Por Diego Zúñiga Julio 11, 2013

Los más jóvenes crecimos con esta imagen: Bolaño como un tío del que no se hablaba mucho, un hombre que se fue a viajar y que volvió, de pronto, con una maleta llena de libros, llena de historias, y que en un par de años desordenó toda la casa de esa familia que era la narrativa chilena.

Tenía 17 años cuando leí Los detectives salvajes, en el verano de 2005, y las cosas nunca volvieron a ser las mismas. Disculpen la grandilocuencia: hablar de Roberto Bolaño para muchos, para los que nacimos en los 80, para los que recién empezábamos a acercarnos a la literatura hace poco más de 10 años, es hablar de una educación sentimental, literaria, romántica. Es hablar de un impulso y de un mito, también, porque cuando lo empezamos a leer y quedamos noqueados, él ya estaba muerto. Y nos pareció absurdo e injusto, porque la vida se desbordaba en esa novela, porque no parecía un autor muerto, porque descubríamos un mundo que no seguiría creciendo. Es cierto que había dejado varias novelas y cuentos, estaba su poesía y todos los textos de no ficción contenidos en Entre paréntesis, pero la sensación de abandono era irremediable. Y si bien la aparición de 2666 sería otro deslumbramiento -uno más maduro, quizás-, sabíamos que ya no había más Bolaño,  y que todo lo que viniera -todas las publicaciones póstumas, que nunca imaginamos que fueran tantas- sería, simplemente, una coda que no estaría a la altura de lo anterior.

Pero me gusta recordar esos días en que leí Los detectives salvajes, cuando no sabía quién era Roberto Bolaño, cuando no sabía de sus polémicas declaraciones con respecto a la literatura chilena ni tampoco que era, por lejos, el mejor escritor de su generación. No recuerdo, de hecho, cómo llegué a él -en 2004, en 2005 se hablaba de Bolaño en la prensa, pero no como hoy, no era unánime el juicio sobre su obra y aún quedaban algunos despistados que lo ninguneaban sin muchos argumentos-, pero sí sé que leí el libro en forma paralela con un amigo, y que el descubrimiento y el deslumbramiento fue así: compartido, comentado. Después les pasaríamos el libro a otros compañeros de curso y años más tarde entendería que ese entusiasmo y que ese compartir a Bolaño era algo que les había pasado a muchos. Y no sólo en Chile, sino que en Argentina, en México, en Perú, en Uruguay, en España. Un secreto que nadie quería que siguiera siendo un secreto, porque los libros de Bolaño invitan, siempre, a conversarlos, a debatirlos: la lectura como un ejercicio grupal, la amistad como un móvil literario, la escritura de Bolaño como una contraseña.

Hay otros escritores que producen esto, también: Julio Cortázar o Charles Bukowski, por ejemplo, cuyos libros interpelan, con mucha efectividad, a los más jóvenes. Puede ser que también en varias de sus obras la vida parece desbordarse, pero lo de Bolaño es distinto. Porque está esa vida romántica llena de viajes por el mundo, de luchas políticas, de grupos literarios, pero también están sus lecturas, su invitación a leer a otros autores, lo que convierte su mundo en algo de nunca acabar. Una literatura no para jóvenes ni adolescentes que luego renegarán de ella -como ocurre con Cortázar y Bukowski-, sino que una literatura joven, a la que siempre se puede volver.

Recuerdo, poco tiempo después de haber leído Los detectives salvajes, a un librero diciéndome que Bolaño había sido un tsunami para la narrativa chilena, que nadie lo esperaba, que todos estaban muy cómodos, viviendo lo que fue el resurgimiento de la industria editorial después de la dictadura, cuando aparecieron La literatura nazi en América, Estrella distante, Llamadas telefónicas y Los detectives salvajes, y que sólo unos pocos lograron sobrevivir, agarrados de árboles, de pedazos de madera, de sus libros -los menos- para mantenerse a flote. Yo no sabía quiénes conformaban esa narrativa chilena, pero ahora, después de haberlos leído, me parece que la imagen sigue siendo acertada: de lo mucho que se publicó en los 90, sobrevivió muy poco: las novelas de Germán Marín y de Diamela Eltit, los primeros libros de Marcelo Mellado y algunas novelas de los más jóvenes, pero no mucho más. Para varios debió ser muy dura la aparición de Bolaño: ser las estrellas de la fiesta del barrio y de pronto llega el vecino nuevo, desde el extranjero, con un acento un poco extraño y con harto más talento para bailar, y se roba toda la atención.

Los más jóvenes, de alguna forma, crecimos con esa imagen: Bolaño como un tío del que no se hablaba mucho, un hombre que se fue a viajar y que volvió, de pronto, con una maleta llena de libros, llena de historias, y que en un par de años desordenó toda la casa de esa familia que era la narrativa chilena. Bolaño como ese tío que nos contó las mejores historias y nos mostró los mejores libros y autores: Zama, de Di Benedetto; La sinagoga de los iconoclastas, de Wilcock; Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Meridiano de sangre, de McCarthy, y Mis rincones oscuros, de James Ellroy, los libros de Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya y Enrique Vila-Matas. La reivindicación de la poesía de Nicanor Parra -no hay que olvidar que Bolaño ayudó a que se empezara a gestar el proyecto de publicar sus obras completas- y de Enrique Lihn. La reivindicación de los narradores que leen poesía. Su obsesión con P.K. Dick y la ciencia ficción. Su entusiasmo por los libros de Pedro Lemebel. La relectura de los clásicos.

Lo escribió hace un tiempo el argentino Mauro Libertella (1983) -autor de Mi libro enterrado (Mansalva), un texto hermoso acerca de la muerte de su padre-, y me parece que son las palabras precisas para explicar lo que nos produjo Bolaño:  “(Dejó) un puñado de libros definitivos; libros escritos con urgencia, con humor, y con una pasión que a muchos nos hizo creer de vuelta en la epifanía literaria como un sueño posible”.

Este 15 de julio se cumplen 10 años desde que no llegó el hígado que necesitaba Bolaño, desde que lanzaron sus cenizas al mar. Y seguirán apareciendo libros póstumos y vendrán, seguramente, otras exposiciones y congresos sobre su obra, pero en realidad sabemos que no hay mucho más. Me gusta pensar que, en este momento, alguien de 16, 17 años está abriendo Los detectives salvajes y que es probable que su vida cambie para siempre. Me gusta pensar -y estoy casi seguro- que eso seguirá ocurriendo por muchos años más.

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