Por Yenny Cáceres Marzo 28, 2013

“Entré de suche y llegué a ser director del MAC”, dice. El museo llevaba varios meses en toma en 1972. Nadie quería aceptar el cargo. Labbé asumió y logró convencer a los estudiantes que depusieran la toma, liderada “por los cabros del MIR, después de compartir varias garrafas con ellos”.

Hay hombres que no caben en una historia. Lautaro Labbé es uno de ellos. Dos semanas después del golpe de 1973, una noche Labbé sale de su casa en La Reina, una parcela sin agua ni luz en la que vivía hace años, como un colono perdido en medio de Santiago. Baja los cerros, se escabulle y llega a la casa de un hermano en Lastarria, a pocas cuadras del edificio de la Unctad, el nuevo centro de operaciones de la junta militar. 

A la mañana siguiente se pone un terno que le había prestado un vecino arquitecto, y camina hasta la Quinta Normal. Allí, en el edificio conocido como Partenón, estaba la sede del Museo de Arte Contemporáneo (MAC) de la Universidad de Chile. El mismo lugar donde más de 200 mil personas hicieron cola en 1962 para ver la exposición De Cézanne a Miró, ahora está lleno de carpas, jeeps y militares.

-Vengo a buscar una escultura que tengo para un concurso -le dice Labbé a un militar en la entrada. Pasa el carné y lo dejan entrar. Se topa con el mayordomo del museo. El funcionario le dice que se vaya, que lo andan buscando. Labbé, que estaba desesperado por saber qué había pasado con la exposición del Museo de la Solidaridad, formada con donaciones de artistas en apoyo al gobierno de Allende, respira aliviado. La exposición está intacta. Pero cuando llega a otra sala, se encuentra con las obras destruidas de la muestra No al fascismo, no a la guerra civil, que se inauguraría el 11 de septiembre.

Nadie se entera que ese hombre que se pasea de terno es el director del MAC. Sale por una puerta trasera. Nunca más vuelve a pisar el museo.

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Después del golpe, el nombre de Lautaro Labbé desaparece de la historia oficial. En Chile, arte actual, de Milan Ivelic y Gaspar Galaz,  lo mencionan en un pie de página, por su papel como director del MAC. “Se perdió”, dice Galaz, escultor y académico de la UC. También ensaya una explicación sobre el silencio que rodea a Labbé, más allá de las razones políticas: “Su escultura me parece interesante, motivadora. Pero Lautaro siempre fue una persona que estuvo fuera, un outsider, no era un tipo sociable”.

Así, la historia de Labbé queda condenada a eso, a un pie de página. La única referencia de Lautaro Labbé que tuvo Carla Miranda cuando estudió Historia del Arte fue su paso como director del MAC. Después, llegó a trabajar como curadora del Museo de la Solidaridad, y durante una investigación para el documental Balmes, el doble exilio de la pintura, de Pablo Trujillo,  se volvió a topar con ese nombre, como parte del círculo político-artístico que rodeó a Balmes en los 70.

Carla Miranda fue descubriendo cosas. Que Labbé, por ejemplo, fue parte de la delegación chilena a la Bienal de São Paulo, en 1969, junto a Humberto Soto, Matías Vial y José Balmes. O que en el año 1980 ganó un importante concurso de escultura, organizado por el Banco de Concepción, para instalar una obra en el Paseo Huérfanos. Nada de eso estaba en ningún libro.

 “Es peligroso un artista que es capaz de generar un lenguaje de vanguardia y, al mismo tiempo, hacer de su expresión artística un instrumento de contingencia y urgencia político-social, sobre todo porque no entiende la obra como una cuestión personal, del artista, sino como un colectivo. Todo lo anterior saca a Labbé del paradigma del artista que entra a la historia del arte”, dice Carla.

El año pasado, durante la celebración de los 40 años del Museo de la Solidaridad, lo buscaron. Con más de 80 años, Lautaro Labbé aún estaba vivo. Lo entrevistaron para un video y le pidieron que donara una obra al museo. La pieza escogida fue una sorpresa : una escultura cinética, vanguardista. Era la maqueta de la obra con la que Labbé ganó el concurso del Paseo Huérfanos, que estaría casi en la esquina con Bandera, pero que nunca se instaló. 

