Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Junio 26, 2013

"El provincianismo chileno considera que el escritor de 'a de veras' es el que escribe la novela decimonónica, que escribe como si escribiera de verdad. Ése es el canon pseudofascista chilensis", dice Mellado.

Mellado volvió a Valparaíso hace poco más de un mes. Dejó San Antonio agotado y abandonó la docencia; además, como gestor, perdió la batalla donde él y una serie de organizaciones civiles disputaban la gestión del Centro Cultural San Antonio, que terminó en manos municipales.

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La película se va a llamar Viña y no se sabe quién la va a filmar. Lo que importa es que está escrita. O, mejor dicho, el cuento en que se va a basar, que Marcelo Mellado publicó hace poco, con Perro de Puerto, una editorial independiente de Valparaíso, en el mismo momento en que abandonó San Antonio y Ediciones UDP editó La ordinariez, un volumen de ensayos que funciona como la trastienda de su escritura. Viña, según Mellado, va a ser grabada de manera artesanal y trata de cómo se instalan viñedos en las quebradas del puerto para evitar los incendios forestales. Mellado no va a actuar. O quizás sí.

-Parece que me van a poner al lado de las cosas que están pasando, como una especie de testigo, como en un cameo permanente.

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Mellado (1955), profesor de castellano, agricultor y escritor, es quizás uno de los autores más relevantes de su generación. Si bien empezó a publicar tardíamente después de haber vivido en Chiloé, desde la mitad de la década pasada se transformó en un referente inevitable de la literatura chilena más actual, trazando su literatura desde un espacio inédito, que era el borde extraño que podía ser el puerto de San Antonio, donde alguna vez llamaron a quemar sus libros y fue elegido presidente de la Sociedad de Escritores. Así, convirtió a esa ciudad en el escenario de las comedias tristes e inevitables que fueron las novelas La provincia, Informe Tapia y La hediondez, y libros de cuentos como Ciudadanos de baja intensidad o Armas arrojadizas. En todas esas obras, el paisaje del litoral era habitado por poetas y escritores anónimos que eran exterminados por funcionarios municipales, por profesores a los que se les iba la voz y la vida en la sala de clases, por gestores culturales perdidos en el páramo de la vida chilena. Pero todas esas tragedias Mellado las contaba como comedias injuriosas, mezclando la retórica de la teoría literaria con la lengua popular, las imágenes de la pobreza con la épica perdida de las militancias imposibles, la jerga de los operadores políticos con la melancolía de quien contempla un mundo a punto de desaparecer.

La ordinariez (editado por Vicente Undurraga y prologado por el argentino Patricio Pron), por lo mismo, podría funcionar como una clave para comprender los alcances de esa narrativa. Como columnista y ensayista (con textos publicados en The Clinic, El Mercurio, El Líder de San Antonio), Mellado juega al límite. En el volumen, narra sus tribulaciones como docente de liceos nocturnos, comenta sus peleas con poetas de Valparaíso, solidariza con Fernando Paulsen (cuando éste dijo que se iba de Chile, Mellado dijo que se iba de San Antonio) y hace, una y otra vez, los apuntes de su guerra personal contra las instituciones de la cultura chilena. Al leerlo, parece natural acercarse a la misma prosa que alimenta sus ficciones, como si no hubiera diferencia entre un lugar y otro, como si fueran lo mismo, reflejos de su propia biografía, apuntes de su presente.

-Yo creo que La ordinariez cumple la función de fijar un registro que era necesario, que es el que pasa por el periodismo. Yo creo que no distingo la novela de la crónica ni el ensayo del cuento - dice Mellado-. La idea es que uno trabaja con retazos, con artículos, con informes. Uno es más conservadoramente desparramado. La novela moderna ya no tiene ninguna distinción. Porque la otra es la novela decimonónica. El provincianismo chileno considera que el escritor de “a de veras” es el que escribe la novela decimonónica, que escribe como si escribiera de verdad. Ése es el canon pseudofascista chilensis.

Puede ser. Mellado dice estar concentrado ahora en el relato corto (“el cuento tiene un pulso ético mucho más potente. El cuento gana por ética y la novela es poco ética. Las novelas son inteligentes, son una lata”). El año pasado, en la FIL de Guadalajara (donde su participación no estuvo exenta de polémica: él lo zanjó diciendo que su contador lo había autorizado a ir), se presentó con ropa formal, porque “un provinciano debe usar corbata”. Eran los mismos meses en que había empezado a circular La batalla de Placilla (Hueders), una novela sobre un tal Cancino (que bien podría ser un agrio álter ego suyo), un académico que debe reconstruir una maqueta del hecho histórico y, en medio de apuntes al natural de Juan Francisco González, se topa con agentes “culturosos” que lucran con la especulación patrimonial de la memoria y los objetos históricos. La primera versión de ese libro se perdió el 2007, en el robo de una mochila del autor en un recital poético en Valparaíso; algo que está descrito en La ordinariez en una serie de columnas con una sorna impagable, pero que también detalla la delgada línea que hay en sus textos entre la biografía y la ficción, entre la política y el arte. De hecho, en Valparaíso, en enero de este año, la PDI irrumpió en el negocio de un coleccionista de objetos recogidos en el sitio donde se libró la batalla, en 1891. Jorge Scheggia, dueño de un vidriería, tenía miles de piezas que había juntado con los años, yendo una y otra vez, al sitio de suceso. Mellado visitó alguna vez a Scheggia, pero nada más.  Aun así, el libro había prefigurado lo real.   

