Por Alberto Fuguet* Octubre 9, 2013

¿Es “The Walking Dead” el comienzo del fin de las series más adultas? ¿Es la abundancia de desnudos lo que quizás termine vulgarizando todo? Antes, el eslogan era perfecto: “No es TV, es HBO”. Hoy en YouTube hay un sketch satírico que termina enfatizando que “no es porno, es HBO”.


Hitos televisivos que ocurrieron (que me ocurrieron, que sin duda les sucedieron a muchos) mientras leía Difficult Men, el nuevo libro que el periodista Brett Martin escribió acerca de “la tercera era de oro de la televisión”, es decir, sobre la insólitamente rica, compleja, adictiva y fundacional producción de series salida de los canales de cable norteamericanos como HBO, Showtime y AMC durante los últimos quince años.

Veamos:

-Terminó Breaking Bad, premio Emmy a la mejor serie dramática. Y a diferencia de muchas series que parten muy bien pero no siempre logran alcanzar un final digno de una novela poderosa, el mediático y esperando final de Breaking Bad fue notable. Tal como se enfatizó varias veces en la serie, Walter White, el profesor de química con cáncer terminal, “murió como un hombre”. No sólo eso: todos los hilos quedaron anudados y hubo “cierre”. Echaremos de menos Albuquerque.

-Partió Masters of Sex. Básicamente es Mad Men fusionada con la película Kinsey. Buen pitch, mal resultado. Me dejó frío. Me lateó. Me pareció desagradablemente clínica; casi una manera de meter sexo a la fuerza sin tener culpa y echarle la culpa a la ciencia. Predecible y muy poco erótico. 

-Terminó una de las series más jugadas e insólitas de todos los tiempos: Dexter. Vi sólo los últimos dos capítulos de la última temporada, pero me puse al día con ese genial invento del montaje llamado “previously on…”. Durante un tiempo Dexter fue mi serie favorita, sentía a Dexter Morgan como un aliado. Era un fan. Pero la serie se me fue desmoronando. No finalizó muy bien: la tragedia inexorable se disolvió en uno de esos finales coquetones con guiño. Hizo falta más sangre, más dolor, jugársela aún más. Quizás tuvo más temporadas de las necesarias. Dexter, acerca de un empático asesino en serie, tuvo un gran actor, un par de libros pulp que ayudaron a darle su ADN, la mejor voz en off en años pero no tuvo algo clave: un autor o, como se dice en la industria, un show-handler (más de eso, luego).

-Empecé a ver The Shield, serie a la que el libro le dedica varias páginas. No sé por qué nunca me tincó; ahora estoy atrapado.

-Me aburrí con Boardwalk Empire. Como leí en un blog: ¿es arte o es basura? Nunca se puso de acuerdo. Visualmente, la serie es preciosa. Tiene prestigio. Pero ni la producción ejecutiva de Scorsese la salva. De hecho, lo que a la serie le falta, ahora en su cuarta temporada, es esa locura y arbitrariedad scorsesiana. Una cosa es que Steve Buscemi sea cool; otra que sea helado. La construcción de la época de la Prohibición conmueve; lástima que la historia no. Adiós, Boardwalk Empire.

-Regresó la tercera temporada de Homeland. Claire Danes está más bipolar que nunca. Las cosas están más dementes. Quiero sólo seguir.

-Terminó la serie del gran Aaron Sorkin, The Newsroom. Al parecer, no continuará. Fueron dos temporadas en la sala de prensa de un canal noticioso de cable tipo CNN. La prensa odió la serie por criticar demasiado su mundo y por parecerle “demasiado Sorkin”. Yo, que amo toda película o novela acerca de periodistas, la amé. A pesar de su final de comedia romántica.

-Vi de manera compulsiva, en dos días, los doce capítulos, la primera temporada (es decir, doce horas), de Ray Donovan, uno de los debuts de este año de Showtime. Me pareció superior. Oscura, trágica, melancólica. Se hace cargo de su título y crea un personaje extremadamente complejo, distante, intrigante, dañado. Un tipo en apariencia muy estilizado que se dedica a solucionar los problemas de los ricos y famosos en Hollywood. La serie, al final, es -como todas las grandes series- acerca de una familia y del pasado. El peso de la noche de Boston que sigue empantanando a todos los Donovan por mucho que estén bajo la luz radiante de Los Ángeles. Quizás no aprovechó todo los posibles escándalos y trucos sucios del presente, pero el elenco (Jon Voight, Elliott Gould, James Woods) transforma estas doce horas en un gran film de los 70.

 

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Sigo con el libro: Brett Martin -que claramente cree en esto de la era de oro de la televisión- dice y elucubra y lanza varias teorías (como que el show-handler, el productor-escritor-creador es el verdadero autor de una serie, algo que sin duda es cierto y de paso transforma a los escritores y guionistas en las verdaderas estrellas), y asevera lo siguiente: “Las series se transformaron en la expresión esencial del arte americano del siglo XXI”.  Y compara los nombres de sus creadores (David Chase en Los Soprano, David Simon en The Wire, Matthew Weiner en Mad Men, Vince Gilligan en Breaking Bad) con autores de la talla de Philip Roth, John Updike, John Cheever y Richard Yates (la literatura de los 50); y con Scorsese, Altman, De Palma, Spielberg y Ashby del Hollywood de los 70.