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-Estoy todavía ahogado. Ufff -dice Lautaro Labbé. 

La noche anterior inauguró una exposición en el Museo de la Solidaridad. No quiso que se llamara “homenaje”. Carla Miranda le replicó: “Lautaro, deja de ser humilde”. Sacaron la palabra homenaje, pero finalmente lo convencieron de hacer la exposición. La muestra se abrió hace una semana, como parte del ciclo Activación de la Memoria. 40 Años del Golpe de Estado.

Entre arpilleras y obras del Premio Nacional de Arte Guillermo Núñez, las obras de Labbé ocupan varias salas del museo. Esa noche muchos se pasean conmovidos. Nadie se imaginaba que ese hombre, que siempre figuró en un pie de página, es un artista con una obra tan diversa. Hay un autorretrato temprano, de los años 50, con evidente influencia del surrealismo. Luego unas obras de los años 60 que dialogan con el informalismo y hasta una pieza conceptual, donde ocupa una ochentera caja de cartón de dulces Candy. Pero son sus esculturas -de cobre, o la serie Tensiones, con las maquetas para la escultura del Paseo Huérfanos- las que más llaman la atención.

Entremedio, Lautaro se pasea en su silla de ruedas. Barba y pelo canoso, los ojos brillosos. Se emociona. Le pide a Carla Miranda, curadora de la exposición, que lea un discurso que escribió. Ahí dice que “esta generosa invitación pone en jaque mi convicción socialista de ser trabajador cultural más que artista”. 

Al día siguiente, Labbé reconoce que se ha puesto “llorón”. Estamos en su casa en Independencia, lejos del bullicio de la inauguración. Lautaro Labbé tiene párkinson desde hace 15 años. Su última escultura la hizo cuando tenía 77 años. Me advierten que puede ser difícil entenderle, porque habla bajito. Que es tímido y mañoso.  Pero Labbé, a sus 83 años, recuerda, minucioso, detalle a detalle.

“Cuando cumplí 70 quise hacer un recuento de mi vida. Estuve tres años escribiendo mi autobiografía”, dice. La tituló Una vida (memorias de un fracasado). El prólogo del libro, en el que que se autodenomina como “Magíster en Fracasología Existencial”, se llama “Fracase usted, o de cómo evitar el éxito en la vida”. El fracaso, según Labbé, es haber sido siempre “consecuente con mí mismo”. En el libro cuenta que cuando cumplió 50, un hermano, que apoyaba a los militares durante la dictadura, le sacó en cara: “A los 50 años sigues pensando las mismas cosas que a los 14 años. ¡Eres un fracasado, un inmaduro y un niño!”.

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En ese recuento, se suceden las muchas vidas de Lautaro Labbé. La del niño nacido en Pitrufquén, pero que se crió, en los años 40, en una comuna de Providencia más parecida al campo que a la ciudad. La del artista precoz, que se inspiró en Peyo, un perro vago, para realizar su primera escultura. La del descendiente de un enólogo francés, Ambrosio Labbé, y sobrino de la escritora Marta Brunet. La del hijo de un padre radical y masón, exonerado político, al que recuerda “siempre dignamente vestido en su pobreza”.

A los 15 años, le dijo a su familia: “Quiero ser obrero y artista”. A esa edad empezó a escribir. Siempre se sacaba un siete en composición, pero “repetí gloriosamente tercero medio”. Duró un semestre en “la jaula de oro”, que es como llama a su paso por la Escuela de Bellas Artes. De ahí en adelante sería un autodidacta. Cuando se fue de la casa, a los 17, su papá le dijo que se iba a morir de hambre como artista. “Voy a ser profesor de la universidad”, le contestó. Antes de morir, su padre lo pudo ver como ayudante del escultor Carlos Ortúzar.

Pero antes de eso, pasó por varios oficios. A los 26 años ya había tenido más de 60 empleos: de vendedor, de peoneta, de pintor de fachada. Después de una temporada en Estados Unidos, Ortúzar creó la cátedra de Tecnología del Arte en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile y lo llamó como su ayudante. Eran  vecinos, y a Ortúzar le había llamado la atención este hombre que trabajaba en una fábrica de vidrios y aluminio, y que  se pasaba las tardes pintando en un patio interior.

