Por Héctor Soto Marzo 14, 2013

Hoy, a lo mejor, ya no opinaría lo mismo sobre muchas de las películas criticadas en estas páginas. Ha crecido mi respeto por Clint Eastwood y sigo simpatizando con el cine de Martin Scorsese, altibajos incluidos, pero los años han enfriado mi entusiasmo por Woody Allen, que está envejeciendo cada vez peor.

Éste es un libro  que yo no “escribí”. Hacer reseñas o publicar comentarios y columnas no tiene nada que ver con escribir. Éste es un libro que se les ocurrió a mis amigos Alberto Fuguet y Christian Ramírez. Ya he dicho en otra parte que cuando me contaron la idea los escuché con incredulidad. Fuguet venía bromeando con el proyecto desde que cumplí 40 años de edad y veinte como crítico. Su nueva arremetida, esta vez con Ramírez -que llevaba años pensando en lo mismo-, me parecía tan inviable, que jamás se me pasó por la cabeza que pudieran terminarlo y que encontraran a un editor dispuesto a correr el riesgo de publicarlo. La tenacidad de ellos fue mayor que mi indolencia y desconfianza. Y vean ustedes: aquí estoy, escribiendo una introducción para la segunda versión del libro (la primera, publicada por Aguilar, apareció el año 2007), aumentada por varios lados en relación a la anterior, ligeramente disminuida por otros y reordenada en su conjunto. En ambos casos, la selección de los textos fue hecha por Alberto y Christian. Así es que de esa parte, solo de ésa, permítanme declararme inocente.

Mi selección de todas maneras hubiera sido más estricta. Hay críticas que me siguen interpretando -como la de Chinatown, por ejemplo- y otras que ya no. Uno va cambiando sus percepciones, y donde alguna vez vi productos comerciales poderosos pero artísticamente inertes -las películas de la serie Pesadilla y Top Gun podrían ser buenos ejemplos-, el tiempo me demostró que había bastante más. También hay varios artículos que, francamente, me dan vergüenza ajena; pero hubiera sido más que discutible sacar textos sólo porque a mi modo de ver me desprestigian. En las duras y en las maduras, esto es sin llorar. Por lo mismo, doy por hecho que hay muchas barbaridades aquí. No sé si tenga sentido pedir excusas: ya es demasiado tarde. Hoy, a lo mejor, ya no opinaría lo mismo sobre muchas de las películas criticadas en estas páginas. Ha crecido mi respeto por Clint Eastwood y sigo simpatizando con el cine de Martin Scorsese, altibajos incluidos, pero los años han enfriado mi entusiasmo por Woody Allen, que está envejeciendo cada vez peor. Sigo creyendo que tiene títulos buenísimos y que Crímenes y pecados es un filme excepcional, pero vaya que me duelen sus últimas películas. No soy de los que creen que una mala realización anula lo bueno que un cineasta hizo en el pasado, pero cómo no reconocerlo: me hubiera gustado que Allen nos hubiera ayudado a cuidarlo un poco más.

Me arrepiento haber sido injusto con Será justicia, de Sidney Lumet. Leo la nota miserable que le hice el año 83 y no sé en qué diablos estaba pensando ni cómo salí de la sala con una percepción tan pifiada. Hablo de conformismo en una película cuyo desenlace es una notable lección de indignación moral. Un horror. Me quedaría tranquilo si supiera que lo que vi fue otra película. Pero qué sentido tiene engañarme. No es el único caso de menosprecio, pero puede ser el que más me duele. Este tropiezo pone en capilla muchos de mis otros juicios. Pero así son las reglas del juego.

No es cierto que la crítica de cine sea una instancia mediadora entre la obra y el público. Tampoco que sea un espacio de magisterio o convalidación. En realidad es algo bastante más simple e interesante: es un insumo para la discusión fílmica, que toma la forma de un juicio analítico e interpretativo sobre los propósitos, las continuidades y las rupturas de cada realización.

Quizás más que legitimarse por la cantidad de veces en que aciertan con películas que efectivamente son buenas o en que denuncian espantajos sin vuelta, los críticos prestan un buen servicio a la patria al formular preguntas que perturban o descolocan al público y cuando ayudan a mirar las obras desde perspectivas provocativas. No lo digo sólo por razones de consuelo personal, pero con frecuencia críticos que se equivocan mucho -la norteamericana Pauline Kael puede haber sido un buen ejemplo- son superiores a otros que se equivocan menos pero no se apartan ni una sola vez de la sabiduría convencional o del libreto de la conciencia políticamente correcta.

Creo que la percepción de las películas está muy contaminada por los contextos, la edad y las experiencias biográficas de cada espectador. Éste es un hecho frente al cual no tiene mucho sentido rasgar vestiduras. Al menos para mí, es un factor que lejos de complicarme está entre los que más me entusiasman. Sí, toda apreciación cinematográfica medianamente fundada es respetable y nadie debiera escandalizarse cuando muchos cuarentones, por ejemplo, creen que el cine comenzó con La guerra de las galaxias o que pocos directores han llegado a las alturas de David Lynch o David Cronenberg. Pero eso no significa que en los dominios de la crítica de cine todo valga, porque éste es un arte que tiene tradiciones expresivas poderosas y que además tiene un canon, lo cual entraña que algunas cintas -pocas- son sustantivas y otras -la mayoría- adjetivas, y que a veces puede ser higiénico distinguir entre películas que son buenas y títulos que nos pueden haber gustado por razones atendibles de índole personal. No debiera ser muy difícil distinguir honestamente entre unas y otra.

Ningún crítico, desde luego, es infalible, y esto es bueno saberlo desde el comienzo, porque hay que aprender a manejar la culpa. Aunque con los años las percepciones van cambiando, para uno es tranquilizador saber que al final el tiempo suele imponer sus verdades por encima tanto de las modas culturales como de las presiones del marketing. Como ya dije, a lo mejor serían muy pocos los artículos que suscribiría tal cual de entre los muchos que Fuguet y Ramírez seleccionaron para el libro. Si ya cuando los escribí temí quedarme corto o pasarme de listo, con mayor razón ahora podría tijeretearlos enteros y poblarlos de notas a pie de página para advertir que ya no pienso como entonces. Pero, puesto que se iban a publicar de todos modos, mejor era asumirlos como los borradores que fueron y seguirán siendo.

La crítica, dicen, tiene responsabilidades sociales, pero para mí las principales son dos: mantener viva una curiosidad intelectual básica en relación al cine y ser honesto tanto con lo que se piensa como con lo que se siente. A menudo esta actividad nos enfrenta a la tentación de comprar o vender “pomadas” ajenas, y a la larga esto le hace mucho daño al oficio. En los últimos años se viene enfatizando también que la crítica tiene grandes responsabilidades políticas -limpiar la cartelera de bodrios, blindar a las buenas películas, contrariar las lógicas de la industria, influir tanto cuanto se pueda en los planes de producción-, pero por meritorios que sean estos cometidos, todos ellos me parecen insignificantes frente a la enorme tarea de apelar a la perplejidad, la admiración o el asombro cada vez que escribimos acerca de lo que realmente amamos.

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