El cuento -que tiene menos de cien palabras- habla sobre un hombre, sobre una historia de amor, sobre un incendio, sobre la cárcel de San Miguel. Es el primero de muchos que me tocará leer ahí, en la capilla del Centro Penitenciario Femenino de San Joaquín (CPF), donde me invitaron a dar un taller de microcuentos. Estoy de pie, leyendo el texto, en silencio, mientras la autora me mira, esperando mi opinión, algún consejo, alguna palabra que le confirme que aquello que escribió está bien. Para eso me invitaron: para intentar explicarles cómo se escribe un cuento en menos de cien palabras, pero yo leo y me voy encontrando con una historia que no esperaba, un golpe en la cara, directo, sin ningún preámbulo. Un cuento que más bien parece una carta, sin destinatario, preguntándose por qué: por qué él, por qué ella, por qué el incendio.
-¿Está bien? -me dice ella, cuando se da cuenta de que terminé de leer, y no sé qué responder.
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Avanzamos por un pasillo del centro penitenciario junto a Ignacio Arnold -uno de los directores de Plagio, la productora a cargo del concurso Santiago en 100 palabras y quienes organizan el taller de microcuentos-, Alejandro Arévalo -Jefe de la Unidad de Protección y Promoción de los Derechos Humanos, dependiente de la Subdirección Técnica de Gendarmería- y una gendarme, que nos guía. Un poco más atrás, también van las periodistas y productoras de Plagio, quienes llevan los lápices y hojas para entregarles a las internas que se inscribieron voluntariamente en el taller. El fotógrafo de revista Qué Pasa las acompaña. Hace unos minutos tuvimos que dejar nuestros celulares en la entrada. Pero avanzamos, mientras Arévalo nos explica que ésta es una de las cárceles de mujeres más grandes de Latinoamérica. No da cifras, pero nos dice eso y es difícil no intentar ver hacia el fondo: las construcciones, las internas que se pasean, las gendarmes que custodian el lugar, el camino de tierra que lleva a las celdas.
En un e-mail, Arévalo me dará la cifra: la cárcel tiene capacidad para 1.080 internas y tiene una población de 1.208. Hace unas semanas, la ministra de Justicia, Patricia Pérez, entregó la cifra, que indica un aumento de la población femenina de un 99,1% entre los años 2005 y 2012, es decir, pasaron de 2.322 reclusas a 4.622. Y la mayoría está aquí en este centro penitenciario; casi todas por motivos vinculados con las drogas. Pero eso no lo sé todavía. Simplemente avanzamos hacia la capilla, cruzándonos con algunas internas: en sus rostros no hay nada que las delate. No visten de forma diferente, no llevan nada que las distinga de cualquier otra mujer. Quizás los tatuajes, pero tampoco, no es suficiente. No se puede intuir nada. Y cuando esté parado frente a ellas, en unos minutos más, comenzando el taller, volveré a pensar en esa idea: son más de 140 mujeres de las que no sé nada, pero están acá. Y me escuchan atentas -o eso, al menos, me hacen creer-.
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El hombre tiene una voz profunda de locutor de radio. Es, de hecho, el encargado de presentar las actividades que se realizan en el centro penitenciario. Pide silencio. Son pasadas las nueve de la mañana. Cada una de las internas tiene un papel y un lápiz que les dieron en la entrada de la capilla, donde hay un buzón para que puedan depositar los microcuentos que escriban en el taller y así poder participar en el concurso Santiago en 100 palabras -organizado por Plagio, Minera Escondida y Metro de Santiago-, que este año cumple su duodécima versión.
