Marco Tapia, primo político de Arcos Leví, fue el encargado de ordenar el departamento y revisar los papeles que dejó. A partir de eso nació “Cuestión de tiempo”, aunque asegura que queda material inédito, igual que varios dibujos, como el que ilustra la portada del libro.
“René no creía en el éxito ni en la idea que la literatura podía llegar a ser una carrera. Le había empezado a ir bien, pero siempre había en él una mirada de extrañamiento en los mundos que se involucraba, siempre era un visitante”, dice su amigo Javier Ibacache.
Es la última entrevista que va a dar, pero él no lo sabe, así que habla con naturalidad. Responde de forma directa, en inglés. Son sólo un par de preguntas breves: de dónde viene, cuál es su escritor favorito, cuál es su ciudad favorita. Nosotros vemos la grabación, que no dura más de tres minutos. Él no mira directamente a la cámara, pero responde. A la que sí mira es a Gabriela, la hija de su prima, una niña de doce años que lo graba, que hace las preguntas, pues la tarea que le enviaron era ésa: entrevistar a una persona famosa, pero en inglés. Y ella no lo pensó mucho: su tío René era el elegido. Así que lo llamó y le pidió grabarlo, y ahí está él, sentado frente a la cámara, con un chaleco a rayas, con su pelo blanco y sus cejas negras, abundantes.
Ella pregunta, y él responde en un inglés frágil. A veces mira un cuaderno en el que están anotadas las preguntas y las respuestas. Cuando están llegando al final, ella pregunta:
-¿Sobre qué cosas te gusta escribir?
Él duda un poco, y luego dice:
- Sobre personas normales en situaciones especiales.
Se produce un silencio. Vienen un par de preguntas más y la cámara deja de grabar.
Es mayo de 2011, una semana antes de que René Arcos Leví, escritor y guionista de teleseries como La Fiera, Romané y Lola, muera en ese mismo departamento donde lo vemos en la grabación, solo, una madrugada, cuando nadie escuchó el golpe que hizo su cuerpo al caer en el baño.
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René Arcos Leví tenía 46 años cuando murió el 26 de mayo de 2011. Había nacido en Puerto Montt, en 1964. Se había formado allá, en el sur de Chile: su padre era pescador, su madre una mujer que llevaba una cocina que luego se transformaría en un restaurante. René creció ahí: en un imaginario del Sur, en una casa en la que no se veía tele, pero sí se leía mucho. Leía y escribía. Por eso no fue raro cuando les dijo a sus padres que quería estudiar Literatura. Entonces, agarró sus cosas y se fue a vivir a Valdivia, donde estudió en la Universidad Austral.
En Valdivia, entonces, empieza su camino. Y luego entiende que para seguir debe viajar a Santiago. Consigue hacer clases en una universidad privada y se contacta con una prima que lo puede recibir. Esto ocurre a fines de los 80. Ahí conoce a Marco Tapia, quien se convertirá en marido de su prima y en uno de sus familiares más cercanos.
Junto a él conoce la ciudad y comparte esos primeros años, cuando entra al taller de guiones que dictaba Antonio Skármeta en el Goethe Institut, y que le significó un primer paso importante, que se confirmaría cuando a fines de 1993 gana un concurso de cuentos de El Mercurio por el relato “El Otro, el Mismo”. Entonces, se abren las puertas, lo llaman de la editorial Planeta, Carlos Orellana le ofrece publicar. Y él acepta.
En agosto de 1994 aparece Cuento aparte, su primer libro, en la colección Biblioteca del Sur, de Planeta, la misma que estaba publicando a autores como Gonzalo Contreras, Jaime Collyer y Alberto Fuguet.
Sería un debut importante : quince relatos en los que se despliega un imaginario distinto al que estaba presente en la literatura chilena en ese momento. Aquí se resaltan las atmósferas ambiguas, el Sur, el lenguaje cuidado y elegante, las sutilezas, los personajes misteriosos, sin género, que deambulan por estas historias de amor.
-Yo me acuerdo que fue un libro importante -dice la escritora Alejandra Costamagna-, muchos lo vimos como una opción a Fuguet.