Personalmente no sabía que hubo otras dos eras de oro en la televisión yanqui (¿sí?, ¿de verdad?, ¿quizás la TV en vivo, basada en obras de teatro de dramaturgos de primera línea durante los años 50?, pero eso fue algo exclusivamente estadounidense, mientras que esta era es, digamos, global) y me hace pensar si en nuestra televisión hubo o estamos en una era de oro (no creo; preguntarle a Álvaro Bisama, quizás), pero una cosa está clara y Brett Martin lo sabe: las series de cable están ardiendo y, más allá si en rigor es la expresión artística del siglo XXI, sí hay algo que es innegable: han logrado tocar techos inalcanzables (impensables, en rigor) y han hecho que la “gente vuelva a leer”, sobre todo de manera colectiva y compulsiva.

Algunos fanáticos sostienen que Shakespeare hoy trabajaría para HBO; otros creen que desde Charles Dickens y sus novelas por entrega en los diarios londinenses que no se producía algo así: una furia/adicción compulsiva donde lo que predomina no es tanto el escapismo sino el factor espejo. Brett Martin tiene todo el derecho de creer que estamos en un momento sin parangón (de hecho, lo estamos) y para eso su libro intenta llevar la teoría del autor a la televisión y colocar a estos creadores (productores/escritores) en el centro de su narrativa muy making-of.  De hecho, el libro no oculta su deseo de ser (digamos, copia el método y el enfoque) la versión televisiva de Easy Riders, Raging Bulls, la obra monumental de Peter Biskind, patéticamente traducida como Moteros tranquilos, toros salvajes por los iluminados de Anagrama, y que intentaba y lograba, mezclando datos con anécdotas, visión con trivia, recrear la revolución cinematográfica ocurrida en Hollywood a principios de los 70 (la caída del studio system, la llegada de los nuevos directores graduados de las escuelas de cine).  Martin quizás se apuró algo (fue criado con esto del binge-watching: pegarse un atracón de capítulos, uno tras otro), pero es parte de su modus operandi romantizar y darle un sentido de urgencia a “esta era”. No me cabe duda que, de haberse publicado en quince años más, la historia sería otra y sería mejor (analizar cómo el final de Breaking Bad se transformó en un evento). No sabemos aún la decadencia de esta era. ¿Decaerá? ¿Empezó su fin? La presura por sacar el libro lo deja sin un final; algo curioso porque una de las varas con que se mide justamente una serie es cómo termina, si su final fue decepcionante o demasiado ambiguo (el controversial cierre de Los Soprano) o simplemente poco jugado.

En los 70, el cine de autor fue acribillado por dos de los mejores amigos del grupo y la debacle comenzó por dentro: Tiburón y La guerra de las galaxias. ¿Es The Walking Dead el comienzo del fin de las series más adultas o dramáticas? ¿Es Games of Thrones? ¿Es la abundancia de desnudos lo que quizás termine vulgarizando todo? Antes, el eslogan era perfecto: “No es TV, es HBO”. Hoy en YouTube hay un sketch satírico que termina enfatizando que “no es porno, es HBO”.

Pero a falta de distancia histórica están las ganas de contar esta saga, que suma a su narrativa casualidades, nuevas tecnologías, viejas estructuras, egos inflados, actores fracturados y un grupo de escritores que soñaban con llegar al cine y que, frustración y resentimiento de por medio, crearon series tan claves e inspiradoras como Los Soprano, Six Feet Under, The Wire, The Shield, Mad Men y Breaking Bad.

 

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El título -Hombres difíciles-, en ese sentido tiene dos lecturas: los hombres que crearon estas series y los personajes que las protagonizan.

Martin apenas se fija en series femeninas como Girls, Sex and the City, Nurse Jackie o Weeds (ya sea creadas por mujeres o con mujeres como eje), porque no le sirven para su ángulo (aunque muchas de éstas claramente son de esta era y sólo podrían haber florecido en el cable). Como no puede abarcarlo todo, series adaptadas de la televisión israelí, como la adrenalínica Homeland o la inolvidable In Treatment, apenas son nombradas. Esto no condena el libro; Martin quería hablar, en el fondo, de las series que más le gustan y que más dieron que hablar y, por mucho que Ray Donovan es obra de una mujer (Ann Biderman), lo cierto es que buena parte de su tesis funciona: estos anti-héroes, tipos que fueron abandonados por el cine hace mucho rato y que a lo más aparecen como personajes secundarios en las producciones del Hollywood actual, no son más que los álter-ego de sus creadores.

Incluso las series que no alcanzan a lograr el adjetivo de arte exploran mundos y psiquis que están muy lejos de Los ángeles de Charlie o Luz de luna o Dallas o Dinastía. El cable -pagado, sin comerciales, apto para mayores-, permitió no sólo relajarse con los desnudos o el lenguaje sino con los temas, las miradas, la posibilidad de que un ser “objetivamente repelente” ingrese a las casas de millones como un ser complejo, difícil, lleno de aristas y su historia termine empatizando con la historia de millones de espectadores que nada tienen que ver con los gangsters, los creativos de publicidad o los fabricantes de meth azul. La aparición de HBO hacia finales del siglo pasado logró que productores y guionistas remezclaran mucha libertad, presupuestos controlados, osadía temática, el uso del tiempo (cada temporada es al final una película de unas 12 horas) y el viejo arte de narrar centrado en personajes que interesan para crear algo que parece del todo novedoso, pero no lo es tanto: el deseo de saber qué va a pasar. 

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