-Es raro. La novela debió haber sido Scheggia hablando. Me siento haciendo política ficción anticipatoria, un género nuevo. Quiere decir tal vez que esa ficción política existe y que la ficción puede ser un instrumento de análisis que prevé hechos. Puede que estemos descubriendo algo que resuelva los grandes temas de las ciencias sociales.

   
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-Llegué a publicar. Estoy instaladísimo.

Fábulas de reconstrucción: Marcelo Mellado volvió a Valparaíso hace poco más de un mes. Dejó San Antonio agotado y abandonó la docencia (“no me daban más pega”); además, como gestor, perdió la batalla donde él y una serie de organizaciones civiles disputaban la gestión del Centro Cultural San Antonio, que terminó en manos municipales.

-Para qué lo quiere la municipalidad, si ya tienen el Departamento de Cultura -dice-. Esto tenía que ser una corporación aparte y el alcalde con las empresas se lo apropian. Eso es gracias a la Concertación, gracias a los que crearon el modelo de industria cultural, a (Arturo) Navarro y (Ernesto) Ottone. Ellos triunfaron, ese modelo. Por eso nuestra pelea es con la Concertación. Pero la Concertación no es más que la derecha democratizada. Ése es el gran tema para nosotros los provincianos, porque esto no lo sufren municipalidades cuicas. En cambio, en lugares pobres, donde ser secretario de un concejal ya es una buena pega, imagínate trabajar en un centro cultural. Eso se lo reparten entre los socialistas, los pepedés, los radicales. ¿Algún profesional de la cultura ahí? Salta pa’l lado. Yo soy profesional de la cultura. Somos dos o tres en San Antonio. Somos dos o tres, está Chinoy, por ejemplo. Podríamos haber trabajado en el proyecto pero ningún artista está contemplado. Uno que sea, para que luzca, por lo menos.

Mellado habla con rabia, con cansancio. Está agotado y la crónica de ese cansancio, de esa rabia, está en La ordinariez, que quizás puede ser leído como el relato fragmentado y cómico de esa demolición. Pero si esa literatura está hecha de esa ira, de ese hastío, también habita en ella un deseo de asociatividad. Si bien su obra describe el horror de la burocracia de la cultura en tanto retrato del Chile de la transición, también detalla la búsqueda de una comunidad, la presencia de una lengua posible, la idea de una literatura que dé cuenta de esa búsqueda.  Mellado escribe desde ese lugar, se lee desde ahí. No sólo desprecia Santiago (“la razón metropolitana”, la llama) sino también se pregunta por su sombra, busca modos de remitir sus efectos. Así es miembro de grupos como el Taller Buceo Táctico, dicta talleres literarios en Isla Negra (donde algún militante lo vetó por haberse burlado de la jerarquía local del PC), escribe en diversos medios y arma congresos como el Encuentro de Pueblos Abandonados, cuya primera versión fue el 2010:

-Ahí participan una serie de autores de provincia, donde recuperamos a los escritores anteriores a los cincuenta (Droguett, Óscar Castro, Manuel Rojas) que fueron decapitados por la generación del 50. No es una recuperación en un sentido canónico; es una revisitación que vamos a intentar. En el primer encuentro de pueblos abandonados no teníamos ningún recurso, así que fue un encuentro de amigotes. Vinieron algunos amigos de Punta Arenas, otros de Talca. Teníamos que ser provincianos, ser de fuera, los escritores territoriales, que es un término que surge conceptualmente en bares de provincia, como en La Bomba de Valdivia, en algunas zonas de San Antonio, en reuniones con mi contador y en Magallanes, con mis amigos Óscar Barrientos y Mario Verdugo. Eso tiene que ver con el cambio de eje de la literatura chilena a partir del hecho de sacarle el cuiquerío y armarle otro eje. Como paradigma podría estar ahí Pablo de Rokha en su épica de las comidas y bebidas de Chile, haciendo otro mapa territorial. Es lo que pasa con el rock, que lo arman en Villa Alemana o gente de Concepción.

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Apunte de memoria: alguna vez le saqué una foto a Mellado en la tumba de Trotsky. Fue el año 2010, estábamos en el DF por un encuentro de escritores. Recuerdo que Mellado fue al Zócalo y se hizo una limpieza del aura; el terremoto había sido un par de semanas antes. Uno de esos días fuimos a la casa de Trotsky en Coyoacán. Si por dentro las comodidades eran espartanas, por fuera el lugar parecía un fuerte. Pero se trataba de la casa de un intelectual y se imponía en ella un extraño silencio. Cuando terminamos de recorrer el lugar, vimos la tumba, que estaba en el jardín. Mellado se acercó y la miró. Se sacó el sombrero y se quedó en silencio por un momento y yo tomé la foto.

Yo creo que esa foto define, de algún modo, a Mellado. En La ordinariez hay un punto en que la parodia desaparece y si se lo lee en serio, hace que toda su literatura funcione como una especie de documento anómalo de su presente. O, mejor dicho, la ficción de una sobrevivencia; la de un narrador testigo de la Historia, la de una resistencia secreta y acaso inverosímil hecha de pequeños gestos, del habitar los lugares para participar de ellos, hecha de literatura.

Dice:

-Me voy a dedicar a ser profesional de la escritura. Lo otro era muy duro. Mantengo el tema agrícola, haciendo proyectos limítrofes. Ahora estoy con unos amigos que están trabajando con la quínoa, pensando en que vamos hacer siembras verticales, huertos. De hecho, tengo un proyecto de huerto con unos cabros de la Universidad de Valparaíso. Todo parte en la ficción territorial. Me parece la raja que uno pertenezca a un estado; así como un Estado docente, el estado literario. Qué bueno que el estado todavía exista, que exista la República. Es lo único que nos queda, un imaginario que no puede dejar de existir.

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