Por Álvaro Bisama, escritor y profesor de Literatura Julio 31, 2013

Es posible reconocer en los personajes de “Soltera otra vez” algo parecido a esa pulsión cívica que sacó a Labbé de la comuna, gracias a una retórica que trazaba el valor de lo nuevo y una ciudadanía que lo esbozaba como un modo de recuperar sus espacios públicos. 


Habría que contar la historia de los culebrones chilenos pensando en el modo en que retratan a la ciudad. Los títeres y Bellas y audaces estaban planificados desde esa tensión entre los personajes y los espacios que habitaban; sólo podían ser explicados como una ficción barrial, como una utopía urbana. Ahí eran reyes y mendigos, víctimas de la violencia, ejecutores de la venganza, príncipes y princesas de la noche. En los noventa, el mejor momento de Vicente Sabatini fue cuando comprendió aquel efecto. De hecho, la intriga de Sucupira, Pampa Ilusión o La fiera  descansaba en cómo se describían los cambios que sucedían en determinadas comunidades; unas mutaciones de la ficción que bien podían ser políticas. En todas ellas, una nueva moral social (¿la del Chile de Aylwin y Frei?, ¿la del mercado?) se imponía paulatinamente, como si la oposición entre naturaleza y cultura no sólo definiera a sus personajes sino que también modificara la geografía que la ficción catódica contaba. No había nada inocente en eso. Eran los apuntes sobre un país que cambiaba de piel, que aspiraba a relatarse de otra forma. Frente al claroscuro de los dramas urbanos de Moya Grau o Sergio Vodanovic, Sabatini exponía un melodrama provincial luminoso, pura comedia de espacios abiertos. 

La segunda temporada de Soltera otra vez, que comenzó la semana pasada, podría ser leída desde ese lugar, desde el modo en que la ciudad aparece, antes que como un decorado, como una suerte de deseo. Me explico con una pregunta, ¿dónde transcurre Soltera otra vez? La respuesta quizás defina su éxito como creadora de tendencias. El año pasado, cuando se estrenó la primera temporada, la serie jugó a tratar de configurar un retrato generacional con el cual los espectadores se identificaron gracias a un híbrido entre el culebrón y las sitcoms. Comedia sexual sobre la soledad contemporánea, el show descansaba en la premisa de esa chick-lit que Candace Bushnell y Darren Star trazaron hace casi quince años para Sex and the city. Gracias a esa mezcla, fue un éxito. Todo cercado por el uso de las redes sociales, que servían para perpetuar el imaginario del show, haciendo que las cuentas de Facebook y Twitter de los personajes (Cristina y el “Pelao” Monroy, sin ir más lejos) extendieran sus conflictos, pero también sus aforismos y modismos particulares. Por supuesto, cualquier lectura de género debía ser comprendida desde la ambigüedad que el formato suponía: ¿era una serie que desmontaba los estereotipos de lo femenino o simplemente los actualizaba, enmascarándolos? 

La elección de Paz Bascuñán para el rol protagónico fue clave en ese punto: Bascuñán comprendió que el personaje funcionaría si encontraba no sólo el tono de su aflicción sino también el lenguaje que habitaba, algo que terminó interpretando a medio camino entre la neurosis y la pena, entre la ligereza y el abandono. En esta temporada la comedia sigue ahí, pero está más forzada, acaso más patética, enclavada en los mismos espacios. Una ciudad que terminó siendo una caja de resonancia de esa confusión, algo parecido a una utopía que encontró su eco en un presente que la acogió. De este modo, si Sex and the city se trataba de un Manhattan lleno de Starbucks, galerías de arte y pasarelas; acá se trataba de versiones ficticias de una Providencia llena de ciclovías, centros de yoga y bares de solteros. 

Por supuesto, el presente se cuela ahí. Luego de casi un año, es imposible no relacionar la cercanía entre el éxito de la serie y el de la campaña municipal que llevó a la alcaldía de Providencia a Josefa Errázuriz, pero que también sintetizaba (con Revolución Democrática de por medio) la presencia del discurso de una sociedad civil que buscaba un lenguaje nuevo. Ambas estéticas -la del programa y la de la campaña política- eran parecidas. De hecho, el show se emitió cuando la candidatura de Errázuriz cobraba vuelo; al punto de que es posible reconocer en los personajes del culebrón algo parecido a esa pulsión cívica que sacó al ex militar Cristián Labbé de la comuna, gracias a una retórica que trazaba el valor de lo nuevo y una ciudadanía que lo esbozaba como un modo de recuperar sus espacios públicos. Aquella es una sincronía que detalla el modo en que la televisión prefigura lo real, sintetizándolo. Esa frescura venía a reemplazar el tono sombrío de los culebrones-thriller de hace dos o tres años (¿Dónde está Elisa?, El laberinto de Alicia), que hablaban de cuerpos ausentes o abusados, aludiendo sin nombrar traumas de nuestro pasado reciente. Por ahora, esta segunda temporada de Soltera otra vez continúa por los mismos derroteros que la primera, aunque ahora el tema parece ser la madurez emocional de los personajes, enfrentados a la paternidad y el peso de los compromisos afectivos. La ciudad, esa Providencia ficticia donde transcurre el show, sigue ahí, aunque ahora ya no es tan nueva; es una zona simbólica conocida y determinada por el peso de su propia historia, que corre el riesgo -por lo menos en la ficción- de perder espesor, de volverse otro lugar común.

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