-Venía de otro mundo, de otro lugar, de otro imaginario -dice su amigo Javier Ibacache, director de Programación y Audiencias del GAM-. René escribía desde el lenguaje, con preguntas más de fondo sobre la identidad. Su raigambre literaria (Peter Handke, Marguerite Duras) era muy distinta a lo que se leía, se escribía.
Y la crítica lo entendió así, dándole una recepción positiva. Y vinieron más proyectos. Le ofrecieron escribir una columna en el diario La Época y surgió la posibilidad de escribir un guión para una película. Era un paso importante. Él aceptó y empezó a trabajar con Andrés Wood en Historias de fútbol. Después escribiría, junto al mismo director, La fiebre del loco.
En un par de años, Arcos Leví pasó de ser ese joven que llegó de Valdivia buscando suerte a ser uno de los escritores más promisorios de la época. Pero él no perdía la cabeza, a pesar de que le tocó vivir en una década en la que los jóvenes estaban obsesionados con el éxito.
-Creo que él era bastante escéptico. No creía ni en el éxito ni en la idea que la literatura podía llegar a ser una carrera -dice Ibacache-. No veía lo suyo como una carrera de escritor, sino que lo veía como una condición, y yo creo que eso marca un matiz. Le había empezado a ir bien, pero siempre había en él una mirada de extrañamiento en los mundos que se involucraba, siempre era un visitante, un extranjero, un observador.
Después tuvo algunos viajes importantes -entrevistó a Paul Bowles en Tánger, pasó unos meses en Nueva York-, pero también en un momento se dio cuenta de que necesitaba una mayor estabilidad económica y surgió la posibilidad de escribir teleseries.
-Tenía muchos problemas para lidiar con la cotidianidad, con la realidad de las cosas -dice Freddy Araya, amigo con quien compartió casa por más de seis años y director general del Teatro del Puente-. Vivía como en otro mundo paralelo, entonces efectivamente en algún minuto entendió que no iba a poder vivir de la literatura, así que apareció la opción de la televisión y no dudó en tomarla.
Es ahí cuando su vida cambió para siempre.
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Dicen que se perdió. Así. Que un día el René Arcos Leví entrañable, acogedor, delicado, ese hombre sibarita al que le gustaba conversar con los amigos hasta la madrugada, el que tenía una mesa especial en el restaurante El Toro y que no dejaba de ir a almorzar los domingos a la casa de una madrina se perdió. Y muchos de sus amigos señalan que esto empieza cuando entra a la televisión.
Es Víctor Carrasco quien lo invita, en 1998, a ser parte de su equipo de guionistas en TVN. Arcos Leví acepta y escribe La Fiera, y luego pasa a otro equipo, donde conoce a varios de sus amigos y compañeros de generación literaria, como Marcelo Leonart, Alejandro Cabrera, Nona Fernández y Larissa Contreras. Con varios de ellos escribe Romané y Amores de mercado, teleseries que en su tiempo se convirtieron en las más vistas de la televisión chilena.
-Le gustaba mucho hacer teleseries, para él no era algo incómodo -dice Leonart, quien recuerda que junto a Cabrera y Contreras escribieron Romané en el departamento de Arcos Leví. Conversaban mucho sobre literatura. Por eso, dicen que nunca dejó de verse como un escritor. No dudaba de eso, a pesar de que la televisión empezó a consumirle todo el tiempo.
-La tele chupa el cerebro, chupa tiempo, no talento, pero claro, te vas metiendo en una cosa, luego en otra -explica Contreras-, ahora, uno no le puede echar toda la culpa a eso, uno escoge, uno puede parar, pero sí, es un trabajo muy absorbente.
Todos los amigos de Arcos Leví coinciden en que fue su opción dedicarse a las teleseries. Dicen que no se lamentaba, que él seguía escribiendo cuentos y avanzando en una novela que publicaría en 2001, también en Planeta: Después de todo. Esta vez, eso sí, la crítica sería más tibia y él, entonces, se abocaría a las teleseries y también a la noche.
-A partir de un minuto se nos fue -dice Nona Fernández.
Las fechas no son exactas, pero es probable que haya ocurrido alrededor de 2003, 2004, cuando deja de trabajar en TVN y pasa a Canal 13.
