Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Marzo 21, 2013

“Simplemente Julia” es el único drama que descansa en una situación irresoluta y con un argumento que pica cebolla a machetazos. Facturado a la antigua, con una heroína vulnerada -que viene de un café con piernas-, aquí están los atisbos de realidad, las peripecias de la pobreza sin ambigüedades.

Nada más aburrido que períodos como éste, cuando la televisión se limita a repetir sus fórmulas una y otra vez, copiándose a sí misma. De hecho, nadie dijo que la industria televisiva chilena fuese innovadora, pero estas últimas dos semanas bien pueden ser uno de sus puntos más bajos en años. Salvo el gesto de La Red de poner en pantalla en el prime del domingo un programa como Chile se moviliza, todo ya está visto: secuelas de shows exitosos (Mundos opuestos 2), programas de farándula en absoluta decadencia (Primer plano); resurrecciones improbables y alucinógenas (el nuevo pero viejísimo programa del Pollo Valdivia en UCV) y la insistencia en poner en pantalla un formato de late show que no cuaja (¿a quién se le ocurrió que Álvaro Escobar podía conducir uno?, ¿realmente van a darle un late a Julio César Rodríguez en Chilevisión?).

Lo mismo corre con las telenovelas recién estrenadas (Graduados de Chilevisión, Dos por uno y Simplemente Julia de TVN; Las Vega’s de C13) que provocan, en conjunto, la sensación de presenciar mecanismos ya probados que resultan eficaces, pero son en realidad aburridos y predecibles, acaso una colección de triunfos morales. Da lo mismo el horario en que se las programe, pues en casi todas ya se instaló una idea -la de la comedia, la del show familiar- que terminó por devorar el género hasta agotarlo, despojándolo de intensidad o de sorpresa. 

Una hipótesis: me imagino que estamos en una especie de período temporal de decadencia del formato. Los realities lo han acosado tanto que lo han vuelto un género menor y para salvarlo -para salvar a las telenovelas como una especie de tradición cultural- hubo que enajenarlo, volverlo otra cosa. Antes eso fue el thriller, ahora es el humor. Lo triste es, por supuesto, ver lo rápido que se agotó todo; que se cristalizó hasta volverse un lugar común. Vamos por parte: Dos por uno, sin ir más lejos, tiene tantos referentes explícitos (Tootsie,  Papá por siempre, películas que datan de hace más de dos décadas), que resulta un producto vacío. Que transcurra en un supermercado (como si eso fuese un guiño político de alguna clase) da lo mismo. El espectador ya lo vio todo, ya estuvo ahí. A pesar del talento para la comedia física de Diego Muñoz, acá todos los caminos están vistos, las opciones están tan recorridas al punto que todo es un déjà vu permanente; una broma que ya no tiene gracia. Porque una cosa es hacer una comedia familiar y otra una comedia infantil, y parece que el culebrón de TVN terminó confundiendo y carcomiendo el asunto; sólo falta que los personajes se pongan a cantar. Graduados (adaptación de un libreto argentino), que compite en el mismo horario y que luce inverosímil también, es bastante más fresca gracias a lo incoherente y ridículo de su anécdota, algo que puede ser su principal virtud o defecto más notorio: aparece ahí Marcial Tagle como paseador de perros y padre probable, la vida al interior de una empresa de comida de animales y el discurso épico de adultos inmaduros que le deben más a la época dorada del barrio Suecia que a las citas a Alta fidelidad de Hornby/Frears. 

Al lado de las dos, Las Vega’s, que debutó el domingo pasado, es el producto más logrado. Todo funciona de modo perfecto -el guión, el arte, el montaje-, pero uno se pregunta también, más allá de que juegue a hablar de sexo, cuál es su novedad. Quizás, la vuelta tímida a una picaresca inédita -con la idea de un night club femenino- tiene su gracia: antes que un discurso generacional (afortunadamente, a nadie se le ocurrió colocar de nuevo a Francisca Valenzuela en el soundtrack), esto es explotación pura, con Pablo Macaya y Cristián Arriagada como carne de un relato lleno de doble sentido que no teme ahondar su propia y liviana vulgaridad. 

Al lado de todas estas comedias, Simplemente Julia, que vuelve al culebrón más clásico, resulta ser el relato más innovador de todos. Aunque es obvio que toma la línea que explotó con eficacia Dama y obrero en el horario de después de almuerzo, estamos acá ante el único drama que descansa en una situación irresoluta y con un argumento que pica cebolla a machetazos. Facturado a la antigua, con una heroína vulnerada -que viene de un café con piernas, que tiene la sombra del abuso detrás suyo-, aquí están los atisbos de realidad, la catarsis posible, las peripecias de la pobreza sin ambigüedades. Eso se debe a que el relato se detiene en la vida tristísima de una muchacha a la que le robaron su hijo y que debe cuidarlo como nodriza. Esto está filmado de modo más bien precario, pero eso es quizás más eficaz que todos los otros estrenos de la temporada, como si lo reducido de los recursos amplificara el efecto emocional del relato y el suspense conviviera con la pena o la violencia de los personajes, obligándonos a mirar más de cerca el modo en que los personajes se destruyen en pantalla. 

Con todo, el conjunto no es un panorama agradable. La batalla sangrienta que los shows de farándula desataron en Viña no mutó en una nueva guerra de las teleseries. Ahora todos juegan a ganador, buscan su nichito, quieren las miguitas de la torta del rating. La opción de la comedia -como antes fue el gesto generacional y el thriller- parece haberse instalado tan cómodamente que ahogó cualquier innovación. De hecho, Simplemente Julia luce transgresora sólo porque vuelve a la estructura de un melodrama tradicional. Como tal, en ella verdaderamente importan la catarsis y el desconsuelo; esos fragmentos de realidad que dispara sin realmente querer hacerlo: las imágenes de los cafés con piernas, los discursos clasistas, el hacinamiento de las habitaciones de los personajes. Éstos se cuelan en lo mínimo de la trama y sugieren una paradoja feroz, la del género del culebrón que restituye a su forma más canónica, poniendo en duda la infantilización de la tragedia que ejecutan sus competidores. Cierto Chile real aparece ahí enturbiado y feroz, a pesar de que se trate de un involuntario contrabando de intensidad que la industria televisiva, feliz como está de repetirse a sí misma para mantener todo en orden, no parece estar percibiendo.

 

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