“Entré de suche y llegué a ser director del MAC”, dice. El museo llevaba varios meses en toma en 1972. Nadie quería aceptar el cargo. Labbé asumió y logró convencer a los estudiantes que depusieran la toma, liderada “por los cabros del MIR, después de compartir varias garrafas con ellos”.

Después del golpe se queda en Chile. Lleva en carretilla sus obras realizadas con maderas quemadas a poblaciones como La Victoria o San Gregorio, en 1979. “Era un realismo socialista, arte contingente, para que la gente en las poblaciones entendiera.  Si hoy tuviera que usar madera quemada lo haría de nuevo para expresarme, utilizo los materiales según lo que quiera expresar”, dice. Por esa obra, inspirada en Goya, la DINA comienza a seguirlo. Labbé entiende el mensaje y no sigue con las exposiciones. Lejos de la vanguardia que surge en los 70, con nombres como Dittborn o Leppe, Labbé se queda ahí, silenciado de cualquier  historia , al margen del margen.

Es por este silencio que la exposición que ahora le dedica el Museo de la Solidaridad cobra mayor relevancia, dice Ana María Risco, académica de la Universidad Alberto Hurtado: “Es una manera de convocar a pensar el arte político que no entra en lo que actualmente entendemos cuando decimos arte político de los 70, es decir, escena de avanzada (en dictadura) o bien brigadas muralistas hasta el 73”. 

Luego viene el episodio del concurso del Banco de Concepción, en 1980. Labbé aún conserva un recorte de El Mercurio donde aparece en una foto junto al alcalde de Santiago, Patricio Guzmán; el director del Banco de Concepción, Hernán Ascuí y la subsecretaria de Educación, Silvia Peña, durante la premiación del concurso. Pese a que se hizo una exposición en el Museo de Bellas Artes con las obras participantes, y luego de resultar ganador, nunca más lo llamaron. Según Labbé lo acusaron de firmar un panfleto contra el museo de Bellas Artes y el premio le fue negado. Tuvo que demandar al banco para que le pagaran los 10 mil dólares del premio, pero la escultura cinética, que sería movida con el viento y chorros de agua, nunca se instaló.

Llevamos muchas horas conversando. Labbé no parece cansado. Dice que nunca ha tomado vacaciones: “Estoy siempre ocupado, me carga dormir”. Fumó durante 50 años tres cajetillas diarias y nunca se ha operado de nada. Le dijeron que tenía que operarse de cataratas y sufre de bradicardia, un ritmo cardíaco más lento, pero no se achaca. “Tengo la espada de Damocles encima”, bromea.

Ayer le regalaron un computador nuevo. “Acá está todo”, dice sorprendido, y muestra  un computador de pantalla plana, que se ve mínimo al lado de su viejo PC. Se lo regaló su ex yerno, abogado, que pasa a explicarle un programa para escuchar a sus compositores favoritos. Labbé, un adicto a la música que aún recuerda cuando escuchó a la Orquesta Sinfónica dirigida por Herbert von Karajan, dice que sus compañeros favoritos ahora son Bach y Mahler.

De pasada dice: “Si Dios quiere, como dicen las viejas, mi próxima exposición va a ser sobre mis esculturas colectivas”. En una pared cuelga una foto de un Labbé sonriente, rodeado de jóvenes en la Universidad de Concepción, junto a la primera de las esculturas colectivas que realizó durante los 90 en lugares como Valdivia, Lota, Conchalí, Cerro Navia, Pudahuel y La Pintana. En otra foto, aparece su mujer, Kalela, a quien le compró un piano de media cola con los 10 mil dólares del premio del Banco de Concepción.

Quizá el fracaso para Labbé es esto. Su casa en Independencia, lejos de todo, del circuito del arte y de los críticos. Una casa que encierra un mundo entero. Al terminar la entrevista dice, a modo de despedida: “Estoy feliz y contento, pero soy un fracasado. No me achaquen éxitos”.

 

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