ese torrente donde estaba sumergido.
Y agrega:
-Era el tiempo del pensamiento mágico: uno se niega a creer, dentro de ti, que tu ser amado está muerto, no lo puedes creer. No lo aceptas. Y crees que tú puedes hacer algo, hay algo que tú puedes hacer y obviamente no es cierto. En ese estado de locura total yo estaba escribiendo el libro. Porque de cierta manera, a través de las palabras, yo podía hacer que Aura volviera.

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Pero Aura no volvió.
Escribe Goldman: “La mayoría de los días, cuando abro los ojos por la mañana, lo primero que veo, saliendo de mi cerebro y de mis órbitas oculares como rayos láser del horror, es a Aura cuando me dijeron que estaba muerta y volví corriendo junto a su cama y la vi. O la ancha franja de espuma del océano cuando retrocedió y la dejó al descubierto, flotando boca abajo”.
El 25 de julio de 2007, cuando estaban nadando en la playa de Mazunte, una ola golpeó a Aura y le fracturó y dislocó las vértebras segunda, tercera y cuarta, “las que penetraron en la médula espinal seccionando los nervios que controlaban su respiración, el torso y las extremidades”, anota Goldman, llegando al final del libro, cuando describe, con una intensidad inolvidable, las últimas horas de Aura. Es difícil explicar la sensación que produce la lectura de esas páginas: sabemos el final, pero no queremos que muera Aura. Seguimos el relato de Goldman conmovidos, queriendo que eso que nos cuenta nunca haya ocurrido, pero no podemos dejar de leer. Es el relato de una agonía que empieza cuando él logra sacarla del agua, junto a otros bañistas, y luego empieza a mover todo -todo- para conseguir una ambulancia y un helicóptero, hasta que llegan, muy tarde, a un hospital en Ciudad de México, donde la madre de Aura no puede creer que traigan a su hija así, agonizando.
Entremedio, Goldman recuerda las últimas palabras que cruzó con Aura. Porque cuando la sacaron del mar ella estaba consciente y le habló. Le dijo que no se quería morir. Le dijo que la quisiera mucho.

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