El libro de Brooks está lleno de claves históricas: tal como la peste que asoló a Europa hace siglos, la plaga zombi tiene sus primeros antecedentes en Asia.
Hacia el final de la historia, un personaje chileno, el capitán de barco mercante Ernesto Olguín, reflexiona en voz alta: “Nos habían robado la confianza como forma de vida predominante en el planeta”. Olguín habla desde Ancud, Isla Grande de Chiloé, en el año 2025, cuando la ciudad posee una base de refugiados y se ha convertido en el centro económico y cultural del país. Ancud es ahora un lugar más trascendente que Santiago, y si bien ésta aún mantiene el estatus de capital, ha sido arruinada, como cientos de metrópolis a nivel planetario, a causa de una epidemia zombi, una plaga que, en palabras de Olguín, sembró un “grado de ansiedad y duda nunca antes visto desde que nuestros ancestros simios se escondieron en los árboles”.
El marino mercante chileno habla de las consecuencias del virus solanum, el cual estuvo cerca de terminar con la raza humana y que es el punto de partida de Guerra Mundial Z. Una historia oral de la guerra zombi, novela del estadounidense Max Brooks (41) que inspira, más bien de lejos, la película del mismo nombre que acaba de llegar a las salas nacionales.
Tal como el relato, la cinta dirigida por Marc Forster y producida y protagonizada por Brad Pitt se empeña en mostrar una arista diferente dentro del imaginario al que las producciones cinematográficas y televisivas recurren a la hora de hablar de cadáveres animados: acá no se trata sólo de combatir una epidemia con miles de contagiados, también de la búsqueda de una cura efectiva que detenga la propagación; es decir, la tarea de un héroe de quien depende el futuro de la humanidad y toda la monserga acostumbrada: pase lo que pase, vamos a ganar. Ocurre en la modesta Juan de los muertos, ambientada en Cuba, y no va a ocurrir con Pitt transformado en un salvador universal.
Pero con el libro de Max Brooks el asunto es mucho más interesante. Del mismo modo que Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que narra lo ocurrido en Londres en 1665 con el brote de la peste negra y, más atrás, con las primeras páginas de El Decamerón y el infierno en que se convirtió Florencia en 1348 con la misma enfermedad, Guerra Mundial Z está construida, más que con efectismo y escenas tremebundas, con el testimonio coral y los recuerdos de quienes sobrevivieron para contar la tragedia.
La novela es sutil dentro de un género que necesita galones de sangre, kilos de tripas y sacos de adjetivos. Toma recursos de la no ficción, como las entrevistas y la bitácora, para construir el gran holocausto que asoló al planeta. Sí, en pasado. Y allí su gracia: el personaje narrador es delegado a entregar un informe a la Comisión de Posguerra de Naciones Unidas sobre el desarrollo de la plaga en diversas partes del mundo, sin embargo ha tenido problemas pues le piden más datos duros, más cifras, más antecedentes concretos, y no “demasiadas opiniones ni demasiados sentimientos”. Sin duda, una novela poco convencional para esta clase de temas, a ratos hecha con pura etnografía. No por nada el filólogo y ensayista español Jorge Fernández asegura que “el zombi es el otro que me devuelve mi reflejo” y Brooks sabe que lo importante no son los caminantes, sino quienes los enfrentan.
Guerra Mundial Z está llena de claves históricas: tal como la peste que asoló a Europa hace siglos, la plaga zombi tiene sus primeros antecedentes en Asia. Y desde allí se expandió a través de las rutas comerciales. Tanto en la historia universal como en la novela de Brooks, el Gran Morbo generó un problema sanitario que devino en un problema político capaz de despertar lo peor de las comunidades. Las escenas de los ataques de las hordas zombis tienen el mismo nervio que aquellas imágenes de la invasión de la Alemania nazi a Polonia al comienzo de la Segunda Guerra Mundial: una fuerza incontenible que rompe para siempre con la vida normal. Así como los zombis arremolinados tratando de trepar un muro remiten a la toma de la Bastilla, los combates entre militares y enfermos en las grandes ciudades huelen a Stalingrado, calle a calle, plaza a plaza, todos contra todos.
El impacto que generó la novela fue precedido por una hábil estrategia promocional. Y se diría que el truco resultó bien: antes de Guerra Mundial Z, en 2003, el autor allanó el terreno con Guía de la supervivencia zombi. Protección completa contra los muertos vivientes, libro en clave realista al cual le siguió una serie de productos derivados que mantuvieron el tema fresco y la expectativa alta a la espera de lo que sería la gran entrega.
A diferencia de otros autores, Brooks no sintió como desdicha haber logrado el éxito literario con una historia tan de nicho y tan lastre para toda la vida como ocurre con esta clase de subgéneros. Allí está Anne Rice y sus vampiros o Bret Easton Ellis y sus jóvenes decadentes y psicópatas sofisticados. Ambos escritores, pese a su evolución natural, nunca lograron quitarse de encima el aroma que impregnó a sus primeros libros.
Brooks es un tipo sensato. Ha sabido leer el entorno y por eso escribe de lo que escribe. No hace mucho, en una nota aparecida en The New York Times, el novelista sacaba algunas cuentas: “Desde el 2001 que la gente ha vivido asustada. La causa son algunas cosas realmente aterradoras: el 11/9, Irak, Afganistán, Katrina, las cartas con ántrax, el francotirador de Washington, el calentamiento global, la crisis financiera mundial, la gripe aviar, la gripe porcina, el SARS. Creo que las personas realmente sienten que todo se viene abajo”.
Si los zombis no dan para pensar en otras cosas, entonces no sirven de mucho. Pero también es cierto que, como vehículo para discursos y mensajes, parecieran estar gastados y lo único novedoso, más allá de la carnicería de rigor, son las razones que tenemos para combatirlos o escapar de ellos. Aparte, claro, del convencimiento de que los peores monstruos no son los que tienen alas ni colmillos, sino los que más se parecen a nosotros.