Montecino conoció a Rodrigo Rojas como parte de la comunidad de chilenos exiliados en Washington. Su relación con Orlando Letelier fue a través de su madre, quien fue su secretaria en el Instituto de Estudios Políticos en los años 70. Se hicieron amigos y le escribió algunos discursos.
-Saque fotos, para que el mundo sepa lo que han hecho estos bárbaros.
La frase la escuchó el jueves 13 de septiembre de 1973, dos días después del bombardeo a La Moneda. Marcelo Montecino estaba sacando fotos a los restos humeantes del histórico edificio y un hombre se le acercó y le dijo eso.
Nunca olvidó la frase, como nunca olvidó el sol de ese día.
En las imágenes que Montecino tomó ese día, el sol de septiembre se refleja en las paredes de una Moneda agujereada. En una de las fotos, vemos a una pareja abrazada. La mujer mira a la cámara, mientras al fondo se divisan los escombros. Es una imagen distinta de las fotos más conocidas de La Moneda bombardeada. Es una foto de la vida cotidiana después del golpe.
Él fue a curiosear y a tomar fotos. Todavía no era fotoperiodista ni trabajaba para ningún medio. Aunque nació en Santiago en 1943, a los 11 años partió a vivir a Estados Unidos junto a su familia. Allá estudió Relaciones Internacionales e hizo un posgrado en Literatura en la George Washington University. En marzo de 1973 viajó a Chile a escribir su tesis de Literatura. Pero en el camino, se le cruzó el golpe de Estado.
El día que Marcelo Montecino se convirtió en fotoperiodista, también brillaba un sol de septiembre en Santiago. Habían pasado un par de semanas después del golpe, y decidió acreditarse con los militares como corresponsal extranjero. “Fui de patudo no más. En la parte del medio puse free lance y pensaron que era una revista, no sé, pero igual me acreditaron”, dice. En la tarde lo llevaron junto a otros periodistas a visitar a los presos en el Estadio Nacional. “También me acuerdo que era un día precioso. Y los presos estaban sentados ahí en las graderías, algunos tomando el sol sin camisa, algunos muy tranquilos, y otros nos empezaron a lanzar preguntas. Fue muy emotivo”.
Ese día, a los 30 años, comenzó una carrera de fotorreportero que lo llevó a Centroamérica y a viajar periódicamente a Chile durante los años 80. Nunca terminó su tesis de Literatura.
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Esta otra frase se la dijo un amigo: “Tenís la mala suerte de que te hayan matado un hermano, un padre y un hijo”.
El hermano al que aludía su amigo es efectivamente su hermano, Christian Montecino, fotógrafo y cineasta asesinado por una patrulla militar al llegar al túnel Lo Prado, en 1973. Los otros parentescos son simbólicos, pero no por eso menos fuertes. El padre en esta historia es el ex canciller Orlando Letelier, asesinado por agentes de la DINA en 1976, en Washington; y su hijo, Rodrigo Rojas, el fotógrafo que fue quemado por militares en 1986.
Marcelo Montecino carga con varios muertos. Le complica volver a hablar de ciertos temas. Pide que no le hagamos preguntas difíciles y prefiere no dar muchos detalles de su familia. La conversación es por teléfono desde Kensington, en Maryland. Aunque se vino a Chile en 1988, el año 2000 decidió regresar a Estados Unidos. Ahora planea volver a instalarse en su casa de La Reina, el próximo año.
Eso sí, los 40 años del golpe militar los quiere pasar en Santiago. Llega a Chile el 10 de septiembre. Quiere ir al cementerio, como lo hizo tantas veces, y llevar a su hijo pequeño. En la maleta trae su exposición, que mostrará a partir del 27 de septiembre en el MAC del Parque Forestal.
“No quiero hacer una exposición machetera a ultranza, no la quiero hacer muy militante, estoy haciendo más bien una exposición introspectiva”, adelanta sobre Prueba de vida. Chile, 1973 -1990, muestra que incluye cerca de 70 fotos, con un 30 % de material inédito. “Estoy tratando de hacer una muestra muy personal, melancólica, sin consignas y de múltiples lecturas. Claro que no se puede dejar a un lado la crueldad y el kitsch del gobierno militar, y algunas fotos tendrán que ser más literales. Espero poder encontrar un sano equilibrio”.
