“¿Para qué necesita Dios una nave espacial?”, decía James T. Kirk (William Shatner) en el momento del clímax de Star Trek V: La frontera final (1989). Era un momento patético antes que metafísico: los personajes llegaban al centro de la galaxia para encontrarse con Dios, quien -al final- era apenas una entidad extraterrestre de quinta categoría. Aquel instante era, la verdad, el declive de la franquicia original, pero también uno de sus momentos más recordados; el lugar exacto donde el camp absoluto se estrellaba con la pretendida profundidad de la serie creada en 1966 por Gene Roddenberry y donde alcanzaron a escribir autores como Theodore Sturgeon o Harlan Ellison, por ejemplo.
Para quienes vimos Star Trek en televisión, durante la infancia, antes de cualquier reinvención, aquello nos parecía su principal atributo; esa mezcla extraña entre seriedad científica y psicotronia que muchas veces se resolvía en un tono ominoso que poblaba la pantalla. A diferencia de Star Wars, donde las batallas espaciales siempre eran una fiesta disco, los viajes de la U.S.S. Enterprise lucían viejos y pobres, pero aún así eran encantadores porque descansaban en la cercanía que proyectaban sus decorados de cartón piedra, las computadoras que eran apenas luces y todas esas razas alienígenas tan sexis como impresentables. En aquella precariedad se escondía una especie de intimidad, que también dependía de Shatner, Nimoy y del fallecido DeForest Kelley, todos actores menores que encontraron en esas galaxias de papel maché algo parecido a un destino. Que sus personajes se hayan vuelto íconos pop sólo subraya aquel hecho, pues fue esa fama la que permitió, entre miles de cosas, que el viejo Shatner lanzase su propia versión de “Common people” de Pulp y que Nimoy abandonase la actuación para dedicarse a la fotografía artística de desnudos.
De este modo, aquella enternecedora precariedad era lo que quizás sobrevive de la serie original, esa utopía de un futuro provisto por la ciencia ficción televisada. Ahí, las teorías sobre el tiempo de un distante Spock se enredaban con las intrigas imposibles de cada capítulo, y la melancolía del retorno a casa, con esa actitud chabacana que sólo Shatner podía imprimirle al personaje, como si su fuerza de voluntad fuera proporcional a su mal gusto. Todo aquello terminó de perpetuarse con una meridiana claridad en Star Trek II: La ira de Khan (1982), un filme que continuaba un viejo episodio de los sesenta y que repetía a Ricardo Montalbán como antagonista. Montalbán, que era el arquetipo del galán latino elegante y decadente, se presentaba ahí como un dictador del siglo XX a la deriva en el espacio, con el pecho al descubierto y lleno de odio, al modo de una mezcla improbable de Hitler y el capitán Nemo. Gracias a él, La ira de Khan era una cinta rabiosa y desagradable, que coqueteaba con el genocidio y donde todos los personajes -héroes incluidos- aparecían a la deriva de sí mismos, descritos sólo a través de sus tics y manías, haciendo que aquella space opera no fuese más que una reiteración de los modales de actores menores a quienes los espectadores de los años ochenta quizás veíamos como viejos tíos o parientes lejanos, todos miembros de una familia que sólo existía en pantalla.
Ahora que se acaba de estrenar En la oscuridad (Star Trek), de J.J. Abrams, todos ellos vuelven como fantasmas. En la oscuridad es la continuación del remake de la saga que se estrenó hace un par de años, un remake que no es tal sino que funciona más bien como una especie de investigación especular de sus leitmotivs narrativos. Eso estaba en la primera cinta estrenada hace un par de años (las nuevas películas de Star Trek habitan una línea temporal nueva de los mismos personajes), pero acá se vuelve extenuante, algo que es insólito, pero también delicado. La cinta de Abrams es un blockbuster con todas las de la ley (la acción no se detiene nunca, casi no hay silencio, los efectos digitales saturan el relato), pero también una investigación sobre cómo los relatos se multiplican y se ponen en el abismo, confrontándose. Eso, porque hay un punto en que En la oscuridad reescribe La ira de Khan plano a plano, apilando cita sobre cita, pero también cambiando su sentido. Benedict Cumberbatch (el Khan del presente) posee la tristeza que a Montalbán le faltaba. Pero entre ambos -como en el resto de los personajes- no hay homenaje sino que continuidad, una línea fluida de ideas que va de la década del sesenta hasta el presente y se ofrece como la conciencia de una tradición.
Aquello bien puede ser una obsesión de J.J. Abrams, el director de la cinta. Series suyas como Lost o Fringe siempre pusieron el acento en los modos en que el tiempo se detenía, devorándose a sí mismo; construyendo narrativas fractales que crecían hacia el interior de las historias que contaban. No había ahí ninguna nostalgia por lo perdido sino más bien la escenificación de un ahora donde todos los momentos cabían en uno solo; como si la matriz de todos los relatos fuera ese Aleph borgiano que en realidad era falso, apenas un simulacro de eternidad. Gran parte del goce de En la oscuridad radica en aquello, en contemplar lo que recordamos como una sombra que adquiere peso paulatinamente, entre las luces de colores y los agujeros negros que explotan, y que se nos devuelve transfigurada, corrigiendo nuestros propios recuerdos de aquel imaginario y volviéndolos puro presente. Ahí, el futuro es apenas una sombra del pasado, como si en el cine -o en el arte- todos los momentos y las historias fueran una sola, reescribiéndose siempre.