Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Febrero 28, 2013

Habría que evaluar el daño que la película de Kramer le hizo a la carrera de Rafael Araneda. El año pasado, cuando compuso su peculiar retrato del animador, Stefan Kramer consiguió una parodia perfecta al sintetizar en unos cuantos tics, muecas y lugares comunes lo que Araneda había venido construyendo en casi dos décadas de carrera. Aquello, si no quedaba del todo claro en la cinta, ahora -en la última edición del Festival de Viña-  terminó por volverse una verdad: en las primeras noches del show que transmite Chilevisión, Araneda es una figura que no puede despegarse de su caricatura y, al lado de Eva Gómez, no sabe demasiado qué hacer.

Eso quizás se deba a que este festival tiene más que ver con el extinto Yingo que con la Quinta Vergara. Después de varios años de postergación e impasses, se nota la mano del director Álex Hernández a la hora de controlar el show, definiéndolo. En manos de Hernández, Araneda es apenas una sombra de sí mismo, una repetición de la descripción que Kramer hizo de él. No es raro; para Hernández todo es sacrificable y prescindible, incluso los anfitriones. No hay nada nuevo en lo que digo. Desde que Hernández creó Mekano en Megavisión, hace más de una década, ha construido una marca de autor que ha terminando permeando, incluso, el estilo de sus competidores. Para Hernández, la estética es la ideología, algo que se resume de manera sencilla en unos cuantos rasgos de un trash televisivo que no teme ser tal, gracias a cámaras-grúa; una edición trepidante; la presencia de bailarines al por mayor; el sacrificio de la pauta en aras del rating del momento; la obsesión desesperada por poner jóvenes en pantalla; la inclusión más o menos anecdótica de minorías, subculturas o discapacitados para dar la nota “humana” o colgarse de alguna moda; la adición de ejércitos de bailarines; una ficcionalización constante de las relaciones de los sujetos en pantalla y una disposición a  explotar o dramatizar cualquier cosa que suceda ahí mismo, en el set.

Por eso Araneda no importa y sí, por ejemplo, el hecho de que el dominicano Romeo Santos, un artista menor y olvidable, pudiese estar el lunes actuando dos horas seguidas, a pesar del uso flagrante del lip sync o los clichés de ese pop romántico en español tan descafeinado como predecible. En ese sentido, los programas de Hernández son imposibles de definir desde un juicio moral o didáctico. Por el contrario, son artefactos narrativos que se devoran a sí mismos hasta despojar la pantalla de todo sentido, mientras arman colecciones de escenas que se ejecutan en el momento y desechan cualquier otra cosa, sacrificando todo por una televisión que quiere vivir en un eterno presente. Eso se nota en este festival. De hecho, la vieja polémica sobre si se trata de un show para el público de la Quinta Vergara o para quienes lo miran por televisión se ha revelado innecesaria: el monstruo pesa tan poco, que en la transmisión de este año los micrófonos apenas registran sus rugidos y todo podría estar transcurriendo en un estudio. 

Basta pensar en la selección de humoristas de esta versión, que es una verdadera corte de los milagros. El domingo pasado, Hermógenes Conache basó su rutina en chistes sobre el sida y alusiones sexuales varias; y el lunes, Los Atletas de la Risa quisieron borrar su aura de cómicos populares disparando bromas sobre el meñique cortado de uno de sus integrantes. Este martes, mientras redacto esto, un tal Nancho Parra usa rutinas viejísimas mientras repite una y otra vez que no lo conoce nadie. Falta ver aún a Bastián Paz, un muchacho que sufre una enfermedad degenerativa y del que es imposible predecir con exactitud qué va a hacer: su material es tan soez que sólo se le exhibe en pantalla arguyendo veladamente una supuesta política antidiscriminatoria de los canales que lo contratan. Pero eso no es todo. Este año, y tal como en Yingo, el jurado coloca nota sobre el escenario a los representantes de la competencia internacional, los que en su mayoría presentan canciones tan intrascendentes como vergonzosas. Hay, para rematar el asunto, un miembro escogido por votación popular al que se le llama “jurado del pueblo”.

Pero el asunto funciona en pantalla. Hernández sabe qué hacer. No le tiembla la mano: todos los días, Eva Gómez devora y arrincona a un Araneda que empequeñece en la Quinta y ese drama -el de dos animadores que carecen de química común, pero están carcomidos por el hambre- se escenifica a cuentagotas entre número y número. Como si fuera una teleserie, como si fueran las minucias de las vidas de Arenita y Karol Dance, de Ronny Dance y Kathy Barriga (los fetiches históricos del director), los programas de farándula analizan cada gesto, intentan leer entre líneas. Todos ganan, incluso Andrés Celis, el imposible concejal farandulero de Viña, que sostuvo que Pablo Morales -ejecutivo máximo de Chilevisión y esposo de Gómez- lo había increpado a garabatos. Todos tienen su cuota de fama, alimentada por un show que a pesar de marcar más de 30 puntos de rating todas las noches, es sólo la sombra pálida del carnaval que definió la identidad siútica de la Ciudad Jardín. Poco importa que vengan Elton John o Miguel Bosé, o que Jorge González presente uno de los mejores shows que se pudieron ver el año pasado en el país. Da lo mismo. Quizás ahí radica el mérito de Álex Hernández, esa victoria que es despejar la ambigüedad y abandonar toda duda o nostalgia previa, convirtiendo el show de Viña en sólo esto: un programa de televisión más de esta temporada baja. 

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