Por Marisol García Febrero 7, 2013

El grupo que llegará en abril a Chile ha trabajado sólo cinco álbumes de estudio en los últimos 24 años, y de sus cinco integrantes sólo queda un fundador a bordo, el cantante Robert Smith. Sin embargo, nada de esto parece intimidar a la banda ni desanimar a sus seguidores.

Vivimos años de retromanía. No es sólo nostalgia: al menos en la música pop, el pasado se instala como mercancía de apariencia fresca, determinando carreras y grandes negocios.

La cita y el homenaje siempre han sido parte de la esencia de la canción popular, pero en los últimos años el apego a los referentes a veces ya no se distingue de la propia identidad de un músico. Algunos cantautores parecen poco más que la suma de los rasgos de quienes los inspiran. Hay bandas que, más que componer nuevas canciones, recrean las de sus ídolos o reformulan las de sus inicios.

Para qué más.

 De todo esto ha teorizado en extenso el periodista inglés Simon Reynolds. Su libro Retromanía. La adicción del pop a su propio pasado ordenó hace casi dos años impresiones reconocibles por cualquiera que esté atento al devenir del negocio musical. Atención al subtítulo: no habla de “afición” ni “tendencia” sino, derechamente, de “adicción”:

“Una obsesión maníaca por lo antiguo, por el rescate de música antes oscura, por la fetichización del pasado”, se explaya el autor; “y eso lo notas tanto en una superestrella como Adele, que es básicamente la reformulación de Etta James, como en una banda hipster que no hace más que excavar, como un minero, en los años sesenta y setenta. Así funciona la música hoy: como un gran reciclaje y pastiche”.

Las giras de reunión -justo cuando ha comenzado a agotarse lo recaudado en el tour de despedida-, las bandas tributo, la recreación en vivo de discos clásicos, los documentales con material de archivo, youtubazos traducidos del VHS, el redescubrimiento de genios antes ignorados de la cantautoría (ya muertos o en su vejez), la iluminación del más oscuro y exótico folclore; los box-sets con tomas descartadas, perdidas, esquivas. Todos éstos son engranajes de la gran maquinaria de un pop fascinado con lo que ya fue, presentado hábilmente como si constituyese presente y vanguardia; y sostenido por un público que hoy paga cien por lo que antes costaba diez, convencido de que así se consigue estar “al día”.

De tanto mirar atrás, el grueso de nuestros melómanos arriesga desarrollar una incómoda tortícolis.

Hace un par de semanas, The Cure confirmó su primera presentación en Chile (14 de abril, Estadio Nacional; parte de un tour latinoamericano con otras siete paradas). En un hecho del que no recordamos antecedentes, una marca de cerveza convocó a una conferencia de prensa para confirmar esa confirmación (el concepto de noticia es flexible, ya se sabe). Twitter pareció estallar de alegría. Los muros de Facebook se llenaron de videos de “The Lovecats”, “A forest” e “In between days”. Un par de diarios hablaron del pago de una deuda histórica, como la del magisterio. Según datos de La Tercera, en las ocho primeras horas de puesta a la venta se fueron un cuarto de las entradas disponibles. Y eso que -otra vez- son las más caras de toda la gira.

No es que el entusiasmo no sea comprensible. The Cure es una de las bandas principales para quienes gustan del pop británico de los años ochenta -un grupo que, se sabe, en Chile tiende a ser particularmente aplicado-, y es muy probable que discos suyos como Faith o The head on the door hayan iniciado a muchos actuales cuarentones en una afición musical más en serio: estudiosa, busquilla, solitaria y sentimental. El fantástico Disintegration (1989) llenó con su electricidad hipnótica y su vuelo brumoso las horas de ocio en incontables dormitorios de estudiantes chilenos de desastroso trayecto romántico hasta entonces. El compilado Standing on a beach llevó a otros tantos a leer El extranjero, de Camus (en esa novela se inspiró su tema inicial, “Killing an Arab”). Hubo algunos escarceos amorosos con “Catch” de fondo. Se dedicó o se recibió dedicada “The perfect girl”.

En fin. Cosas así.

The Cure fue, en parte, el grupo de rock épico para quienes no habían alcanzado a llegar a Pink Floyd. Por sombríos que fuesen sus arreglos, sus melodías concisas ofrecían un escalón bien pulido para acceder a un pop ambicioso y sugerente. En los años ochenta, su discografía sólida y generosa -casi sin rellenos y con no más de veinte meses de distancia entre un álbum y otro- ofrecía por igual temas para bailar a saltos o considerar la factibilidad de un suicidio. Mal asociada a la música gótica, la densa atmósfera de su sonido nunca dejó de ser vivaz. Su marca estética cruzaba a casi todas las bandas chilenas y argentinas interesantes de entonces. Un fan sabía bien que el delineador de ojos de Gustavo Cerati no era precisamente en homenaje a Boy George.

Tras un período excepcionalmente productivo y de alta calidad (los ocho discos que van de 1979 a 1989) y una rotación de integrantes más acelerada de lo conveniente, era fácil predecir que el grupo tenía una fecha de expiración cercana. Y así ha sido: al menos desde 1996, con Wild mood swings, The Cure no ha dejado de dar pruebas de su decadencia creativa.

El grupo que llegará en abril a Chile ha trabajado sólo cinco álbumes de estudio en los últimos 24 años. Su último hit, “Friday I’m in love”, es de 1992. De sus cinco integrantes sólo queda un fundador a bordo, el cantante Robert Smith (y sólo el bajista Simon Gallup lo acompaña desde los años de gloria). Nada de esto parece intimidar a la banda ni desanimar a sus seguidores. ¿Por qué? Porque, pese a todo, no hay mejor plataforma que la suya para intentar recuperar un cierto brillo emocional producido por esa música en la intimidad de miles de adultos. En su libro, Simon Reynolds habla de la nostalgia como “una de las grandes emociones pop”:

“En otras palabras: algunos de los grandes artistas de nuestra época están haciendo una música cuya emoción primordial se dirige hacia otra música, hacia una música anterior”.

The Cure satisfará expectativas locales en cuanto sea eficaz en esa evocación. No es malo relamer a veces el recuerdo. Lo equivocado es creer que ofrece futuro.

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