Están ellas y está la prensa, esperando a que la ministra Patricia Pérez hable. Lo hará ella y también lo hará Ignacio Arnold, quien introducirá el taller. Finalmente, habla una de las internas, Geraldine Labrín, quien da las gracias por la realización de una iniciativa como ésta. Todo en orden. Es el protocolo y el hombre de la voz profunda me invita al escenario para comenzar el taller. En ese momento, las mujeres están sentadas en las bancas de la capilla. Algunas ya están escribiendo en las hojas, escriben agachadas en el piso, apoyando las hojas en los asientos; escriben en unas mesas, sin levantar la vista, escriben rápido. Me subo, finalmente, al altar. Me acompaña una presentación en PowerPoint en la que seleccioné varios de los cuentos que ganaron o fueron finalistas de Santiago en 100 palabras. La idea es mostrarles esos relatos como ejemplo de lo que pueden hacer ellas con sus historias. Estoy un poco nervioso. No quiero aburrirlas. Creo que recién en ese momento me doy cuenta de la situación, de dónde estoy, de quiénes son, esta vez, las alumnas del taller. Pero ya estamos. Empiezo a leer algunos de los microcuentos en voz alta. Intento hablar de los elementos básicos que tiene toda historia. Les digo que ellas deben tener muchas historias que contar, y que escribir sirve para eso, a veces: para desahogarse, para poder decir lo que no nos atrevemos a decir, o lo que no podemos, o lo que no sabemos decir. Cuido las palabras, porque no estamos en cualquier lugar y las palabras me recuerdan eso: decir libertad, decir salir a la calle, decir casa y familia no da lo mismo. Hablo, leo los microcuentos, hago preguntas, pero nadie responde. Una mujer, entremedio de todas, asiente con la cabeza cada vez que digo algo sobre algún cuento y eso me tranquiliza. Es como un salvavidas. No sé si me están escuchando, pero esa mujer me da la sensación de que sí. Y sigo leyendo y les hago más preguntas, pero están en silencio.
-Parece que son un poco tímidas -digo, y algunas se ríen.
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Cuando termino de hablar, le doy la palabra a las asistentes. Sólo dos hacen preguntas -una de ellas, la ministra-y luego ya nadie pregunta nada más, y entonces les digo que ahora tienen un tiempo para escribir sus propias historias y así poder echarlas en el buzón del concurso. También les digo que me estaré paseando por sus asientos, ante cualquier duda. Y entonces se me acerca esa primera mujer y me pasa su cuento, y leo esa historia del hombre y el incendio y la cárcel de San Miguel. Y no sé qué decir más que está bien.
La realidad como un golpe en la cara.
Tras ella, otras -diez, veinte, treinta- me muestran sus historias y me voy dando cuenta de que recuerdan por completo el día que las detuvieron, y que echan de menos a sus hijos, y que saben exactamente cuántos días les quedan ahí -una repite, muchas veces, que son 244 días, 244 días-. No recuerdo sus nombres, no todas me los dicen, pero me pasan sus hojas y esperan que les diga si están bien, si tienen posibilidades de ganar. Una me pide disculpas por la ortografía. La palabra anhelo se repite muchas veces. La palabra inocencia, también. Me siguen pasando textos: son mujeres de 20, 30, 40, 60 años. Una me entrega un relato que me sorprende. No puedo transcribirlo, pero habla sobre la supuesta libertad en la que vivimos nosotros, los que estamos afuera. La felicito. Alguna imagina, en voz alta, lo que haría con los dos millones de pesos que entrega el concurso. Me dicen que es la primera vez que se hace un taller así, que hay un taller literario permanente, pero que van menos personas. Después llega otra interna, que me pasa un libro que les acaban de regalar -en el que están los 100 mejores cuentos de la última versión de Santiago en 100 palabras- y me dice que lo firme. Me río. Le explico que no es mi libro y ella me dice que da lo mismo, que lo firme, y me da su nombre. Y se le suman otras: Johanna, Rosa, Camila, Francisca, Yohanna, Soledad. Se ha cumplido la hora, deben volver a su vida cotidiana, pero todavía faltan muchas que quieren que les firme sus libros. Creo que nunca había firmado tantos libros. Una me pide mi e-mail y se ríe. Las gendarmes les dicen que se tienen que ir, que si no las dejarán en la capilla. Una habla con voz dura, otra es más relajada. Cada vez quedan menos. Las gendarmes se llevan el buzón, pero lo dejarán en la cárcel hasta el 8 de marzo, cuando se termina el plazo para concursar. Van a tener todos estos días para escribir más historias. Alejandro Arévalo me explica, finalmente, que quieren replicar la idea del taller en otras cárceles e, incluso, hacer su propio concurso de microcuentos. Me quedo en la capilla varios minutos extras, firmando libros. Apenas salgo de la cárcel, me acuerdo de ese cuento que tanto me gustó. Ojalá que gane.