Los amigos recuerdan que siempre le gustó la noche, pero de pronto aparecieron las drogas y la historia se puso pesada. Para él los excesos no eran un problema. Entonces, los amigos empezaron a alejarse. Algunos intentaron que se detuviera, pero él no escuchaba. Y se fueron distanciando.
-Ésa fue una opción de René -dice Araya-. Lo que pasa es que llega un minuto en que se hace más difícil dialogar con una persona así, que está viviendo en otro mundo. Y uno se da cuenta de que no tiene derecho a decirle a alguien cómo debe vivir.
Dicen que se perdía por varios días, que no contestaba el teléfono, que vivía de noche, que nadie sabía dónde encontrarlo.
-En ese tiempo también se alejó de la familia -cuenta Tapia-. Para nosotros fue doloroso, pero René estaba haciendo su vida y él tomó una decisión: protegió a su familia de su vida privada, puso una barrera y separó ambos mundos. Y siempre fue así.
Separó a la familia del mundo de los excesos y también de sus historias de amor: ellos no sabían que él era homosexual, nunca le conocieron una pareja.
-Él era un tipo superreservado, hablaba muy poco de su vida privada, pero era muy sociable. Le encantaba conocer gente nueva y establecía relaciones superintensas -dice Araya.
Fue en esos años cuando Arcos Leví empezó a fallar en el trabajo, no entregaba a tiempo los guiones y las puertas comenzaron a cerrarse.
Fue en ese tiempo, también, cuando le detectaron várices esofágicas, pero él no quiso cuidarse. Ninguno de sus amigos sabía de la enfermedad. Él se había distanciado de todos.
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Fue en la madrugada del 26 de mayo de 2011 cuando le dio un derrame interno. Al parecer, se levantó de la cama como pudo y llegó al baño, frente al lavamanos. Ahí intentó estar de pie, pero la conciencia se empezó a ir, y antes de caer al piso logró sujetarse de una cañería, que rompió: cayó, se golpeó con la puerta en la cabeza, el agua empezó a inundar el baño. El vecino de abajo de su departamento, en Lastarria, empezó a ver cómo se filtraba el agua. Y entonces llamó a la puerta de Arcos Leví, pero no hubo respuesta. Insistió, llamó a Carabineros y descubrieron lo que pasaba.
Al departamento llegaron algunos familiares, y Freddy Araya y Larissa Contreras, entre otros amigos. No lo veían desde hacía mucho tiempo. Casi todos se lo habían cruzado por el barrio, en conversaciones rápidas, pero no mucho más. Dicen que estaba mejor de ánimo, pues había entrado a hacer clases de guión a la Universidad Católica y eso lo tenía contento. Sin embargo, un mes antes de esto, Tapia recuerda que un día Arcos Leví lo llamó llorando. Le dijo que estaba deprimido, que había terminado una relación de 13 años. Quedaron de verse, pero Arcos Leví pocos días después le dijo que estaba mejor, más tranquilo.
Ninguno de los amigos sabía de esa relación. Dicen que idealizaba mucho el amor, que era un romántico y eso hacía difícil aterrizar sus historias amorosas. Todos coinciden en algo, eso sí: que René murió en su ley, que disfrutó su vida, sus opciones.
Días después de su muerte, Tapia fue el encargado de ordenar el departamento. Dice que encontró muchas libretas y cuadernos con sus textos, pero también con sus dibujos. Escribía y dibujaba todo el tiempo en servilletas, en boletas. Tapia guardó los libros y varios objetos -tenía una colección grande de ranas de juguete- y los mandó a Puerto Montt, a la casa de los padres. Él se quedó con un computador y con unos pendrives, en los que encontró el material que conformaría Cuestión de tiempo, el libro póstumo de Arcos Leví que armó Larissa Contreras con Tapia, y que publicó Ediciones de La Lumbre, la editorial de Marcelo Simonetti: seis cuentos que lo traen de vuelta a la literatura, que traen de vuelta sus atmósferas ambiguas, sus diálogos rápidos, sus historias de amor.
Dicen que hay más material inédito. Que llevó durante mucho tiempo un diario de vida y que estaba trabajando en una novela. El computador que se llevó Tapia estaba averiado, pero ya consiguió a alguien que lo arreglará. Todos los amigos coinciden en algo: Arcos Leví nunca dejó de escribir. Al parecer, entonces, llegó el momento de leerlo.