En Romería y querencias -libro que reunió sus fotografías tomadas durante la dictadura-, Montecino ya demostró no ser literal. En esas imágenes, el registro del funeral de Neruda convivía con postales más cotidianas del horror, como aquellas tomadas en las afueras de la morgue, donde vemos dos ataúdes amarrados en el techo de una camioneta. En las fotos de los años 80, están las imágenes de las tanquetas y de las protestas, pero también se vislumbra otro país, adormilado bajo la neblina en el barrio Vivaceta o escondido en los rostros sombríos de los pasajeros de un tren en Puerto Montt.
En Marcelo Montecino: 50 años -libro que publicó este año con Pehuén y que resume su trayectoria-, el fotógrafo muestra a sus parientes simbólicos. En una foto vemos a Orlando Letelier celebrando un 18 junto a otros exiliados chilenos, tres días antes de su asesinato. Su relación nació a través de su madre, Lilian Slaughter, quien fue secretaria del ex canciller en el Instituto de Estudios Políticos en Washington. Se hicieron amigos y le escribió algunos discursos.
En otra foto vemos a un muchacho con un buzo Adidas, que mira tímidamente a la cámara. Es Rodrigo Rojas, y la imagen fue tomada en 1985, en el subterráneo de la casa de Montecino, en Washington. Cuando lo conoció, como un miembro más de la comunidad de chilenos exiliados, Rodrigo ya estaba interesado en la fotografía. “Era muy buen laboratorista, a veces me hacía copias. Él sabía toda la parte técnica muy bien”, dice Montecino. También recuerda que pasaban largas horas conversando de fotoperiodismo y de fotógrafos contemporáneos.
En paralelo a la muestra de Montecino, en el MAC Quinta Normal y en el Museo de la Memoria se exhibirá una exposición para difundir el trabajo de Rodrigo Rojas. Su curadora, Montserrat Rojas, dice que el objetivo es “mostrar a un Rodrigo curioso, viajero y crítico, con una propuesta estética donde se visualiza a un gran retratista, tanto de personas como del paisaje político del Chile callejero de los 80”.
Montecino también ha participado en el rescate de este archivo, y ha colaborado escaneando parte de las imágenes. Cuando Rodrigo Rojas murió, a los 19 años, Montecino viajó a Santiago, acompañando al periodista David Remnick para un reportaje del Washington Post. Durante ese viaje tomó una foto en la calle donde Rojas fue quemado. En el suelo, se ve el dibujo de una cruz con una leyenda: Paz. Es el retrato de una vocación que para Montecino quedó truncada: “En la fotografía no hay casi ningún niño prodigio. Es parecido al ajedrez, uno aprende rápido, pero para ponerse bueno requiere mucho tiempo. Hay unas fotos muy buenas de Rodrigo, especialmente las últimas en Chile. Pero nadie tiene derecho a calificar su obra. Era un cabro muy joven”.
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Así ha pasado su vida Marcelo Montecino. Un ojo dividido entre Chile y Estados Unidos. Mitad gringo y mitad chileno. Con una familia de sangre y otra familia simbólica. Entre el fotoperiodismo y la fotografía de autor. Porque él, que tomó fotos para Newsweek, Washington Post y Financial Times; que estuvo cuando los sandinistas entraron a Managua en 1979; y que fue amenazado con una escopeta en el estómago mientras cubría las protestas en Santiago en 1983, un día se cansó de todo eso.
“Un crítico una vez dijo que la fotografía está dividida en dos: en espejos y ventanas. Yo ya hice bastantes espejos, ahora quiero hacer una ventana hacia adentro”, dice.
“Me aburrí de ser espejo”. Después de 1988 dejó el fotoperiodismo, no así la fotografía. En su libro antológico nos sorprendemos con un Montecino que explora el desnudo femenino o que se encanta con los rincones y rarezas del Persa Biobío. Por estos días prepara otro libro sobre Santiago, uno de los hilos conductores de su fotografía.
De esa dualidad hablaba en un pequeño texto de Romería y querencias. Allí cuenta la historia de ese hombre que lo alentó a tomar fotos frente a los restos humeantes de La Moneda. Ahí también cuenta el reverso de esa historia: “Quince años más tarde, en la Alameda, mientras cubría las celebraciones del triunfo del No, se me acercó un joven con corbata y maletín, que el día del golpe debe haber tenido alrededor de seis años; me abrazó y me dijo: ‘Gracias a ustedes estamos celebrando esto’”.
En ese mismo texto, Montecino se preguntaba sobre el valor de sus fotos. Veinte años después de publicar ese libro, se lo preguntamos:
-Al final, ¿sirvieron estas fotos?
-Pasé por una época en que pensé que la fotografía no servía de nada. Pero sí, sirvieron mucho. Las fotos tienen una gracia: son difíciles de olvidar una vez que las has visto. Me sirvieron a mí también.