Los mejores letristas de amor no son hoy necesariamente los más difundidos, pero defienden la persistencia del género por encima del desgaste infligido por años de fórmulas flojas. Dënver, Gepe, Álex Anwandter y Javiera Mena son algunos de ellos.
No es exactamente un disco de amor romántico; al menos no del modo en que, hace veintitrés años, Corazones recorrió casi conceptualmente la historia de encuentro, auge y despedida de una pasión. Acaso el gran tema de Libro, el álbum que Jorge González ha puesto a la venta este mes, sea la autosanación, con varias canciones (“Ámate”, “100 años”, “Algo hay en la novena”) que -directamente o entre líneas- aluden al fin del daño por mano propia y de la búsqueda de estímulos fuera del propio centro (“malos caminos / ¡años perdidos!”). Es un disco profundo, descarnado, que ubica a su autor ante el desafío del coraje máximo: aquel que se enarbola ya no frente a un contrincante externo sino ante las propias opciones vitales.
Sin embargo, es probable que Libro trascienda, se comparta y se haga entrañable a raíz de sus extraordinarias baladas. Transporten intacto desde 1986 a un fanático de Los Prisioneros y díganle que su ídolo antisistema se ha convertido en un magnífico cantante de amor, y no lo va a poder creer. Pero no hay otro músico chileno que hoy haga canciones de la altura de “Nunca te haría daño”, “Es muy tarde” o “Curación”, baladas de estribillos firmes, crescendos de tensión justa y versos punzantes sobre cercanía, piel y ausencia que no por alergia al tópico dejan de aludir a una experiencia común. Los abrazos, las noches compartidas, la separación, la nostalgia por lo que salió mal y ya no hay cómo remediar. La cumbre de Corazones como ejercicio pop de exploración amorosa no fue una excepción. Si en su discografía de las últimas dos décadas la balada había sido un trago fuerte pero de consumo medido -con pocos ejemplos más allá de “Fe”, “Carita de gato”, “Eres mi hogar” y la magnífica “Esas mañanas” -, en Libro Jorge González se muestra como el mejor cronista del amor adulto hoy en la música chilena, y parece cómodo y encantado de compartir su gozosa y también sufriente experiencia al respecto.
¿Tiene competencia a la vista? Es curioso que en el género musical que en Chile por lejos acapara la mayor atención y los mejores intérpretes la cosecha de buenos letristas sea moderada. Américo y Myriam Hernández, los dos mayores cantantes populares hoy en ejercicio, han hecho famosas canciones de autores casi siempre extranjeros (el peruano Estanis Mogollón y el argentino Gogo Muñoz se llevan, respectivamente, algunos de sus más vistosos créditos). Aunque la lista de figuras fundamentales de la música chilena no podría dejar de lado a intérpretes de baladas, boleros y ese híbrido de influencias continentales que es la canción cebolla, el grueso de nuestros mejores letristas se han aplicado, más bien, a lo social (aunque cuando Patricio Manns escribe una canción de amor sale, uf, “Medianoche”). Una de las muchas cosas odiosas de lo que la televisión local entiende por “concurso de talentos” ha sido el sustento de sus participantes en covers e imitaciones, bloqueándole el aire a una posible nueva generación de autores (como sí lo permitían, con todos sus ripios, los estelares de los años ochenta).
El recambio para Buddy Richard, Cecilia, Óscar Andrade, Marco Aurelio o La Sociedad late hoy en algunos estilos de más o menos inventiva. Si el exitoso trío Natalino elige la senda gastada del “siento tantas cosas que no sé explicar”, los no menos difundidos Los Vásquez han conseguido cierto filo en canciones como “Miénteme una vez”, sobre un triángulo amoroso a punto de estallar. En la balada convencional, amistosa incluso para radios conservadoras, el debutante Carlos Grilli aparece como el más fiero competidor para el tipo de baladista correcto pero de carácter que antes representó gente como Juan Carlos Duque o Daniel Guerrero.
Pero es entre el nuevo pop que debe buscarse hoy a los observadores amorosos más agudos, y también los cauces por los que avanza la inquietud romántica de su generación. Hay señas de intimidad, frustración, homoerotismo y arrojo que no eran hasta ahora frecuentes en la canción chilena. Los mejores letristas de amor no son hoy necesariamente los más difundidos, pero defienden la persistencia del género por encima del desgaste infligido por años de fórmulas flojas.
Los dos discos de Javiera Mena están llenos de inteligentes versos suyos para romances que se comparten en la pista de baile, en un paseo al aire libre o al final de una fiesta, y su distinción radica en la importancia que la joven sabe darles a los detalles: el gesto de intimidad de un audífono compartido, las miradas ansiosas que se encuentran, las tardes llenadas por un ocio entre dos. Es un concepto de amorío desde la complicidad que también han trabajado bien Dënver, Gepe y Álex Anwandter; este último, el hombre que en “Tatuaje” no sólo anuncia “luz de neón / pensando en ti”, sino que se atreve con un masculino “eres perfecto / pon tu mano en mi pelo” que sugiere un guiño homoerótico hasta ahora apenas esbozado en la canción chilena.
El más reciente disco de Ases Falsos combina bien la descripción de las dificultades de la vida en la ciudad con los gritos por amores hermosos a los que, sin embargo, cuesta hacer despegar. El encuentro romántico es a veces sofocante en los versos de Leo Quinteros y Camila Moreno, y brilla como el recuerdo fulgurante de algo perdido en algunas letras de Manuel García, Los Bunkers, Chico Trujillo y Fernando Milagros. Javier Barría -acaso el más romántico de los nuevos cantautores- lo abraza con tanta convicción que hasta enternece. Colombina Parra lo asocia a la paz doméstica, y suena convincente. Son síntomas de nuevas sensibilidades y mundos en la música chilena. También, de un nuevo tipo de autoría que, aunque aún no afirme una voz unitaria como movimiento, sí consigue que el género más manido de la cultura popular merezca revisarse y, quién sabe, hasta dejarse convencer por sus argumentos.